En aquellos tiempos no había planes de estudios adaptados a chicos como Falete y, si los había, en mi colegio no los conocían, así que salvo los ratos en que se iba con la logopeda a intentar mejorar algo su dicción, el resto del tiempo lo pasaba con nosotros en clase. Evidentemente, él no seguía la lección ni tenía que hacer nuestros exámenes sino que casi todo el rato estaba dibujando o haciendo láminas sobre los temas que nosotros sí estuviéramos viendo ese día en clase. Que tocaba la flor, pues ahí que le daban a él su fotocopia cutre en la que tenía que colorear cada parte de un color. Pistilo, estambre y lo que pusieran ahí y, además, reescribir el nombre de cada órgano con su propia letra que no es que fuera muy buena.
Cada vez que terminaba de colorear algo, me lo enseñaba, todo sonriente y feliz. Muy bien, Falete, te está quedando muy chulo -le decía yo.
Aunque él iba un poco a su rollo, intentaba seguir el trascurso de la clase y, de hecho, en muchas ocasiones nos salvó el culo a más de uno. Los profesores rara vez le regañaban, creo que era algo que les venía grande y no sabían cómo encauzarlo; sin embargo, sí tenían la directriz de hacerle ver que sus interrupciones no eran adecuadas y que un chico bien educado y decoroso debe guardar silencio cuando está en grupo. Pero él sabía que si el profesor preguntaba algo a alguien y este alguien no respondía o si la tutora estaba rabiando a los del fondo, con que él soltase un ¡¡¡Azofaifa!!! enérgico, coparía toda la atención y, tras las risas, el profesor de esa clase tendría que hacerle ver, con buenas palabras y de manera educada, que eso no era oportuno, lo que libraría de la regañina a los alumnos con los que estuviese enfilado antes de la interrupción del bueno de Falete.
La primera vez que lo vi enfadado, a Falete, fue en parte culpa mía. Estábamos en el patio jugando a mosca. Él no participaba sino que deambulaba a nuestro alrededor comiendo su bocadillo e intentando hacernos reír a los que formábamos las dos filas y no podíamos ni enseñar dientes ni separar los pies mientras esperábamos calzarle una colleja traicionera al que le tocase quedársela. La semana anterior uno de nuestros compañeros había puesto de moda el darnos una hostia con el revés de la mano mientras nos decía mientes, puta. Se ve que lo había visto en una película en blanco y negro o algo así y nosotros lo interiorizamos con un juego y, cada vez que nos cruzábamos, ahí que la soltábamos.
Yo, en un alarde de creatividad, le había arreado fino revés a un colega, al Gordito Pinchauvas, y éste prometió que me la devolvería a no mucho tardar. Y tan poco tardó que al día siguiente, jugando a mosca, me giró el pescuezo con el dorso de la mano a la par que rezaba mientes, puta. Te has pasado -dije yo con una lágrima resbalando por la mejilla-. Te has pasado un huevo.
El muchacho empezó a pedirme perdón pero ya era tarde. Quiso la fortuna que Falete fuera mudo testigo del momento y, al verme con los ojos lacrimosos y el gesto descompuesto gritó a spawny no pega, a spawny nooooo y se vino corriendo contra nosotros mientras hacía el molinillo con ambos brazos bien estirados. Él, además, hacía el molinillo al revés, en sentido antihorario, y a una velocidad de la hostia porque era capaz de casi dislocarse ambos hombros. Así que se dirigió hacia los que estábamos ahí presentes y, en una décima de segundo, arrambló con los que me rodeaban como si fuera un ariete. El muchacho que me había dado la hostia cayó al suelo del meco que le soltó en la barbilla y las gafas se le fueron a la mierda.
Yo intervine lo más rápido que pude y le hice ver que no pasaba nada, que todo estaba bien. El chico, el Gordito Pinchauvas, con un pequeño corte en el labio, le dijo lo mismo y todos acordamos no hacer saber de aquello nada a nadie. Diríamos que todo había ocurrido jugando al fútbol y listo. Yo le expliqué a Falete, como buenamente pude, que a veces la gente te hace daño sin querer y que no por ello hay que liarse a tollinas, que siguen siendo tus amigos. Él pareció entenderlo.
Pero aunque nuestro voto de silencio permaneció inquebrantable, Maica, la pelirroja lesbiana malfollada, lo había visto todo y, a los días, hizo aparecer por allí a la madre del Gordito que, claro está, pedía explicaciones. Y ahí que nos llamaron a Falete y a mí. Él no era objeto de regañinas casi nunca así que aquello le pilló por sorpresa. Imagino que en casa todo eran buenas palabras y en el colegio casi que también. Y, estando ambos esperando para entrar al despacho de dirección, lo vi ponerse rojo como un tomate. Hablé con él e intenté calmarlo y, mientras le estaba contando no sé qué, el tío me planta una mano en la cabeza y empieza a acariciarme el cholón con sus enormes dedos. Y veo que el cabrón se me pone a sonreír. No sé por qué, se relaja y cierra los ojos y ahí que se le pasa el enfado. Como un monje budista parecía estar, el tío, meditando.
A mí me daba igual, si eso lo relajaba, cojonudo.
Desde entonces, cada vez que le daba un pronto o un arrebato de ira, ahí que me plantaba la mano en el melón y venga a acariciarme el pelo como si fuera un gato persa. Y le daba igual que fuera en clase que en el patio. El tío me miraba y sacaba su mejor sonrisa, una tan enorme que le hacía cerrar su achinados ojos, y entraba en un estado de relajación trascendental que hasta yo envidiaba. Qué poquito necesitaba el tío para ser feliz.