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- 18 Abr 2005
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La palabra "Dios" me sabe a lasaña precocinada.
Y a marketing teológico con sonrisa de neón.
Se me aparenta como un comodín pegajoso, útil para tapar goteras en techos metafísicos que se caen a cachos, mientras los devotos de la contabilidad del alma pasan la escoba y juran que el polvo es incienso.
A mí, que vengo de los bajos fondos del logos y con los nudillos repletos de cicatrices, me importa una mierda la liturgia si la ecuación no cuadra y el instrumental se sale de rango.
No vengo a rezar ni a blasfemar por deporte.
Vengo a auditar el ruido.
Cuando alguien planta una ontología como quien clava una navaja en la barra del bar, pregunto por la hoja de balance: causas, evidencias, invariantes y, si me salen con mugre metafórica, saco el quitamanchas del método y les recuerdo que la elegancia matemática no imprime divinidad en la factura.
Hay quien confunde el ajuste fino con una puta rúbrica de autoría, como si el cosmos llevara holograma de fábrica; eso es pirotecnia cognitiva.
La regularidad impresiona, obvio, al igual que impresiona el compás de una cuadrilla levantando un paso de Semana Santa, pero de la coreografía a la autoría hay un trecho que no se salva con incienso ni pseudo-teleología de tertulia nocturna.
Y el primer motor, ese mito, me suena a vendedor de enciclopedias que confunde el prólogo con la póliza.
El tablero es bastardo: estadística, caos, constantes que parecen diseñadas para que funcione el circo y, sin embargo, la demostración de que detrás hay un relojero suizo no aparece en ninguna tabla; aparece la tentación.
Tentación de colar un "por tanto" en letras doradas. Tentación de usar la asfixia ante la vastedad como prueba. Tentación, en suma, de ponerle barba al vacío.
Todo eso es humano.
Y, precisamente por humano, es sospechoso.
Si entro por el lado duro —el único que me interesa cuando el aire huele a dogma—, descubro que los sistemas newtonianos con los que probamos cosas cotidianas, perfectos para trenes de cercanías del tipo "esto empuja aquello", se joden al pretender certificar lo que no admite martillos, porque no hay en el aparato un mostrador desde el que firmar sin bucle, ni un puto asiento contable para el absoluto, y el intento se convierte en glitch performativo, más ruido que prueba.
Súmese que la verdad, cuando se la formaliza con decoro, no cabe entera en su propio cajón.
Esto no es poesía: es el recordatorio de que hay proposiciones que no se pueden decidir sin traicionar el juego, y otras cuyo valor no lo certifica el notario interno.
Cuando se traslada esa música al viejo expediente del "ser supremo", el pentagrama se rompe por saturación. Uno se queda con signos que apuntan con hambre de cierre.
Cierre no hay.
Hambre, en cantidades inabarcables.
Claro que podría negarlo todo, y a ratos me tienta prenderle fuego a los textos litúrgicos con un lanzallamas dialéctico.
Pero cuando intento poner la negación en mesa de laboratorio —donde las hipótesis se desmontan con pinzas, no con falacias clásicas— veo que el instrumento se ahoga: convertir en muestra falsable lo que, por construcción, no entra en el tubo, es como exigirle a los teoremas de incompletitud que certifiquen una defunción metafísica; no trabajan ahí.
Y yo no hago trampas de prestidigitador.
Entre medias, proliferan las filigranas.
He visto a devotos probar lo indemostrable con la destreza con la que un trilero mueve cubiletes, y a ateos de sobremesa contraprobarlo con el desparpajo con que se cuentan chistes verdes: a ambos les falta afinar el instrumento.
La indefinibilidad de la verdad —esa bestia— no grita a favor de nadie; apenas susurra en contra de la soberbia de turno.
Quien pretenda hacer de eso un dogma negativo, no ha entendido ni la música ni el silencio.
Me viene a la cabeza un catálogo de referencias que huelen a sótano: espacios de Hilbert que no regalan epifanías, fibrados principales que no traen estampitas, operadores autoajuntos que no te confiesan pecados; y, por el otro lado, grimorios honestos como el Corpus Hermeticum, donde el delirio y la lucidez bailan un tango impresentable.
