Ok pues tocho!
SIN NOVEDAD EN FRENTE
Capítulo VIII
Reconozco, todavía, las barracas del campamento. Aquí es donde Himmelstoss educó a Tjaden. Pero no conozco apenas a nadie. Todos han cambiado como pasa siempre. Únicamente queda alguno de los que antes tan sólo veía de pasada.
Cumplo mecánicamente mi servicio. Por las noches voy casi siempre al Hogar del Soldado. Hay revistas que, sin embargo, no leo nunca. Y hay, también, un piano en el que me gusta tocar. Sirven dos mujeres, una de ellas joven.
El campamento está cerrado por una cerca de estacas y alambre de púas. Cuando regresamos tarde del Hogar del Soldado necesitamos un pase para entrar. Pero quien se entienda bien con el centinela puede pasar, naturalmente, sin el papel.
Cada día hacemos ejercicios tácticos de compañía en el arenal, entre matas de enebro y abedules. Es soportable cuando uno se resigna. Corremos hacia adelante, nos tiramos al suelo y, entonces, el aliento hace oscilar los tallos de hierba y las florecitas. La arena clara, vista de tan cerca, es pura como en un laboratorio, formada por miles y miles de minúsculos granitos. Se siente un extraño deseo de hundir la mano en ella. Sin embargo, más hermosos son los bosquecillos con su cenefa de abedules. Cambian de color a cada instante. Ahora los troncos brillan con una esplendorosa blancura mientras, sedosa y alada, planea entre ellos, como pintada al pastel, la luz verdosa que tamiza el follaje. Un momento después todo es de un azul opalino que se platea en los límites del bosque y funde la antigua tonalidad verde; pero enseguida, cuando una nube pasa ante el sol, todo oscurece hasta llegar casi al negro en el lugar cubierto por la sombra. Y esta sombra corre a través de los troncos como un fantasma y los hace palidecer, hasta que se aleja después por el arenal perdiéndose en el horizonte. Se yerguen de nuevo los abedules como solemnes estandartes, llevando en sus blancos troncos el incendio, oro y grana, del coloreado follaje.
Me abstraigo a menudo en este juego de luces delicadas y de sombras transparentes, hasta el punto que no oigo casi las voces de mando. Cuando uno se siente solo es cuando empieza a observar la naturaleza y a amarla. Aquí yo no tengo ninguna relación ni tampoco deseo, con los que me rodean, más trato que el usual. Apenas si nos conocemos, entre nosotros, para hacer algo más que charlar un poco y, por la noche, jugar alguna partida de cartas.
Al lado de las barracas hay el gran campamento de los rusos. Está, ciertamente, separado del nuestro por alambre espinoso; pero, sin embargo, los prisioneros consiguen pasar hacia nuestro lado.
Tienen un aspecto tímido y temeroso a pesar de que, la mayor parte, son altos y barbudos. Parecen unos humildes perros de san Bernardo a quienes alguien haya zurrado.
Se deslizan silenciosos por los alrededores de nuestras barracas y hurgan en los barriles de basura. ¡Es posible imaginar lo que encontraran en ellos! Nuestra comida es ya escasa y mala. Nabos cortados en seis trozos y cocidos tan sólo en agua; pequeñas zanahorias llenas, todavía, de tierra. Las patatas picadas son ya un manjar exquisito y la suprema delicia es una sopa de arroz, muy clara, en la que, se supone, deben nadar unos pequeños pedazos de tendón de buey. Sin embargo, están cortados a trocitos tan menudos que no es posible encontrarlos. Naturalmente nos lo comemos todo. Si alguien, por casualidad, se siente tan opulento que no termina de rebañar el plato, hay diez más que esperan hacerlo con mucho gusto. Tan sólo los restos que la cuchara no puede coger caen, junto con el agua del fregadero, en los barriles de basura. También alguna vez pueden mezclarse piles de zanahoria, unos pocos pedazos de pan enmohecidos y otras porquerías.
Esta agua insubstancial, turbia y sucia es lo que buscan los prisioneros. La extraen ávidamente de los pútridos barriles y se le llevan bajo sus blusas.
