TL;DR: En la prueba más larga de mi vida me puse malito.
Con el año ya empezado, se me ocurrió inscribirme en la competición más larga de España de mi especialidad. Las pocas veces que antes había pensado sobre ella había sido con idea de no participar jamás porque es una verdadera barbaridad, pero en aquel momento esta iba a ser la temporada de mi retirada y podía ser una buena forma de despedirse.
Tras meses preparándola, las cosas empezaron a ir mal la semana anterior a la del "gran día". Una semana antes de una carrera de ultrafondo me gusta hacer una sesión de muy larga duración. Muscularmente puede no ser recomendable, pero me sirve para tener frescas las sensaciones de sufrimiento. Si pasan dos semanas aún pueden conservarse, pero más allá tengo que empezar un ciclo desde cero para recuperarlas. Eso me llevó a querer hacer el sábado anterior una tirada del doble de los días anteriores. Todos los días anteriores había hecho mucho volumen. Al poco de empezar empecé a notar algo de tendinitis. A veces remite si no se le hace caso, así que seguí. Como las molestias no desaparecieron, empezó la comida de cabeza: Que si la había cagado haciendo esa semana a tope tan cerca de la competición, que si mejor hacer una sola tirada y no doble, que si la había cagado, que si era subnormal, que si a lo mejor todavía tenía remedio, que quizás hacer media tirada, que si la estaba cagando aún más... Total, que antes de una horita paré cabizbajo el entrenamiento. Aunque físicamente dejarlo era una bendición, moralmente era un gran lastre a arrastrar durante la semana siguiente.
El día previo a la prueba me desperté con molestias en la garganta. Durante el desayuno fui dándome cuenta de que no era lo único que iba mal. Noté que tenía fiebre. Muy poca, pero sin duda la tenía. Oh-oh. A lo largo de la mañana el malestar fue aumentando y me volví a acostar nuevamente. El dilema estaba servido: ¿Arriesgarme a competir, o no? A favor de presentarme estaban los meses de preparación que me había pegado; en contra, que nunca me había retirado de una prueba una vez empezada y quería seguir pudiéndolo decir. Acabó perdiendo el raciocinio y decidí continuar con la participación. No recuerdo qué comí a mediodía, pero sí lo que me costó. La garganta dolía con cada trago y encima me había preparado ración doble, así que doble tortura.
Siendo la salida al día siguiente a primerísima hora y bastante lejos de casa, viajé aquella tarde hasta el lugar de destino. El desplazamiento me sentó fatal. El aire acondicionado del tren iba a toda máquina y solo llevaba una toalla de ducha con la que abrigarme a duras penas. Al llegar, dejé las cosas en el hotel lo más rápido que pude y me dirigí al lugar en el que se realizaba el briefing. No me lo podía saltar porque tenía que formalizar una parte que faltaba de la inscripción. A lo largo del par de kilómetros de camino, fui memorizando la ubicación de las farmacias que vi, por si tenía que recurrir a alguna.
Al acabar el briefing, entré en un Lidl para comprar comida (que no consumiría, aunque en ese momento no lo sabía). Allí, el típico frío que hace en sus tiendas me dio la puntilla. Me empecé a sentir fatal. Mientras estaba en la cola para pagar, no sabía si tirarme al suelo voluntariamente o dejar que me llevase un desvanecimiento. Aguanté como pude apoyándome en la caja hasta que me cobraron y salí a toda prisa a que me diera un poco la calidez de la calle.
Vi claro que, para mi vergüenza, por primera vez en mi vida recurriría al dopaje. Empezaba a ser tarde y las farmacias abiertas a la ida ya estaban cerradas. Por suerte, la de guardia se encontraba cerca de mi hotel y me acerqué. Pedí algo para la fiebre y me dieron paracetamol. Días después comprobé que debería haber pedido ibuprofeno, porque el paracetamol no me hizo efecto. O quizás sí y si no lo hubiese tomado habría subido a más de 40 grados, no sé, pero desde luego la impresión no fue de alivio.