Lo único que saco en claro es que ambos extremos se emborrachan con su reflejo, y que la sobriedad empieza donde se admite el ángulo ciego.
Solve et coagula, y la retorta como metáfora de la purificación; esta alquimia me ha servido de recordatorio estético, como sirve recordar que un athanor calienta sin llamar la atención: así debería trabajar la razón, sin fuegos artificiales ni sermones.
Si quiere mística barata, compre estampitas.
Si quiere rigor, compre silencio, paciencia y herramientas que no publiciten milagros.
Si me obligasen a hablar de pruebas —pruebas, coño, no entusiasmos—, diría que lo más honrado es un pragmatismo sin incienso: vivir como si no hubiera notarios celestiales, porque esa suposición limpia despachos y evita chantajes, mientras se sostiene que el juego no decide al dueño de la cancha y que ninguna estadística, por afilada que sea, convierte una ausencia de firma en acta de inexistencia.
Eso sería contabilidad mágica, y yo no fumo de esas hierbas.
Empero, queda la ética.
Me niego a derivarla de castillos celestes.
La amarro a mínimos embarrados: no aumentar sufrimiento evitable, no justificar crueldades con imperativos categóricos, no llamar virtud a lo que es simple cobardía elegante.
Esta mierda no necesita altar.
Necesita herramientas.
El resto es ventilación de ego con incienso; y si alguien ve derrota en esta renuncia, que se mire al espejo y cuente cuántas derrotas le ahorró su presunta victoria.
¿Hay consuelo?
El justo.
Afinar la atención, barrer los ídolos pegajosos, domar el deseo como se doman el resto de malas costumbres. Reírse de las certezas que vienen con pomposidad profética.
Llamar misterio a lo que no se deja medir no es poesía, es higiene.
Pero la higiene no es himno, y la falta de himno no es prueba. Lo siento si se esperaba un dictamen grabado en mármol: aquí sólo se ofrecen rasquetas y un "no procede" dicho con cariño áspero.
Así que firmo de esta manera: manifiesto de descreimiento operativo, sí; sentencia metafísica definitiva, ni borracho.
Y ahora, si alguien desea más epicidad, que recurra a los asuras védicos.
Y a marketing teológico con sonrisa de neón.
Se me aparenta como un comodín pegajoso, útil para tapar goteras en techos metafísicos que se caen a cachos, mientras los devotos de la contabilidad del alma pasan la escoba y juran que el polvo es incienso.
A mí, que vengo de los bajos fondos del logos y con los nudillos repletos de cicatrices, me importa una mierda la liturgia si la ecuación no cuadra y el instrumental se sale de rango.
No vengo a rezar ni a blasfemar por deporte.
Vengo a auditar el ruido.
Cuando alguien planta una ontología como quien clava una navaja en la barra del bar, pregunto por la hoja de balance: causas, evidencias, invariantes y, si me salen con mugre metafórica, saco el quitamanchas del método y les recuerdo que la elegancia matemática no imprime divinidad en la factura.
Hay quien confunde el ajuste fino con una puta rúbrica de autoría, como si el cosmos llevara holograma de fábrica; eso es pirotecnia cognitiva.
La regularidad impresiona, obvio, al igual que impresiona el compás de una cuadrilla levantando un paso de Semana Santa, pero de la coreografía a la autoría hay un trecho que no se salva con incienso ni pseudo-teleología de tertulia nocturna.
Y el primer motor, ese mito, me suena a vendedor de enciclopedias que confunde el prólogo con la póliza.
El tablero es bastardo: estadística, caos, constantes que parecen diseñadas para que funcione el circo y, sin embargo, la demostración de que detrás hay un relojero suizo no aparece en ninguna tabla; aparece la tentación.
Tentación de colar un "por tanto" en letras doradas. Tentación de usar la asfixia ante la vastedad como prueba. Tentación, en suma, de ponerle barba al vacío.
Todo eso es humano.
Y, precisamente por humano, es sospechoso.
Si entro por el lado duro —el único que me interesa cuando el aire huele a dogma—, descubro que los sistemas newtonianos con los que probamos cosas cotidianas, perfectos para trenes de cercanías del tipo "esto empuja aquello", se joden al pretender certificar lo que no admite martillos, porque no hay en el aparato un mostrador desde el que firmar sin bucle, ni un puto asiento contable para el absoluto, y el intento se convierte en glitch performativo, más ruido que prueba.
