Refugio literario

stavroguin 11

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14 Oct 2010
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"Las enfermeras, aquellas putas, no compartían nuestro destino, sólo pensaban, por el contrario, en vivir mucho tiempo, mucho más aún, y en amar, estaba claro, en pasearse y en hacer y volver a hacer el amor mil y diez mil veces. Cada una de aquellas angélicas se aferraba a su planecito en el perineo, como los forzados, para más adelante, su planecito de amor, cuando la hubiéramos diñado, nosotros, en un barrizal cualquiera, ¡y sólo Dios sabe cómo!
Lanzarían entonces suspiros rememorativos especiales que las volverían más atrayentes aún; evocarían en silencios emocionados los trágicos tiempos de la guerra, los fantasmas... «¿Os acordáis del joven Bardamu -dirían en la hora crepuscular, pensando en mí-, aquel que tanto trabajo nos daba para impedir que protestara?... Tenía la moral muy baja, aquel pobre muchacho... ¿Qué habrá sido de él?»
Algunas nostalgias poéticas en el momento oportuno favorecen a una mujer tan bien como los cabellos vaporosos a la luz de la luna.
Al amparo de cada una de sus palabras y de su solicitud, había que entender en adelante: «La vas a palmar, gentil soldado... La vas a palmar... Es la guerra... Cada cual con su vida... Con su papel... Con su muerte... Parece que compartimos tu angustia... Pero no se comparte la muerte de nadie... Todo debe ser, para las almas y los cuerpos sanos, motivo de distracción y nada más y nada menos y nosotras somos chicas fuertes, hermosas, consideradas, sanas y bien educadas... Para nosotras todo se vuelve, por automatismo biológico, espectáculo gozoso, ¡y se convierte en alegría! ¡Así lo exige nuestra salud! Y las feas licencias del pesar nos resultan imposibles... Necesitamos excitantes, sólo excitantes... Pronto quedaréis olvidados, soldaditos... Sed buenos y diñadla rápido... Y que acabe la guerra y podamos casarnos con uno de vuestros amables oficiales... ¡Sobre todo uno moreno!... ¡Viva la patria de la que siempre habla papá!... ¡Qué bueno debe de ser el amor, cuando vuelve de la guerra!... ¡Nuestro maridito será condecorado!... Será distinguido... Podrás sacar brillo a sus bonitas botas el hermoso día de nuestra boda, si aún existes, soldadito... ¿No te alegrarás entonces de nuestra felicidad, soldadito?...»

Parece sacado de este foro, ¿verdad?

Pues no. Lo escribió el célebre escritor y antisemita Louis-Ferdinand Céline en una de las mejores novelas del siglo XX. El mismo que, tras mantener una postura anarquista y libérrima durante muchos años se degradó más tarde gimoteando por un perdón carcelario para poder lamerle las botas a su mujer. Nadie puede mantener su pose eternamente.

Hace muchos años el libro fue para mi un gran descubrimiento. No sólo por su originalidad y calidad literarias, sino por perlas como la antecedente. Verdades de relumbrón sobre la naturaleza femenina, que hoy sólo pueden encontrarse en la literatura. Nadie produciría una película misógina, ningún columnista de prensa se atrevería a escribir algo así, ningún sello musical promocionaría música misógina (raperos violadores excluídos, of course). Hay verdades que sólo puedes descubrir (o confirmarlas si ya las piensas) en pasta de celulosa encuadernada...

Lo recordé estos días mientras tapaba una de mis graves lagunas culturales leyendo por primera vez "Nuestra señora de París", de víctor Hugo. La historia de los amores de la gitanilla Esmeralda también parece surgida de las profundidades del Rapiñas: se enamora del alfa prototípico, en capitán Febo: superficial, petulante, falso y crápula, pero con brillante uniforme y unos bigotes que compensan lo anterior. A su lado, el pagafantas Quasimodo, que le salva la vida a cambio de alguna caricia en su inmunda cabezota, el cura que la lleva a la horca (calvo, maduro, de sotana raída y enamorado como un poseso) y, lo mejor de todo: el dramaturgo que puede salvarle la vida pero prefiere proteger a la cabra amaestrada (papel especial para Filimbi). En la vida real se necesitarían más personajes como ese.

En fin ,os animo a postear textos o referencias de autores que os hayan parecido especialmente penetrantes y ácidos al describir la naturaleza femenina. Yo termino esta entrada con una muy manida de nuestro amigo Quevedo:

A LA EDAD DE LAS MUJERES

De quince a veinte es niña; buena moza
de veinte a veinticinco, y por la cuenta
gentil mujer de veinticinco a treinta.
¡Dichoso aquel que en tal edad la goza!