Produce extrañeza ver de cerca a nuestros enemigos. Tienen unos rostros que os hacen pensar; caras de buenos campesinos con la frente ancha, amplia nariz, labios gruesos, grandes manos y cabello espeso. Habría que emplearles en labrar, segar o recoger las manzanas. Tienen un aspecto todavía más bonachón que el de nuestros campesinos frisones.
Entristece ver sus movimientos, su forma de mendigar un poco de comida. Todos están muy débiles porque reciben lo justo para no morirse de hambre. Nosotros mismos hace tiempo ya que no saciamos nuestro apetito.
Sufren de disentería y algunos de ellos, con mirada temerosa, os enseña a escondidas el paño de su camisa sucio de sangre. Tienen las espaldas y la cerviz inclinadas, las rodillas dobladas y os miran oblicuamente, de abajo arriba, cuando os alargan la mano y con las pocas palabras que conocen mendigan..., mendigan con sus suaves y dulces voces debajo que evocan las grandes estufas encendidas y las silenciosas estancias de su país.
Algunos los echan al suelo de una patada; sin embargo, son los menos. La mayor parte no les hace nada; pasan, sin mirarles, por delante de ellos. A veces, palabra, da rabia verlos tan miserables y es entonces cuando les dan algún puntapié. Si, al menos, no mirasen de esta manera. ¡Cuánta aflicción puede caber en aquellas dos pequeñas manchas que podríais tapar con vuestros pulgares; en los ojos!
Por la noche vienen a las barracas y tratan de comerciar. Cambian cuanto tienen por un poco de pan. A veces les va bien porque las botas que llevan son buenas y las nuestras malas. El cuero de las suyas, tan altas, es de una suavidad extraordinaria, verdadero cuero de Rusia. Los hijos de campesinos que hay entre nosotros y que reciben víveres de su casa, pueden adquirirlas. El precio de un par de botas es, poco más o menos, dos o tres panes de munición o un pan y un salchichón pequeño y reseco.
Sin embargo, hace ya tiempo que casi todos los rusos se han desprendido de lo que tenían. No llevan nada más que un miserable vestido e intentan cambiar pequeñas esculturas y diversos objetos que hacen con fragmentos de metralla y con pedazos de cobre de las anillas de obús. Por estas cosas, naturalmente, sacan muy poco, a pesar de que están hechas con mucho trabajo. Las cambian por unas rebanadas de pan. Nuestros campesinos son tozudos y diestros en el regateo. Sostienen el pedazo de pan o de salchicha bajo las mismas narices del ruso hasta que el deseo de comérselo le hace palidecer, pone los ojos en blanco y todo le da igual. Entonces ellos envuelven cuidadosamente su presa, sacan su gran cuchillo de bolsillo y, poco a poco, calmosamente, cortan para sí mismos un pedazo de pan de sus provisiones y, después de cada mordisco, roen como recompensa un pedazo de su salchichón seco. Es irritante verlos comer así; te entran ganas de golpear sus duras cabezas. Hay que decir, sin embargo, que apenas les conocemos.
***
Estoy muy a menudo de centinela con los rusos. En la oscuridad pueden verse sus figuras alargadas moviéndose como cigüeñas enfermas, como enormes pájaros. Se acercan al alambre y aprietan el rostro, oprimen con sus dedos la malla. A veces se colocan uno al lado de otro, en largas hileras. Respirando la brisa que les llega de los bosques y del brezal.
No suelen hablar y si lo hacen dicen pocas cosas. Son más humanos y casi diría, más fraternales entre ellos que nosotros. Pero esto quizá provenga tan sólo de que se sienten desgraciados. Aunque no es preciso reconocer que esperar tan sólo a disentería no es una vida agradable.
Los viejos reservistas que los vigilan cuentan que antes estaban mucho más animados. Tenían, como suele ocurrir siempre, relaciones sexuales entre ellos y, a menudo, se enzarzaban en peleas a puñetazos o a cuchilladas. Ahora ya están embotados e indiferentes. La mayoría ni siquiera se masturba de tan débiles como se encuentran; antes la cosa llegaba a alcanzar tales proporciones que lo hacían, a un tiempo todos los hombres de un barracón.
