La aceptación de la inmigración nunca tuvo un estímulo ético, sino una base financiera: no significa que los principios no cuenten, sino que para asumirla y respetarla había suficientes datos económicos positivos sin necesidad de recurrir a ese territorio íntimo donde la formación, los mitos, las realidades, los impulsos, las vivencias y los estados de ánimo modulan una postura personal subjetiva y por tanto discutible.
Fue la riqueza la que trajo a los inmigrantes, que les necesitaba para recrearse y sostener el imparable binomio que conforman la oferta y la demanda con el empleo, la inversión y la producción. Y es la pobreza la que suscita ahora el recelo: antes no hubo afecto; y ahora sí hay temor. En ninguno de los casos es, salvo en lamentables excepciones, una reacción contra la raza o la religión, sino una respuesta primaria sustentada en la rivalidad ante la escasez: los leones no se pegan en el zoo cuando hay abundancia, pero son capaces de comerse a la camada ajena si padecen desabastecimiento.
Los inmigrantes, en fin, son otras víctimas de la crisis más, como lo son los españoles, y verlos como tales es la mejor manera de regular el termómetro emocional de un debate que confunde el fuego con el humo, alentado irresponsablemente en Vic y en Torrejón, pero larvado en un patético itinerario normativo en el que tanto el PP cuanto el PSOE han jugado públicamente con sentimientos y emociones mientras, en realidad, sólo gestionaban los bolsillos, aprobando leyes contradictorias cada poco tiempo para justificar la mera importación de mano de obra barata o la expulsión del excedente no votante.
Entre medias se han dicho demasiadas tonterías sobre el inexistente y tal vez innecesario multiculturalismo que, en el reverso de la moneda, alentaban tópicos sobre la delincuencia foránea o la usurpación de los servicios públicos, componiendo un paisaje falso en lo positivo y falaz en lo negativo que aloja en el subconsciente colectivo un catálogo de mitos ridículo: ni es factible la integración, si se entiende como tal la recreación de una sociedad nueva a corto plazo fruto de la mixtura de credos, razas y culturas; ni el precio a pagar por esa imposibilidad es el desvanecimiento de una idea de país, el incremento de la delincuencia o la imposición de una forma de vida ajena.
Todo lo que no sea aspirar a una convivencia pacífica, con intereses recíprocos y vasos comunicantes laborales y sociales a ritmo lento; no será más que una ensoñación interesada de pseudoprogresistas de moqueta y menú diario a la carta o, sensu contrario, una admonición mitólogica de aprendices de Le Pen.
El inmigrante vino a trabajar y se irá cuando carezca de trabajo. Y volverá de nuevo cuando acabe la recesión: es un mercado que se regula casi solo en el que la política ha de hacer un trabajo mínimo pero trascendente. Fijar unas reglas del juego razonables en lo legal y decentes en lo humano, rehuir de la demagogia barata y apostar por la pedagogía social -sin eufemismos, con datos; sin lemas, con certezas- y, finalmente, garantizar la aplicación de todo ello de forma unitaria, sin dar obligaciones de más ni de menos a ayuntamientos o comunidades autónomas: a todos, sin excepción, les viene bien ahora señalar a un culpable externo, y el inmigrante es un tonto útil muy a mano.
Aunque en ese viaje se prescinda de la obviedad de que a algunos les sobran tanto los negros como los castellanohablantes o se pierda una estupenda oportunidad de explicar que los de afuera son entrañablemente similares a los de dentro: los hay que roban y deben estar en la cárcel o deportados (una pena no poder hacer lo mismo con los de aquí); los hay que sólo quieren trabajar y cubrir sus necesidades y los hay que, cuando no pueden hacer lo segundo y no quieren hacer lo primero, se marchan a Alemania o Suiza. Como nosotros.
por Antonio R. Naranjo
diariodealcala.es