De treinta a treinta y cinco no alboroza;
mas puédese comer con sal pimienta;
pero de treinta y cinco hasta cuarenta
anda en vísperas ya de una coroza.

A los cuarenta y cinco es bachillera,
ganguea, pide y juega del vocablo;
cumplidos los cincuenta, da en santera,

y a los cincuenta y cinco echa el retablo.
Niña, moza, mujer, vieja, hechicera,
bruja y santera, se la lleva el diablo
 
"Sexo oral y placer. Vení, desnudáme completa y yo me encargo de tu placer. Seguro no te arrepentís. 30 €".
 
Ya posteé este mismo capítulo hace años, con otro motivo, pero vaya hoy para poner en su lugar a dos de las subespecies que más desdén me producen en este mundo: las mujeres y los progresistas. No les digo nada si se trata de una mujer progresista.

"Creo que por el resentimiento que Norma tenía hacia mí se apareció uno de aquellos días con un ser epiceno llamado Inés González Iturrat. Enorme y fortísima, con visibles bigotes, de pelo canoso, vestía traje sastre y llevaba zapatos de hombre. A no ser por sus pechos eminentes, vista de golpe, podía cometerse el error de llamarla “señor”. Enérgica y eficaz, ejercía un dominio completo sobre Norma.
—Yo a usted la conozco —dije.
—¿A mí? —comentó con irritada sorpresa, como si esa posibilidad fuera ofensiva; ya que Norma, como es natural, le había hablado mucho de mí.
En rigor, tenía la idea de haberla visto en alguna parte, pero recién al final de la incómoda entrevista (necesitaba vigilar el número 57 detrás de su corpachón) aclaré aquel pequeño enigma.
Norma revelaba nerviosos deseos de que hubiese algo así como una polémica: sus reiteradas derrotas conmigo la hacían esperar con vengativa satisfacción la idea de una ruinosa discusión con aquel sabio atómico. Pero yo, que tenía la cabeza en otra parte y que no podía ni debía apartar mi atención del número 57, no mostré el menor interés en argüir con aquel producto. Desgraciadamente, como en otra ocasión hubiera hecho, me era imposible levantarme.
El pecho de Norma subía y bajaba como un fuelle.
—Inés fue mi profesora de historia, ya te dije.
—Así es —comenté cortésmente.
—Somos un grupo de chicas muy unidas y ella es nuestro mentor.
—Excelente —dije, en el mismo tono.
—Comentamos libros, vamos a exposiciones y conferencias.
—Muy bueno.
—Hacemos excursiones con fines de estudio. —Magnífico.
Su irritación iba aumentando. Casi indignada ya, agregó —Ahora estamos haciendo visitas comentadas a las galerías con ella y el profesor Romero Brest.
Me miró con ojos que echaban fuego, esperando mi comentario. Con urbanidad, dije: —Qué buena idea. Casi gritando agregó:
—Tú crees que las mujeres sólo deben ocuparse de. limpiar pisos, de fregar platos y de cuidar el hogar.
Un individuo con una escalera pareció querer entrar en la puerta del número 57, pero al verificar el número siguió hasta la puerta siguiente. Calmados mis nervios, le rogué que, por favor, repitiese la observación última, que no había oído bien. Se enfureció todavía más.
—¡Claro! —exclamó—. Ni siquiera oyes. Hasta ese punto te interesan mis opiniones.
—Me interesan mucho.
—¡Farsante! Mil veces me has dicho que las mujeres son distintas a los hombres.
—Mayor razón para que me interesen sus opiniones. A uno siempre le interesa lo que es distinto o desconocido.
—¡Ah, de modo que admites que para ti una mujer es algo completamente distinto a un hombre!
—No hay que exaltarse por un hecho tan evidente, Norma.
La profesora de historia, que había seguido la escena con gesto duramente irónico, advertida, como seguramente lo estaba, de que yo era un individuo oscurantista, intervino:
—¿Le parece?
—¿Le parece qué? —pregunté con ingenuidad.
—Eso. Que sea evidente —subrayó mordazmente la palabra—, la diferencia entre un hombre y una mujer.
—Todo el mundo está de acuerdo que entre un hombre y una mujer hay algunas apreciables diferencias —le expliqué con calma.
—No nos referimos a eso —replicó con helada furia la educadora—. Y usted bien lo sabe.
—¿A eso? ¿Qué es eso?
—Al sexo, a lo que usted bien sabe —agregó cortante.
Parecía un cuchillo filosísimo y desinfectado.
—¿Le parece poco? —pregunté.
Me estaba poniendo de buen humor, y por lo demás alivianaban mi espera. Sólo seguía molestándome esa vaga sensación de haber visto alguna vez a la profesora y no poder recordar dónde.