Permanecen de pie, contra la alambrada. De vez en cuando, uno de ellos oscila y desaparece; inmediatamente, otro ocupa su lugar en la hilera. La mayoría no habla. Algunos tan sólo os piden la colilla.
Contemplo sus oscuras siluetas. De sus barbas ondean con la brisa. No sé de ellos nada excepto que son prisioneros y, precisamente, esto es lo que me conmueve. Su vida es anónima e inocente... Si supiera algo más de ellos, cómo se llaman, cómo viven, cuáles son sus anhelos, que es lo que les mueve, mi emoción tendría un objeto y podría convertirse en compasión. Ahora, sin embargo, detrás de ellos no veo sino el dolor de la criatura, la terrible melancolía de la existencia y la falta de misericordia en los hombres.
Una orden ha convertido a estas sombras tranquilas en enemigos nuestros; otra orden podría convertirles en nuestros amigos. En una mesa cualquiera, unos caballeros que nadie de nosotros conoce firman un escrito y he aquí que, desde aquel momento, por largo tiempo, nuestra suprema obligación consiste en hacer aquello que, en tiempo normal, es abominado por todo el mundo y castigado con la última pena. ¡Quién sería capaz de hacer, todavía, distinciones viendo a estos hombres tranquilos, con sus caras de niño y sus barbas de apóstol! Cada cabo es para los reclutas y cada profesor para los alumnos un enemigo peor que estos hombres para nosotros. Y, no obstante, volveríamos a disparar contra ellos y ellos contra nosotros, si estuvieran libres.
Me aterro; no debo adentrarme en estos pensamientos. Esta senda conduce al abismo. Todavía no ha llegado la hora. Pero no quiero perder esta idea, quiero conservarla, quiero esconderla cuidadosamente hasta que la guerra termine. Mi corazón late con fuerza; será este mi propósito, aquella finalidad definitiva, la única en la que pensaba en la trinchera, aquella que yo buscaba como mi razón para vivir después de esta gran catástrofe de toda la humanidad? ¿Será ésta la labor que justifique mi vida futura, la misión digna de estos años de horror?
Saco mis cigarrillos, los parto por la mitad y los reparto entre los rusos. Se inclinan y los encienden. Ahora en sus caras brillan unos puntitos rojos. Me consuelan: parecen ventanitas de alguna alquería en la oscuridad, indicando que en su interior existe un acogedor refugio.
***
Pasan los días. Una mañana neblinosa entierran a otro ruso; ahora, casi cada día mueren algunos. Precisamente estoy de centinela cuando los sepultan. Los prisioneros cantan un himno religioso; lo cantan a varias voces y resuena, sin embargo, muy débilmente, como si apenas fueran voces, como un órgano lejano, allí, en el brezal. Las exequias son breves.
Por la noche vuelven a alinearse en la alambrada y respiran la brisa de los bosques de abedules. Las estrellas son frías. Ahora conozco ya a algunos que hablan bastante bien el alemán. Uno de ellos es músico y me cuenta que había actuado como violinista en Berlín. Cuando le digo que yo tecleo un poco el piano va a por su violín y se pone a tocar. Los demás se sientan y apoyan su espalda en la alambrada. Él permanece de pie, tocando; a veces adquiere aquella expresión de irrealidad que tienen los violinistas cuando cierran los ojos; después balancea, de nuevo, su instrumento al compás de la música y me sonríe.
Debe tocar canciones populares porque los otros compañeros le acompañan tarareando. Son como una oscura cordillera que resonase por debajo de la tierra. Y la voz del violín se levanta por encima de ella como una esbelta adolescente, clara y solitaria. Las voces callan y queda tan sólo el instrumento —tiene un sonido delgado y débil, en la noche; diríase que tiembla; hemos de acercarnos para oírlo; mejor estaríamos en una sala—; aquí, al aire libre, entristece escuchar esta voz que vaga solitaria.
***
No me conceden permiso ningún domingo porque hace poco que he tenido una licencia larga. Por esta razón, el domingo anterior a mi partida vienen a verme mi padre y mi hermano mayor. Pasamos el día en el Hogar del Soldado. ¿Dónde podíamos ir, si no quería llevarles a los barracones? Al mediodía vamos a pasear por el campo.
