Después de una experiencia con una zorra he llegado a la conclusión de que hay creadores y eruditos. Los creadores hemos de tener un punto de misterio, de enfermiza maldad, algo inútil en un erudito; los creadores nos tenemos que servir de los instintos mas bajos que conoce el ser humano como el hambre o las ganas de follar. El arte de vivir solo lo veo al alcance de un erudito, y en cierta medida lo envidio.
De todas las artes, dicen los eruditos, la música es la más profunda. La música da energía al cuerpo y templa el alma. Marsilio Ficio curaba con la lira tanto como con las hierbas. Es, como la poesía, el lenguaje de la emoción y la emoción la materia prima del arte. Quien ha leído a Juan Ramón tiene que amar por fuerza la música.
Gracias a la tecnología, la genialidad de músicos como Furtwangler ha quedado como testimonio comprobable de una sensibilidad perdida y una época musical que ya no se verá más. Oyendo a Furtwangler, lo de ahora parece lleno de brillantez, tecnología y precisión, pero carente de la sensibilidad que todo lo transfigura y que eleva la música del plano de la interpretación correcta al umbral del misterio creador.
En arte, de una teoría no se deduce nunca unívocamente una forma, sino que ésta se elige subjetivamente para acompañar la teoría. Así sucedió con los intérpretes objetivos de la música; se confundió la fría precisión acelerada de Toscanini, espléndida por otra parte, con la verdadera intención objetiva de Beethoven, intención irrecuperable porque cada época redefine la objetividad a su manera. “Toscanini interpreta lo que está en las notas, decía Furtwangler, yo interpreto lo que hay entre ellas.”
No hay dos grabaciones suyas que sean iguales, pero además, y aquí está lo prodigioso, una pieza dirigida por él parece completamente nueva aunque se haya oído cientos de veces. Furtwangler es capaz de hacer oír por primera vez la obertura de Tannhauser o la Quinta de Beethoven y replantear lo que había pretendido decir su creador. Basta oír el principio de la Quinta Sinfonía, la llamada del destino, que Furtwangler logra transformar y darla como una inquietud y no como una llamada; basta oír el adagio vacilante de su Novena Sinfonía, preñado de misterio o la marcha fúnebre de la Heroica para ver que estamos en otro mundo, ante fragmentos de una sensibilidad perdida, y que el mundo, de repente, se ha hecho más rico por ello. Furtwangler hacía de cada interpretación una obra de arte, y en eso consiste el arte de la vida.
Un gran cocinero compone una obra de arte para el gusto, y el buen gourmet asiste al recital, recibe y consume la obra y la transforma en emoción estética, haciendo de su interpretación una obra de arte. Los cuadros, los libros, los perfumes, hasta los conciertos se guardan para repetir su uso: la vida, como la cocina, cuando es arte, no se puede congelar; es, como el orgasmo, un arte del momento, que se consume en su propio ardor y hay que tomar caliente.
Pero lo que no emociona o sobrecoge no es arte. Es el placer de la discriminación que lleva a discernir. Tener buen gusto requiere trabajo, y al criterio innato se suma el ejercicio de comparación. Yo había estado en cincuenta partidos de fútbol y no penetré la verdad en lo que es el fútbol hasta presenciar un Barcelona-Real Madrid, como comprendí lo que es el jamón serrano hasta que probé el jabugo. Para saber de algo hay que tocar su perfección.
Un erudito escoge, analiza, clasifica, critica, corrige, diseca hasta alcanzar ese conocimiento que es poder pero que atan a la materia y arrastran a las miserias del conocimiento devenido en poder egoísta; la vida difícilmente puede manifestarse plenamente al erudito, sólo puede revelarle lo que entra por la lente y lo que responde a las teorías previas.
Pero si Furtwangler fue un erudito, no se le debería llamar así; por encima de erudito fue artista y genio. Porque la vida es un misterio a experimentar y no un problema a resolver, para el arte de vivir, por encima de todo hay que ser artista y tener sensibilidad. El deber creador del artista le hace moverse entre el cielo y el infierno. Y, a veces, se equivoca. Su vocación es superarse y experimentar nuevas formas; es su inquietud intentarlo, pero no siempre consigue dar con la obra maestra. Puede y suele quedarse en pruebas de aprendices.
REINCARNATIONMAN rebuznó:
En cada instante se alza hacia la perfección una forma en semblante o gesto, un tono sobre las colinas o en el mar, alguna emoción, intuición o vislumbre es irresistiblemente atractivo y real, pero solo en ese instante. El gozo no está en el fruto de la experiencia, sino en la experiencia misma, mientras esta sucediendo, huidiza, pero solo lo fugitivo permanece y dura.
Con esa noción del esplendor de la experiencia y de su sobrecogedora brevedad, recogiendo todo lo que somos en un desesperado esfuerzo por ver y tocar, difícilmente queda tiempo para teorizar sobre las cosas que vemos y tocamos.
El éxito en la vida es arder siempre con esa llama y mantener su éxtasis. El fracaso consiste en formar hábitos, sombras de un mundo estereotipado, porque solo la rudeza del ojo hace iguales dos personas, situaciones o cosas.
El arte de vivir se aprende, cuando no se está negado por carencias de espíritu y sensibilidad, en cuyo caso mejor dedicarse a criticar y a corregir palabras. Yo prefiero, como Furtwangler, saltar fuera de notas y palabras. “A rose is a rose is a rose”, decía Gertrude Stein, mientras Buda alzaba una rosa con la mano sin decir nada.
Saludos