Ayer fui un chico malo. Me encaré con una caja de bombones y no tuve compasión con ella. Me comí cuatro y hubieran sido más de haber quedado algún superviviente. Luego por la tarde, de merienda, un cafe con leche y bollitos de chocolate. Me sentía una cerda glotona, un animal seboso rezumando tocino, así que decidí compensarlo con una cena frugal. Cuatro hojas de lechuga minúsculas, unas láminas de pimiento rojo, ralladura de zanahoria y una lata de atún escurrido. HAMBRE.
Al acostarme, sintiendo las típicas nauseas de la hipoglucemia, seis horas después, fui a la cocina a ver si estaba todo en orden. No había ladrones ni restos animales, pero sentí una amenaza a mi espalda. Dentro del armario, alguien bisbiseaba, oía una voz llamándome en secreto. Lo abrí, y allí estaba el asesino, una bolsa de pan bimbo rústico semilla de oro, blanquísimo y tierno. La bolsa rugía reclamándome, se inflama como un pulmón de plástico lleno de trigo horneado.
Salí huyendo, tambaleándome como un borracho contra las paredes del pasillo. Tuve que sentarme, mareado y sudoroso, consciente como era de que si caía en la tentación mis abdominales sufrirían un daño terrible. Me acosté sintiéndome un héroe.