Con una pastilla como única cena, me acosté. Me puse para dormir casi toda la ropa que había llevado, incluyendo tejanos y calcetines. A pesar de ser verano, en la cama había manta y colcha, así que me tapé al máximo y esperé que llegase el calorcito. Acabó llegando no sé a qué hora de la madrugada. Empecé a sudar. Quería alargar la falta de frío al máximo y fui sudando y sudando hasta que me entró taquicardia. Me alarmé un poco por los golpes que llegó a pegar el corazón y me incorporé para descubrir que había empapado todo de sudor. No solo la ropa sino las sábanas también, cosa que me iba a dar frío el resto del tiempo que me quedaba en la cama.
Había puesto el despertador a las cuatro y media. El plan original eran las cuatro, pero temiéndome que no tendría ganas de desayunar lo retrasé al acostarme. Desgraciadamente, acerté. Solamente forcé la garganta para ingerir otra pastilla de paracetamol, por si hacía algo más que la del día anterior. Volví a andar los dos kilómetros hasta donde se había hecho el briefing, ya que era el cuartel general de la organización y el punto de reunión de los participantes antes de las seis de la mañana.
Con la excusa de razones de seguridad (en realidad, para sacar más cuartos y no montar avituallamientos), la organización obliga a contratar un mochilero, que entre otras cosas es el que lleva en un vehículo todo lo que el participante vaya a consumir. Con la experiencia de lo que me va bien, de casa había llevado agua con azúcar como único combustible y según lo previsto habría bastado. Pero claro, lo previsto era haber cenado y desayunado copiosamente, por lo que corría el riesgo de flaquearme las fuerzas cuando llevase más de veinticuatro horas sin comer nada sólido. En el briefing nos habían dado un montón de geles y barritas y polvos solubles, y los metí en la bolsa que le entregué a mi mochilero por si acaso. Como ya me había dopado, no iba a venir de aquí.
Me tocó un chaval con pinta de buen tío. Por descontado, no le dije nada sobre mi estado. El reglamento de la prueba da potestad a los organizadores de retirar a cualquier deportista que dé muestras de no poder finalizar y no quería que me valorasen con prejuicios. Le dejé mi reloj de diez euros del Decathlon (temiéndome que ninguno de los dos se acordaría de devolverlo en meta) porque tampoco quería saber cuánto tiempo llevaba durante el trayecto. No quería agobiarme por ir más lento de lo que creía. Le pedí que solo me avisase si llevaba ritmo de no poder pasar los cortes.
No solo había un tiempo máximo en meta sino también en dos puntos intermedios. Hasta el primero conocía casi todo el recorrido porque por él transcurre otra competición en la que había participado varias veces. Su principal característica es que depende mucho de las condiciones ambientales. Como ejemplo, entre el mejor de mis tiempos y el peor hay un 25% de diferencia. Tomando el peor de los casos (que era el esperado este año), sumándole lo que podía tardar en los kilómetros extras, y aplicando un factor multiplicativo porque me reservaría para resistir luego dos tramos más, debería pasar el corte. Sin embargo, aplicando otro factor multiplicativo por los posibles efectos de la enfermedad, iba a tener problemas para conseguirlo. De ahí que insistiese al mochilero que controlase si tenía que apretar.
Nunca siento el menor nerviosismo antes de la salida. Esta vez, en la que podía cosechar el mayor fiasco de mi carrera, no fue la excepción. De hecho, nos trasladaban al punto de partida en autocar, en un viaje de unos veinte minutos. Pues al llegar me tuvieron que despertar porque me había quedado traspuesto. Después de bajar, y ante la ausencia de mejoría, a lo loco me metí medio paracetamol más.
Dieron el pistoletazo cuando empezaba a clarear. El punto de salida no permitía que pasáramos todos a la vez, así que dejé sitio a casi todos antes de empezar. Superar los cortes podría venir de unos minutos, pero no de unos segundos. Al cabo de un rato el malestar corporal se hallaba en un nivel relativamente bajo (fuera por la sobredosis farmacológica o porque a esa hora tocaba), aunque la garganta seguía doliendo y no me dejada ni tragar saliva. En cualquier caso, comencé al ritmo planeado, y ya iría ajustando según me fuese sintiendo.
Cuando llevábamos ya tiempo de sobras para que las posiciones estuviesen estabilizadas, me empezó a adelantar gente. Hasta el sector final no tenía ninguna intención de cambiar de velocidad en función de lo que hicieran los rivales, pero la verdad es que me preocupé un pelín. En una larga recta, me giré y no vi a nadie. Le pregunté al mochilero:
—¿Ya voy último?
