Por fin llegó Aragorn a lo alto de la arcada que coronaba las grandes puertas, indiferente a los dardos del enemigo. Mirando hacia adelante, vio que el cielo palidecía en el este. Alzó entonces la mano vacía, mostrando la palma, para indicar que deseaba parlamentar.
Los orcos vociferaban y se burlaban.
- ¡Baja! ¡Baja! - le gritaban -. Si quieres hablar con nosotros, ¡baja! ¡Tráenos a tu rey! Somos los guerreros Uruk-hai. Si no viene, iremos a sacarlo de su guarida. ¡Tráenos al cobardón de tu rey!
- El rey saldrá o no, según sea su voluntad - dijo Aragorn.
- Entonces ¿qué haces tú aquí? - le dijeron - ¿Qué miras? ¿Quieres ver la grandeza de nuestro ejército? Somos los guerreros Uruk-hai.
- He salido a mirar el alba - dijo Aragorn.
- ¿Qué tiene que ver el alba? - se mofaron los orcos -. Somos los Uruk-hai; no dejamos la pelea ni de noche ni de día, ni cuando brilla el sol o ruge la tormenta. Venimos a matar, a la luz del sol o de la luna. ¿Qué tiene que ver el alba?
- Nadie sabe que habrá de traer el nuevo día - dijo Aragorn -. Alejaos antes de que se vuelva contra vosotros.
- Baja o te abatiremos - gritaron -. Esto no es un parlamento. No tienes nada que decir.
- Todavía tengo esto que decir - respondió Aragorn -. Nunca un enemigo ha tomado Cuernavilla. Partid, de lo contrario ninguno de vosotros se salvará. Ninguno quedará con vida para llevar las noticias al Norte. No sabéis qué peligro os amenaza.
Era tal la fuerza y la majestad que irradiaba Aragorn allí de pie, a solas, en lo alto de las puertas destruidas, ante el ejército de sus enemigos, que muchos de los montañeses salvajes vacilaron y miraron por encima del hombro hacia el valle, y otros echaron miradas indecisas al cielo. Pero los orcos se reían estrepitosamente; y una salva de dardos y flechas silbó por encima del muro, en el momento en que Aragorn bajaba de un salto.
Hubo un rugido y una intensa llamarada. La bóveda de la puerta en la que había estado encaramado se derrumbó convertida en polvo y humo. La barricada se desperdigó como herida por el rayo. Aragorn corrió a la torre del rey.
Pero en el momento mismo en que la puerta se desomoronaba, y los orcos aullaban alrededor preparándose a atacar, un murmullo se elevó detrás de ellos, como un viento en la distancia, y creció hasta convertirse en un clamor de muchas voces que anunciaban extrañas nuevas en el amanecer. Los orcos, oyendo desde el Peñón aquel rumor doliente, vacilaron y miraron atrás. Y entonces, súbito y terrible, el gran cuerno de Helm resonó en lo alto de la torre.
Todos lo que oyeron el ruido se estremecieron. Muchos orcos se arrojaron al suelo boca abajo, tapándose las orejas con las garras. Y desde el fondo del Abismo retumbaron los ecos, como si en cada acantilado y en cada colina un poderoso heraldo soplara una trompeta vibrante. Pero los hombres apostados en los muros levantaron la cabeza y escucharon asombrados: aquellos ecos no morían. Sin cesar resonaban los cuernos de colina a colina: ahora más cercanos y potentes, respondiéndose unos a otros, feroces y libres.
- ¡Helm! ¡Helm! - gritaron los caballeros -. ¡Helm ha despertado y retorna a la guerra! ¡Helm ayuda al Rey Théoden!
En medio de este clamor, apareció el rey. Montaba un caballo blanco como la nieve; de oro era el escudo y larga la lanza. A su diestra iba Aragorn, el heredero de Elendil, y tras él cabalgaban los señores de la Casa de Eorl el Joven. La luz se hizo en el cielo. Partió la noche.
-¡Adelante, Eorlingas!