Las horas transcurren tristemente. No sabemos de qué hablar. Por fin lo hacemos de la enfermedad de mi madre. Ya se ha confirmado que tiene cáncer. Está en el hospital y la operarán muy pronto. Los médicos confían en que sanará, pero nosotros no conocemos todavía ningún caso de curación de cáncer.
—¿Donde está?– pregunto.
—En el hospital de Santa Lucía– dice mi padre.
—¿En qué clase?
—En tercera. No sabemos lo que costará la operación. Ella misma quiso que la pusiéramos en tercera clase. Dijo que así podría distraerse un poco más... y es más barata.
—Así está en una sala común. ¡Con tal de que pueda dormir por las noches!
Mi padre asiente con la cabeza. Tiene un rostro fofo lleno de arrugas. Mi madre ha estado enferma muy a menudo y aunque, en realidad, sólo ha ido al hospital cuando se ha visto obligada de todas maneras ha costado mucho dinero y, por esta razón, la vida de mi padre ha sido muy sacrificada.
—Si por lo menos supiéramos lo que costará la operación– dice él.
—¿No lo habéis preguntado?
—Directamente, no. No puede hacerse... Si resulta que el médico se molesta no es conveniente, ¿sabes?; verás, al fin y al cabo son ellos los que operarán a tu madre.
—Sí —pienso amargamente—, somos así nosotros, los pobres. Nunca nos atrevemos a preguntar el precio a pesar de que nos preocupe terriblemente. En cambio, los otros, los que no precisan saberlo, encuentran muy natural fijar por adelantado el precio de la operación. Y con ellos el médico no se molesta nunca.
—Las vendas, además, también son muy caras –dice mi padre.
—¿La casa de socorro no contribuye en nada? –pregunto.
—Hace demasiado tiempo que tu madre está enferma.
—¿Y vosotros tenéis algo?
Mueve la cabeza.
—No. Pero puedo volver a hacer horas extras.
Sí, ya lo sé; permanecerá hasta media noche en su mesa, doblando, pegando y cortando. A las ocho de la tarde comerá alguna de esas cosas sin ninguna sustancia que se obtienen a cambio de los bonos de racionamiento. Después tomará unos polvos contra el dolor de cabeza y... vuelta a empezar.
Para distraerle un poco, le cuento algunas anécdotas que se me ocurren. Chistes de soldado y cosas por el estilo, que se refieren a generales o sargentos mayores que, de una forma u otra han quedado en ridículo.
Después les acompaño a la estación. Me dan un bote de mermelada y un paquete de buñuelos de patata que mi madre todavía tuvo tiempo de cocinar para mí.
El tren parte y regreso al campamento.
Por la noche extiendo un poco de mermelada sobre algunos buñuelos e intento comérmelos. No me gustan. Entonces salgo para dárselos a los rusos. Pienso, sin embargo, que los ha hecho mi misma madre y que, quizá, tenía dolores mientras estaba frente al fogón. Coloco el paquete dentro de la mochila y tomo dos, tan sólo, para darlos a los rusos.
Sin novedad en el frente
Erich Maria Remarque
Editorial Bruguera
Erich María Remarque (1898-1970) PEQUEÑA BIOGRAFIA
Novelista alemán nacionalizado estadounidense. Nació en Osnabrück, Alemania, y estudió en la Universidad de Münster. Sirvió en el ejército alemán durante la I Guerra Mundial. Reunió todos los recuerdos de su experiencia de la guerra en Sin novedad en el frente (1929). Esta descarnada obra realista, en la que se describe con implacable claridad y cálida compasión el sufrimiento, el valor y la camaradería de los soldados rasos, y en la que se encierra una amarga condena del militarismo, se convirtió en una de las novelas más leídas de todos los tiempos.
Se hicieron tres versiones cinematográficas de este libro. En una continuación, El camino de la vuelta (1931), Remarque presentaba un vivo cuadro de la Alemania de posguerra. Enemigo del nazismo, abandonó Alemania en 1932 y en 1939 se fue a los Estados Unidos, de donde se hizo ciudadano en 1947. Otros libros suyos son: Arco de Triunfo (1946), Tiempo de vivir, tiempo de morir (1954) y La noche de Lisboa (1964).