—No, a lo lejos aún hay un grupito.
Eso debía de significar que no iba tan mal. O que hay gente que se inscribe sin ninguna opción de superar los cortes, que también podía ser. En fin, mientras no me dijese que o aceleraba o no llegaba, yo a lo mío. Por allí hay unos tramos preciosos y la verdad es que a pesar de todo hubo algunos momentos en los que disfruté.
Pasada la mitad del primer sector fui encontrándome participantes, pero como si fuesen gallegos no supe quién adelantaba a quién. Aparecián y desaparecían por los laterales, y yo intentaba memorizar sus dorsales para ver después por dónde habían acabado en la clasificación. Varias veces el mochilero me dijo que iba bien y que si quería tomar algo. Por un lado no tenía el menor rastro de hambre o sed, pero por otro teóricamente ya debería haber agotado las reservas energéticas, así que le iba respondiendo que aún no, que dentro de poco.
Así fui avanzando hasta el primer punto de corte, donde se produjeron dos hechos que marcaron las siguientes horas. A pocos metros de alcanzarlo, me frené para comentar algo con el mochilero. Uno de la organización me gritó que hiciese el favor de cruzar el control. Sobre todo por el tono en el que lo dijo, yo lo interpreté como que ya había pasado el tiempo máximo y que como me entretuviese no iba a ser condescendiente y me descalificaría. ¿¿Y el cafre del mochilero diciéndome todo el trayecto que iba bien de tiempo?? A partir de ahí empecé a desconfiar del chaval. Cuando se llevan horas de esfuerzo es habitual que la suspicacia aparezca. Ya había vivido en otras ocasiones episodios ridículos, sobre todo creyendo erróneamente que cuando me indicaban el camino no me dirigían en línea recta sino dando un rodeo, y ya sabía que de lo que tenía que desconfiar era de mi recelo. Aun así, cada vez que se me acercaba intentaba disimuladamente echar un vistazo a mi reloj para ver la hora. Habría sido tan fácil como pedirle que me la enseñase, pero como me negaba a desdecirme de que no quería saberla, procuraba entrever los números del reloj torciendo infructuosamente el cuello. Un absurdo total.
El otro hecho en realidad se había iniciado un trecho antes. Había empezado a notar frío. A la altura del punto de corte ya estaba claro que no era un destemple pasajero: Había entrado claramente en hipotermia. Era consciente no solo de que ya no me la iba a poder quitar de encima, sino de que tendría que retirarme si se agudizaba. Además de la tortura física comenzó una mental. Si uno tiene que pasar la noche en la montaña sin abrigo, no le queda otra más que aguantar el frío las horas que sea. En cambio, allí sí había alternativa. Podía parar, y en menos de un cuarto de hora estaría bajo una mantita, tomando caldito caliente (bueno, para la garganta eso no era tan tentador). En cualquier caso, la retirada no iba a ser una mera cuestión de fuerza de voluntad. Si el cuerpo bajaba demasiado de temperatura, los síntomas se iban a ir acumulando y no iba a jugarme la vida por cabezonería.
A la media hora o así de haber pasado el punto de corte, el frío era tan intenso que desesperado paré por primera vez para avituallarme aun sin tener todavía ningunas ganas de ingerir nada. Entre los geles había uno con taurina y se lo pedí para ver si mejoraba. Ni idea de cuál es el efecto de la taurina sobre la temperatura corporal, pero iba a la desesperada. Posteriormente, tomaría dos o tres geles más con cafeína (de nuevo, ni idea de si convenían o no; si hubiese tenido uno con estricnina, lo habría probado igualmente). En esas tres o cuatro veces que consumí algo, el mochilero me entregó una botella de agua para beber. Por cortesía le metí un sorbo, escupiendo la mitad de líquido, porque la garganta me abrasaba con cada intento de tragar.
Ninguno de los geles produjo resultados palpables en la temperatura. Por momentos simplemente tenía frío, y por momentos sentía que lo único que impedía que las tiriteras me tomasen era el ejercicio. Si hubiese parado en aquellos instantes, brazos y piernas se habrían puesto a temblar de forma incontrolable. Era chocante que España se encontrase en plena ola de calor y yo estuviese congelado. Me había estado preparando durante meses para el cansancio y el dolor, pero no para el frío.
