Menuda puta mierda el brasero y la madre que lo parió. El primer día que te pones en una mesa camilla con el brasero sientes un confort inmediato al meter las piernas bajo el tapete, y dices, joder qué invento más bueno. Pero no. Al rato, te das cuenta de que en realidad no te calienta el cuerpo, de que en realidad te quema los pies y las espinillas mientras la cara la tienes como los polos y las manos lo mismo. El quemaúñas, lo llamo yo. Adicionalmente, según sales del brasero todo el calor que pudieras tener en el cuerpo (en las piernas, vaya) se te va en un minuto, porque el resto de la casa está frío, y te tienes que meter de nuevo dentro. Como te tires mucho tiempo, y si no hay calefacción en el resto de la estancia, tienes las piernas ardiendo y el resto helado. En casas donde el sistema de calefacción es el brasero, estás obligado a estar ahí todo el día, sin moverte. Si tienes la mala suerte de que estás en una casa así en Andalucía, además de quemarte las uñas, te has tragado dos horas de programación de Canal Sur.
Con las chimeneas pasa lo mismo que con las hogueras en las acampadas: te pones delante y te quemas la cara y la espalda la tienes helada. A no ser, claro, que la chimenea lleve eones encendida y haya calentado la estancia, o sea de esas exentas que sí irradian el calor en todas las direcciones y no sólo en una. Sí está bien, sin embargo, el sistema que hay en algunas casas donde las chimeneas son a la vez chimenea y caldera de un sistema de calefacción, esto es, que la chimenea lleva asociada un circuito de calefacción.
Para que uno esté a gusto y cómodo en casa, la casa en su totalidad tiene que estar caldeada y calentita, y no tener un par de puntos calientes en los que te tienes que meter. Y esto no lo consiguen ni quemaúñas, ni estufas catalíticas, ni hostias en vinagre. Se consigue con una buena calefacción.