stavroguin 11
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- 14 Oct 2010
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Revolviendo estanterías polvorientas, relegadas casi al rango de juguete roto y olvidado tras el advenimiento del eBook, una mañana cualquiera de primavera llena de desmotivación y floja de planes, de repente se activa el recuerdo, la magdalena proustiana, el flah-back de duelo final de Sergio Leone:
Ahora sé que tuve una infancia feliz, sobre todo por contraste con épocas posteriores. Pero entonces no era muy consciente de ello. La realidad circundante, aquel universo rural de finales de los 70 que ahora pagaría con sangre para que volviese, ese microcosmos riquísimo en experiencias, naturaleza y tipos humanos singulares, me parecía aburrido, vulgar, sórdido y plano.
Una mañana de Reyes me encontré una edición de ese libro, o de otro parecido. Y nada más abrirlo, mi vida cambió. Desde entonces inauguré un desdoblamiento vital, una esquizofrenia lectora que me permitió vivir con un pie en la realidad y otro en mi propio solipsismo, algo que, muy atenuado, dura hasta hoy.
No importaba que los personajes fueran planos, las tramas repetitivas, la calidad literaria, vista con la perspectiva de un lector compulsivo de 50 años, casi ridícula. Ni tampoco que los protagonistas no creciesen de libro en libro, ni que, a medida que uno maduraba y se volvía más crítico, tuviera que aplicar la suspensión de incredulidad como un freno de mano para que las incongruencias no despeñasen la histora pendiente abajo. Era un mundo perfecto, de amistad, aventuras, libertad, pasadizos secretos, mascotas, cerveza de jengibre (tardé años en saber que hablaban de ginger ale), merendolas. Sin suciedad, orines, heces, sexo, juramentos, vejez, muerte ni aburrimiento. Me compré un adosado en ese paraíso imaginario, al principio solo para dormir, luego para hacerlo residencia permanente, y el mundo exterior pasó a ser secundario, un mero trámite sin importancia lleno de personas sin interés por el que había que pasar antes de volver a meter las narices en el libro.
Creo que a la larga me perjudicó: tardé años en captar matices y cuestiones de la realidad que para otros eran evidentes desde hace mucho, y eso me hizo bastante daño en mi vida social y estudiantil. Un día tuve que aceptar que la realidad en la que tenía que nadar y guardar la ropa estaba de las tapas del libro para fuera, y que en esa carrera sin piedad los rivales ya me llevaban media pista de ventaja. Pasaron los años y los libros devorados, pero la lectura nunca volvió a significar lo mismo que entonces: la posibilidad de cambiar de dimensión, de colocarme en el mismo plano que los protagonistas, mientras todo lo que me rodeaba se difuminaba como las voces reverberantes de un mal sueño.
Ahora sé que tuve una infancia feliz, sobre todo por contraste con épocas posteriores. Pero entonces no era muy consciente de ello. La realidad circundante, aquel universo rural de finales de los 70 que ahora pagaría con sangre para que volviese, ese microcosmos riquísimo en experiencias, naturaleza y tipos humanos singulares, me parecía aburrido, vulgar, sórdido y plano.
Una mañana de Reyes me encontré una edición de ese libro, o de otro parecido. Y nada más abrirlo, mi vida cambió. Desde entonces inauguré un desdoblamiento vital, una esquizofrenia lectora que me permitió vivir con un pie en la realidad y otro en mi propio solipsismo, algo que, muy atenuado, dura hasta hoy.
No importaba que los personajes fueran planos, las tramas repetitivas, la calidad literaria, vista con la perspectiva de un lector compulsivo de 50 años, casi ridícula. Ni tampoco que los protagonistas no creciesen de libro en libro, ni que, a medida que uno maduraba y se volvía más crítico, tuviera que aplicar la suspensión de incredulidad como un freno de mano para que las incongruencias no despeñasen la histora pendiente abajo. Era un mundo perfecto, de amistad, aventuras, libertad, pasadizos secretos, mascotas, cerveza de jengibre (tardé años en saber que hablaban de ginger ale), merendolas. Sin suciedad, orines, heces, sexo, juramentos, vejez, muerte ni aburrimiento. Me compré un adosado en ese paraíso imaginario, al principio solo para dormir, luego para hacerlo residencia permanente, y el mundo exterior pasó a ser secundario, un mero trámite sin importancia lleno de personas sin interés por el que había que pasar antes de volver a meter las narices en el libro.
Creo que a la larga me perjudicó: tardé años en captar matices y cuestiones de la realidad que para otros eran evidentes desde hace mucho, y eso me hizo bastante daño en mi vida social y estudiantil. Un día tuve que aceptar que la realidad en la que tenía que nadar y guardar la ropa estaba de las tapas del libro para fuera, y que en esa carrera sin piedad los rivales ya me llevaban media pista de ventaja. Pasaron los años y los libros devorados, pero la lectura nunca volvió a significar lo mismo que entonces: la posibilidad de cambiar de dimensión, de colocarme en el mismo plano que los protagonistas, mientras todo lo que me rodeaba se difuminaba como las voces reverberantes de un mal sueño.