Maravilloso el artículo de Alfonso Ussía sobre Carmina Ordoñez hoy en ''La razón'':
Carmen Ordóñez era hija de Antonio Ordóñez, el mejor torero que ha parido madre. Sobrina de Luis Miguel Dominguín, el gran Miguel, otro fenómeno artístico y humano de aquella generación fabulosa. Mujer de Francisco Rivera, «Paquirri», torero de Barbate, sabio y poderoso, muerto en la plaza cordobesa de Pozoblanco. Y madre de Francisco Rivera Ordóñez, que lleva en su estilo lo que trae de sí mismo y rasgos del abuelo, del tío y de su padre. Ser hija, mujer y madre de toreros no es fácil. Era Carmen, además, guapísima, desmedida, sincera, melancólica y luminosa. A muchos les caía mal su aparente distancia con la realidad. Eligió su vida, y eso tampoco es sencillo. Era la pasión andante, quebrada rondeña, marisma rociera, y campo abierto de «Los Tinajones», norte de Sevilla. También figura de acuarela morisca de Marraquech o Tánger. Los que acostumbran a vivir de noche dicen que era la atracción de todas las miradas que confluyen en los locales de copas. Y también que su generosidad no tenía límites ni cautelas.
La conocí de niña, en la playa de Ondarreta de San Sebastián, en plena Semana Grande. Toreaba don Antonio Ordóñez Araujo en El Chofre, y Carmina su mujer y sus dos hijas se quedaron una temporada en el Hotel María Cristina. El maestro presumía de Carmuca así la llamaba , y de Belén, que eran dos morenas diminutas. Ninguna ha tenido excesiva suerte en la vida. A Carmen le tentó el dinero fácil de las exclusivas, y nunca lo negó, como hacen otros. Lo reconocía con desparpajo y descaro. La pisotearon quienes hoy tratan a seres inmundos y viven de la miseria de personajillos deleznables. Carmen hizo lo que quiso, pero jamás fue deleznable. Era ella, y con eso bastaba y sobraba. Al final de su vida tuvo que soportar a un violento chulo que removía injurias y calumnias con el apoyo de dos nauseabundos batracios que escriben y aparecen en los platós de las televisiones. Ayer mismo, uno de los batracios, con apariencia de batracio hembra, derramó más bilis aún sobre su cadáver.
Apenas conocí a «Paquirri», pero mucho y hondamente a Antonio Ordóñez. El maestro de Ronda ha sido en el toreo lo que Beethoven o Mozart en la música. La perfección, el prodigio, el clamor. Y soy amigo de Francisco Rivera Ordóñez, un gran torero que tiene que soportar, además de la presencia del toro, el acoso de un reporterismo barato e implacable. Sólo por ser hija de Antonio y madre de Francisco estoy del lado de Carmen Ordóñez. Estoy, por ello, del lado de los que sienten su muerte y sus últimas tristezas. Y le envío, no sé, a Ronda, a Sevilla, a los pinares y dunas que llevan hasta el Rocío, a sus paisajes de Marruecos, estos pensamientos encadenados en forma de elegía. Las últimas palabras a una mujer bellísima que cumplió intensamente con la vida.
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