Soñé toda mi infancia con casarme con Ana Chávarri. Cada tarde, cuando volvía asqueado por el frenético ritmo de las clases de la jodida Educación Primaria, ponía la tele y la veía con esta sonrisa sempiterna moviéndose con destreza y soltura de un lado a otro del plató montada en esos patines, derrochando simpatía y amabilidad.
Mis pupilas se dilataban, me ponía rojo y sentía mariposas en el estómago. Cuando terminaba el programa, me iba a jugar con mis playmobil, cuya única chica sobra decir que era la encarnación en miniatura de Ana Chávarri. Pues bien, cogía al mejor y más capacitado de esos muñecos (que por supuesto identificaba conmigo, angelico) y simulaba que la abrazaba, la tocaba las tetas y ella me tocaba el pito. Era muy excitante.
Cuando me cansaba, cogía a un Caballero del Zodiaco y, aunque medía tres veces más que el playmobil de Ana Chávarri, simulaba que la violaba y a ella la dolía pero era incapaz, por su amabilidad innata, de borrar de su cara esa sonrisa.