Igual que el primer sector lo conocía bastante, del segundo apenas sabía más que la longitud. En el briefing había destacado que al principio había un lugar que podía ser peligroso y yo me lo imaginé a unos veinte minutos. Por eso, cuando el mochilero me indicó que estábamos pasando por aquel punto y en el reloj mental llevaba más del doble de tiempo, me vine un poco más abajo. Una vez acabado todo, lo busqué en el mapa y en realidad no estaba tan cerca, pero esta no fue más que una muestra de lo largo que se me hizo el sector. Hacia la mitad dejé además de ver rivales y fue todo una monotonía de recorrido en solitario luchando contra el frío. Para mi enorme sorpresa, ni el hambre ni la fatiga muscular asomaron en todo el período. No tengo muchos más recuerdos de aquellas horas centrales.
En el punto de control, pude ver la hora en el reloj y coincidió con lo que me dijo el mochilero: Iba sobrado. Para completar el último sector disponía de un 50% más de tiempo que si hubiese llegado a la hora del corte. En buenas condiciones, podría hacerme la distancia restante en el 75% de ese máximo, así que podía permitirme ir a mitad de velocidad de crucero y aún llegaría a tiempo igualmente. El crono de corte ya no era una preocupación, solamente mi condición médica.
El tramo final sí lo tenía estudiado al dedillo. Un par de veces había participado en una competición que se celebra en la punta final, pero sobre todo cuenta con unas cuantas referencias fácilmente identificables de las que me había aprendido la distancia en el mapa. Craso error, puesto que los tiempos entre uno y otro se me hicieron mucho más largos de lo calculado. Tampoco ayudó a hacer la marcha llevadera el viento en contra. Es común en esa zona y la previsión meteorológica del día anterior lo predecía. Pero por esperado no resultó menos duro. Al paso de los primeros todavía no se había levantado con fuerza, pero para cuando llegué yo ya soplaba con ganas.
Aún faltaba añadir a la aventura un poco de diversión. Me encontré entrenando tranquilamente en casa durante unos segundos. Huy, huy, que se me estaba yendo la cabeza. Las alteraciones de consciencia son una de las señales de que una hipotermia avanza inexorablemente. No quise advertir de momento al mochilero, aunque si los delirios se agravaban necesitaría de su ayuda para no perder algo más que el rumbo. El peligro en estas circunstancias es que para detectar que pierdes la razón más de la cuenta necesitas un mínimo de razón, y si la pierdes no lo puedes detectar. Los episodios de no tener consciencia de dónde estaba se fueron haciendo cada vez más frecuentes, pero por suerte no más intensos y duraban solamente unos segundos. Así que los mantuve en secreto.
Lo que sí que se acentuó con el paso del tiempo fue una curiosa desconexión entre la consciencia y el lenguaje. Para que se entienda mejor a qué me refiero, cuando comentaba algo con el mochilero no sé si era más como si alguien distinto hablase a través de mi voz, o como si yo hablase a través de la voz de alguien distinto. Lo vivía como espectador, no como protagonista. Cerca de meta se me acercó un vehículo y una juez que iba en él me dijo:
—¡Ánimo, Pastanaga, que ya queda poco!
Por mi boca salió:
—No está la cosa para muchas alegrías.
Que no es que sea una respuesta que viniese muy al caso, pero demuestra lo poco centrado que estaba el que manejaba mis cuerdas vocales, fuese quien fuese.
A pesar de lo mal que iba mentalmente, hacia el final conseguí una explosión de rendimiento. Fue corta, de menos de media hora, pero casi sin darme cuenta me sobrepuse a la impresión de que no avanzaba y cogí ritmo. Se acabó cuando paré para no sé qué y justo antes de reemprender la marcha noté que se me cargaba el cuatríceps derecho. La sensación previa a sufrir una rampa de campeonato, pero en un músculo donde no sabía que se daban. Intentando disimular (todavía iba con el chip de no mostrar debilidades para que no me hiciesen abandonar), estiré patosamente la pierna hasta que se me pasó, pero ya no hubo forma de recuperar el ritmo.
Debió de ser en aquel tramo cuando adelanté a otro participante sin verlo. Me baso en lo que me contó después el mochilero, cuyo conocimiento del lugar me dio ventaja. Intuitivamente, en la parte final yo habría ido por la derecha, ya que era la línea más corta hasta la meta. Él en cambio me fue mandando hacia la izquierda, según me explicó después porque estaba un poco más recogido del viento. El otro en cambio fue por la derecha y se lo comió de lleno, perdiendo varias posiciones.
