Sir Ano de Bergerac
La becaria de Aramís Fuster.
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Tenía 17 ó 18 años cuando mis dos mejores amigos y yo conocimos a un cantante de rap al que idolatrábamos, y nos invitó a que fuésemos un verano a su casa. Fue cuando, al terminar el año de instituto con todas las asignaturas suspensas, cogí los cuatro duros que tenía ahorrados y me fui a Alicante.
El dinero se fue demasiado rápido, y nosotros éramos demasiado pringados como para vivir en un barrio de gitanos con un camello que casi nos doblaba la edad. Pero aprendimos muy rápido. El primer día que nos vimos forzados a robar fue en un carrefour de la periferia. Elegimos mal el lugar, elegimos mal el objeto a robar y elegimos mal el método de robo. Estábamos muy nerviosos. El segurata ya nos estaba esperando a la salida de la caja y nos llevó a empujones hasta su cuarto. Se reía de nosotros, nos metió un poco de miedo junto a su compañero y nos hizo pagar las latas de sardinas que llevábamos en la mochila. Éramos tan ingenuos que robábamos lo barato y pagábamos lo caro; aún temblábamos de miedo cuando a las puertas del carrefour abrimos las latas de sardinas y las comimos desesperados del hambre.
Pero nunca más nos volvieron a pillar. Pasamos aquella semana analizando los errores que cometimos, y pensando cuál era la mejor manera de hacerlo. Preguntamos a los gitanos del barrio y nos dejaron acompañarles para ver cómo lo hacían; pese a ser objeto de toda la atención de los que trabajaban en los supermercados, conseguían robar algo la mayoría de las veces. La clave estaba en el descaro. Su descaro y su rapidez eran lo que necesitábamos.
Volvimos a empezar, poco a poco. Robando cosas pequeñas como entrenamiento. Teniendo como norma, que cada vez que sintiésemos la mínima sospecha de haber sido descubiertos, dejar todo en las estanterías de nuevo.
No tardamos en empezar a movernos con soltura, a inventar trucos para ser más efectivos. Llegamos a tomarnos lo de robar demasiado en serio, medíamos hasta los temas de conversación mientras hacíamos cola en la caja. Pasamos de los alimentos a objetivos más ambiciosos: ropa, perfumes, electrónica. Vendíamos los artículos a la gente del barrio e hicimos dinero. Suficiente dinero como para ahorrar, comprar cosas que no podían ser robadas, volver otros dos veranos más a Alicante, robar más.
Desde entonces, he seguido robando regularmente sin tener necesidad de ello. Disfruto tanto el objeto robado en sí, como el puro placer de robar. Acudo a los establecimientos bien vestido y haciendo gala de una educación y saber estar intachables, y aplico todos mis trucos de perro viejo para ser hábil con las manos y no llamar jamás la atención. Uno puede robar con todo el descaro del mundo mientras sus movimientos parezcan naturales; muchas veces lo hago en las narices de los reponedores que se encuentran por las estanterías: un hombre que está trabajando, aburrido, no se fija en cada persona que pasa por su lado, y menos si su planta y su presencia indica todas las señales contrarias a la sospecha, es entonces cuando un movimiento fluido y suave puede pasar por el de sacar una cartera o un móvil y no llama la atención por el rabillo de su ojo.
Me siento vacío si salgo de un establecimiento sin algo oculto, creo que es un ejercicio que me mantiene en forma en un mundo tan aburrido, y me da una falsa sensación de estar por encima de la ley. He desarrollado unas habilidades a lo largo de los años, y ya me manejo con gran maestría, por lo que los caprichos que me procuro me saben a gloria. Robo todo tipo de cosas en las que no me gastaría el dinero.
Puedo dar todo tipo de consejos acerca de este tema al que esté interesado.
El dinero se fue demasiado rápido, y nosotros éramos demasiado pringados como para vivir en un barrio de gitanos con un camello que casi nos doblaba la edad. Pero aprendimos muy rápido. El primer día que nos vimos forzados a robar fue en un carrefour de la periferia. Elegimos mal el lugar, elegimos mal el objeto a robar y elegimos mal el método de robo. Estábamos muy nerviosos. El segurata ya nos estaba esperando a la salida de la caja y nos llevó a empujones hasta su cuarto. Se reía de nosotros, nos metió un poco de miedo junto a su compañero y nos hizo pagar las latas de sardinas que llevábamos en la mochila. Éramos tan ingenuos que robábamos lo barato y pagábamos lo caro; aún temblábamos de miedo cuando a las puertas del carrefour abrimos las latas de sardinas y las comimos desesperados del hambre.
Pero nunca más nos volvieron a pillar. Pasamos aquella semana analizando los errores que cometimos, y pensando cuál era la mejor manera de hacerlo. Preguntamos a los gitanos del barrio y nos dejaron acompañarles para ver cómo lo hacían; pese a ser objeto de toda la atención de los que trabajaban en los supermercados, conseguían robar algo la mayoría de las veces. La clave estaba en el descaro. Su descaro y su rapidez eran lo que necesitábamos.
Volvimos a empezar, poco a poco. Robando cosas pequeñas como entrenamiento. Teniendo como norma, que cada vez que sintiésemos la mínima sospecha de haber sido descubiertos, dejar todo en las estanterías de nuevo.
No tardamos en empezar a movernos con soltura, a inventar trucos para ser más efectivos. Llegamos a tomarnos lo de robar demasiado en serio, medíamos hasta los temas de conversación mientras hacíamos cola en la caja. Pasamos de los alimentos a objetivos más ambiciosos: ropa, perfumes, electrónica. Vendíamos los artículos a la gente del barrio e hicimos dinero. Suficiente dinero como para ahorrar, comprar cosas que no podían ser robadas, volver otros dos veranos más a Alicante, robar más.
Desde entonces, he seguido robando regularmente sin tener necesidad de ello. Disfruto tanto el objeto robado en sí, como el puro placer de robar. Acudo a los establecimientos bien vestido y haciendo gala de una educación y saber estar intachables, y aplico todos mis trucos de perro viejo para ser hábil con las manos y no llamar jamás la atención. Uno puede robar con todo el descaro del mundo mientras sus movimientos parezcan naturales; muchas veces lo hago en las narices de los reponedores que se encuentran por las estanterías: un hombre que está trabajando, aburrido, no se fija en cada persona que pasa por su lado, y menos si su planta y su presencia indica todas las señales contrarias a la sospecha, es entonces cuando un movimiento fluido y suave puede pasar por el de sacar una cartera o un móvil y no llama la atención por el rabillo de su ojo.
Me siento vacío si salgo de un establecimiento sin algo oculto, creo que es un ejercicio que me mantiene en forma en un mundo tan aburrido, y me da una falsa sensación de estar por encima de la ley. He desarrollado unas habilidades a lo largo de los años, y ya me manejo con gran maestría, por lo que los caprichos que me procuro me saben a gloria. Robo todo tipo de cosas en las que no me gastaría el dinero.
Puedo dar todo tipo de consejos acerca de este tema al que esté interesado.