Súmese que la verdad, cuando se la formaliza con decoro, no cabe entera en su propio cajón.
Esto no es poesía: es el recordatorio de que hay proposiciones que no se pueden decidir sin traicionar el juego, y otras cuyo valor no lo certifica el notario interno.
Cuando se traslada esa música al viejo expediente del "ser supremo", el pentagrama se rompe por saturación. Uno se queda con signos que apuntan con hambre de cierre.
Cierre no hay.
Hambre, en cantidades inabarcables.
Claro que podría negarlo todo, y a ratos me tienta prenderle fuego a los textos litúrgicos con un lanzallamas dialéctico.
Pero cuando intento poner la negación en mesa de laboratorio —donde las hipótesis se desmontan con pinzas, no con falacias clásicas— veo que el instrumento se ahoga: convertir en muestra falsable lo que, por construcción, no entra en el tubo, es como exigirle a los teoremas de incompletitud que certifiquen una defunción metafísica; no trabajan ahí.
Y yo no hago trampas de prestidigitador.
Entre medias, proliferan las filigranas.
He visto a devotos probar lo indemostrable con la destreza con la que un trilero mueve cubiletes, y a ateos de sobremesa contraprobarlo con el desparpajo con que se cuentan chistes verdes: a ambos les falta afinar el instrumento.
La indefinibilidad de la verdad —esa bestia— no grita a favor de nadie; apenas susurra en contra de la soberbia de turno.
Quien pretenda hacer de eso un dogma negativo, no ha entendido ni la música ni el silencio.
Me viene a la cabeza un catálogo de referencias que huelen a sótano: espacios de Hilbert que no regalan epifanías, fibrados principales que no traen estampitas, operadores autoajuntos que no te confiesan pecados; y, por el otro lado, grimorios honestos como el Corpus Hermeticum, donde el delirio y la lucidez bailan un tango impresentable.
Lo único que saco en claro es que ambos extremos se emborrachan con su reflejo, y que la sobriedad empieza donde se admite el ángulo ciego.
Solve et coagula, y la retorta como metáfora de la purificación; esta alquimia me ha servido de recordatorio estético, como sirve recordar que un athanor calienta sin llamar la atención: así debería trabajar la razón, sin fuegos artificiales ni sermones.
Si quiere mística barata, compre estampitas.
Si quiere rigor, compre silencio, paciencia y herramientas que no publiciten milagros.
Si me obligasen a hablar de pruebas —pruebas, coño, no entusiasmos—, diría que lo más honrado es un pragmatismo sin incienso: vivir como si no hubiera notarios celestiales, porque esa suposición limpia despachos y evita chantajes, mientras se sostiene que el juego no decide al dueño de la cancha y que ninguna estadística, por afilada que sea, convierte una ausencia de firma en acta de inexistencia.
Eso sería contabilidad mágica, y yo no fumo de esas hierbas.
Empero, queda la ética.
Me niego a derivarla de castillos celestes.
La amarro a mínimos embarrados: no aumentar sufrimiento evitable, no justificar crueldades con imperativos categóricos, no llamar virtud a lo que es simple cobardía elegante.
Esta mierda no necesita altar.
Necesita herramientas.
El resto es ventilación de ego con incienso; y si alguien ve derrota en esta renuncia, que se mire al espejo y cuente cuántas derrotas le ahorró su presunta victoria.
¿Hay consuelo?
El justo.
Afinar la atención, barrer los ídolos pegajosos, domar el deseo como se doman el resto de malas costumbres. Reírse de las certezas que vienen con pomposidad profética.
Llamar misterio a lo que no se deja medir no es poesía, es higiene.
Pero la higiene no es himno, y la falta de himno no es prueba. Lo siento si se esperaba un dictamen grabado en mármol: aquí sólo se ofrecen rasquetas y un "no procede" dicho con cariño áspero.
Así que firmo de esta manera: manifiesto de descreimiento operativo, sí; sentencia metafísica definitiva, ni borracho.
Y ahora, si alguien desea más epicidad, que recurra a los asuras védicos.
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