Nuestro primer amor generalmente suele ser predecible: un individuo del sexo opuesto de nuestra generación, sociable, de sonrisa perenne, fresco y atractivo. Otras veces suele llegar y ser de forma inesperada: una dulce profesora que nos dio cariño además de lecciones, una Maude haroldiana que nos enseñó tantas cosas, una prostituta de la que nos hemos encaprichado inocentemente. Esos primeros amores nos marcan, y no los olvidamos nunca, o preferimos no hacerlo.
¿Quién no tiene todavía en los rincones más recónditos de su hábitat uno o más libros de la infancia que sobó y resobó hasta aprendérselos de memoria casi, y que todavía huelen igual que cuando llegaron a sus manos, por inverosímil que suene? Esos libros que, aún perdidos para siempre, no puedes dejar de evocarlos de vez en cuando, y te gustaría poder dejárselos a tus descendientes.
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Desde niños se nos enseña que las bibliotecas son centros culturales donde se pueden sacar libros y llevárselos a casa durante un determinado lapso de tiempo. Las madres, ansiosas y expectantes, esperan que nos convirtamos en personas cultas sin apenas gastar dinero. Los niños aceptamos leerlos. Pero tenemos siempre la conciencia de que esos libros se irán, y que por ello no debemos mancharlos, escribir en ellos, juguetear con las hojas y sus cosquilleantes esquinas con las yemas de los dedos, e incluso olerlos. Debemos limitarnos a mirar las letras con frialdad, y quedarnos con la historia y sus moralejas -si las hubiere-, sin emoción alguna.
Digo "debemos", pero lo cierto es que no lo vemos como un deber: es más bien algo visceral. Estos libros han sido tocados por cientos de manos, pero nunca amados. No podemos ser capaces de amar a un libro desvirgado y rechazado por todos. Las bibliotecas son los prostíbulos literarios subvencionados por el Estado, y las madres sus proxenetas.
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Es difícil encontrar una sensación más frustrante que la que se tiene cuando revisas tu biblioteca particular, y descubres que falta uno de tus libros, sobre todo si se trata de uno de tus favoritos. Es uno que te prestaron en su día para que lo leyeras, y al ser la recomendación tan ferviente, no puedes evitar implicarte de lleno con un libro que tan amado es por su dueño. Le llegas a amar tanto, que dejas pasar el tiempo, esperando a que su dueño se olvide de él...
Y cuando crees que ya le tienes para siempre, ¡zas!, el libro vuelve con él, raptado en contra de su voluntad (o eso crees tú). Te arrastras a sus pies pidiéndole perdón a la par que le ofreces, todo temblequeante, billetes, marihuana o similar con tal de que acepte dejártelo nuevamente, esta vez de forma definitiva.
No suelen aceptar. Los otros también aman, no eres el único. El desamor y el deseo insatisfecho duelen, y mucho. No soportas los sucedáneos. Reniegas de volver a leer el mismo libro, pero encerrado en otro "cuerpo". Sólo te queda releerlo de memoria. Es mejor así.
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Las librerías son un gran escaparate de vírgenes, tanto de nuevas como de viejas generaciones. La gran mayoría de la gente prefiere ir a dichos establecimientos para conseguir libros: les excita la idea de desgarrar las membranas plásticas que los recubren, y ensuciar su inmaculada blancura con sus miradas y sus dedos grasientos. No falta el que disfruta oliendo las fragancias que caracterizan a los vírgenes: intensa, penetrante y provocadora. Son tan putas. Tan vírgenes y tan putas. Somos nosotros los que las desvirgamos, y si lo hacemos bien, las marcamos para siempre. Aún son jóvenes, y no queremos que nos olviden tan pronto.
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Sin embargo, algunos preferimos la dignidad que otorga la madurez y la vejez a la descarada belleza virginal. Un libro abnegado, amarillento y polvoriento tras esperar años, lustros, décadas en un almacén o en el fondo de una biblioteca particular, olvidado, hasta que acabó en un rastrillo. O bien uno que fue amado hasta la saciedad por alguien, pero que por una razón u otra tuvo que ser abandonado, y fue a parar al susodicho rastrillo. Sumergirse en los bajos fondos y encontrarlos no tiene precio. Palpar sus crujientes hojas, oler su delicado aroma a humedad y polvo, cuidarlos y amarlos con delicadeza. Leerlos pasando las páginas con suavidad, por si alguna hoja se saliera de su lugar. Acariciar su portada anticuada y de diseño desfasado. Pensar en su pasado y ponerse melancólico. Vertemos nuestras sensaciones en ellos con más calma y respeto que con los vírgenes. Incluso nos puede dar reparo dejarles marcas, máxime si ya sus anteriores propietarios lo hicieron.
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Nuestros contemporáneos se empeñan en que usemos los libros electrónicos. Pensamos, en un primer momento, que se tratan de libros de papel como los convencionales, pero escritos de una manera algo
especial. Nada más lejos de la realidad: son pequeños ordenadores de pantalla mate que sólo sirven para leer. Cada uno de ellos puede almacenar millones y millones de libros. Un sólo libro que es en realidad un montón de libros. ¿Cómo plasmar nuestro ser en cada uno de ellos? ¿Cómo amarlos? Es inevitable disfrutar con algunos de esos libros intangibles, pero sientes que has derramado tu ser en una pantalla fría y vacía. Algo angustiado, vas y te compras el libro en formato papel, para ver si aún puedes
marcarlo... pero ya vertiste las emociones, y el libro es sólo un segundo plato. La lefa está aguada. El pis es incoloro. La risa es sólo sonrisa. Las lágrimas se han secado. Arrojas con indolencia el libro sobre la cama, y te tiras en ella para suspirar largamente.
Ni siquiera está viva. Es una muñeca de plástico, sin más. Será cuestión de acostumbrarse, quién sabe...