Quedaría ahora muy bien la descripción del gozo que me llenó al llegar a meta, pero me tendría que inventar alguna mentira para ello. Si hubo algún sentimiento, fue de indiferencia total. Realmente, nunca he sentido alegría en el momento de acabar una prueba, y desde luego aquí no se dio la excepción. Pensaba que al finalizar me entrarían todos los temblores dominados hasta entonces, pero justo aquel fue el mejor estado en cuanto a frío desde el primer control. Sonreí (qué falso) para una foto que el director de la organización se iba haciendo con todos los participantes al llegar y me dejé acompañar hacia los tenderetes donde había la comida.
Por pura inercia, fui a reponer el depósito. Empecé pidiendo un Aquarius, que obviamente tenían en nevera. El dolor de garganta al tragarlo y el escalofrío por su gelidez al llegar al estómago, me hicieron darme cuenta de que en realidad no me apetecía nada. Ni tenía hambre ni apenas cansancio ni nada más que frío por más que estuviera en la solana.
Fui al encuentro del mochilero, que en los metros finales se había apartado, le di las gracias y me retornó el reloj. Lo dejé para meterme en las duchas. Allí ya se me soltó el cuerpo y me puse a tiritar de pies a cabeza. Era una de esas duchas sin marcas en el grifo y que responden con retraso y me volví loco hasta que conseguí que saliera caliente. Vi pasar por ellas varios turnos de participantes hasta que la temperatura me alcanzó las entrañas.
Al salir encontré la clasificación provisional colgada y me llevé dos sorpresas. La primera me la dio mi tiempo. En meta había confundido los segundos y los minutos del cronómetro oficial, y resulta que en verdad había hecho veinte minutos menos de lo que creía. Dentro de la horquilla que a lo largo de la preparación me había otorgado como tiempos razonables, acabé justo en el máximo. Teniendo en cuenta el ayuno, la fiebre, el frío y el viento, no era un resultado esperable en absoluto. Luego en casa comparé los tiempos de los que habían repetido en la edición anterior, y menos el maldito ganador que creo que tardó apenas cinco minutos más, a todos les costó este año entre media y una hora extra.
La segunda sorpresa fue descubrir que todos los dorsales que había visto cerca de mí habían finalizado por detrás de mí. En ruta solamente tenía la certeza de haber adelantado a dos. El mochilero sí me había dicho que había remontado al doble de los que me habían superado al principio, pero como todavía me duraba un poco la desconfianza no le había dado mucho crédito. Más que acabar en mi estado por delante de otros, lo que asombra es que gente tan experimentada (poquitos habría aquel día con menos de diez años de experiencia en el gran fondo) aún no sepa regular al principio de una prueba larga.
Con la ducha, había saltado del frío al calor. Sin necesidad de tocarme, sentía la piel ardiendo. El fisioterapeuta que daba los masajes lo notó y me comentó que seguramente tendría fiebre, que era normal despueś de un esfuerzo como aquel. Aunque ya no pasaba nada por reconocerlo, seguí ocultando que la había traído de casa. Ni siquiera al mochilero se lo confesé después, charlando con más calma mientras llegaban los últimos competidores (tanto que me había preocupado, y fueron condescendientes sin descalificar a los que llegaron hasta media hora después del anunciado cierre de control). Lo que sí quise dejar claro fue que nunca mais. Con los meses, el cerebro va borrando del recuerdo las peores sensaciones y ahora mismo no me importaría repetir. Por eso quise declarar ante testigos que no volvería a participar en esa carrera, para impedir un cambio de opinión una vez la memoria olvidase lo mucho que había sufrido. Lo que no dije en ningún momento fue que no fuese a hacer alguna otra más larga en el extranjero.
Como conclusión, considerando las condiciones adversas habría estado bastante satisfecho si no lo hubiese empañado recurriendo a la ayuda farmacéutica. Ayuda que por cierto se acabó ampliando porque los dolores de garganta y las fiebres se alargaron tres semanas. De todos modos, en cama y escupiendo sangre solamente me pasé el día siguiente, y a las ochenta horas de la última comida ya volví a ingerir sólidos.