—¡No es lo más importante! Nos estamos refiriendo a lo otro, a los valores espirituales. Y las diferencias que ustedes establecen entre la actividad de un hombre y de una mujer son típicas de una sociedad atrasada.
—Ah, ya comprendo —comenté con mucha serenidad—. Para ustedes la diferencia entre el útero y el falo es un resabio de los Tiempos Oscuros. Va a desaparecer junto con el alumbrado a gas y el analfabetismo.
La educadora se puso roja: aquellas palabras no sólo la indignaban sino que la avergonzaban, pero no la pronunciación de palabras como útero y falo (científicas como eran, no podían turbarla más que “neutrino” o “reacción en cadena”). La avergonzaban en virtud del mismo mecanismo que podría molestar al profesor Einstein preguntarle por el funcionamiento de sus intestinos.
—Eso es una frase —dictaminó—-. Lo cierto es que hoy la mujer compite con el hombre en cualquier actividad. Y eso es lo que a ustedes los saca de quicio. Vea la delegación que acaba de llegar de mujeres norteamericanas: hay tres directoras de la industria pesada.
Norma, tan femenina, me miró triunfalmente: lo que puede el resentimiento. De alguna manera aquellos monstruos la vengaban de su servilismo en la cama. El desarrollo de la industria metalúrgica de los Estados Unidos atenuaba en cierta forma los gritos que daba en momentos culminantes, el frenesí de su entrega incondicional. Una postura humillante era balanceada por la petroquímica yanqui.
Era cierto: ahora que me veía obligado a recorrer los diarios, recordaba haber visto la llegada de aquella troupe.
—También hay mujeres que boxean —comenté—. Ahora, si a ustedes esa monstruosidad las anima...
—¿Llama usted monstruosidad al hecho de que una mujer llegue a ser miembro del directorio de una gran industria?
Nuevamente me vi obligado a seguir, por encima de los atléticos hombros de la señorita González Iturrat, a un transeúnte sospechoso. Esa actitud, perfectamente explicable. aumentó la furia de la considerable arpía.
—¿Y también le parece monstruoso —agregó, entrecerrando insidiosamente los ojitos— que en la ciencia se destaque un genio como Madame Curie?
Era inevitable.
—Un genio —le expliqué con calma didáctica— es alguien que descubre identidades entre hechos contradictorios. Relaciones entre hechos aparentemente remotos. Alguien que revela la identidad bajo la diversidad, la realidad bajo la apariencia. Alguien que descubre que la piedra que cae y la Luna que no cae son el mismo fenómeno.
La educadora seguía mi razonamiento con ojitos sarcásticos, como una maestra a un chico mitómano.
—¿Y Madame Curie es poco lo que descubrió?
—Madame Curie, señorita, no descubrió la ley de la evolución de las especies. Salió con un rifle a cazar tigres y se encontró con un dinosaurio. Con ese criterio también sería un genio el primer marinero que divisó el Cabo de Hornos.
—Usted dirá lo que quiera, pero el descubrimiento de Madame Curie revolucionó la ciencia.
—Si usted sale a cazar tigres y se encuentra con un centauro, también provocará una revolución en la zoología Pero no es esa clase de revoluciones la que provocan los genios.
—Según su opinión, a la mujer le está vedada la ciencia.
—No, ¿cuándo he dicho eso? Además, la química se parece a la cocina.
—¿Y la filosofía? Usted prohibiría, seguramente, que las muchachas ingresen en la facultad de filosofía y letras.
—No, ¿por qué? No hacen mal a nadie. Además allí encuentran novio y se casan.
—¿Y la filosofía?
—Que estudien, si quieren. Mal no les va a hacer.
Tampoco bien, eso es cierto. No les hace nada. Además, no hay ningún peligro de que se conviertan en filósofos.
La señorita González Iturrat gritó:
—¡Lo que pasa es que esta sociedad absurda no les da las mismas posibilidades que a los hombres!
—¿Cómo? Si estamos diciendo que nadie les impide ir a la facultad de filosofía. Más aún: me dicen que ese establecimiento está lleno de mujeres. Nadie les prohíbe que hagan filosofía. Nunca se les impidió que piensen, ni en su casa ni fuera de su casa. ¿Cómo se puede impedir que alguien piense? Y la filosofía no requiere más que cabeza y ganas de pensar. Ahora, en la época de los griegos y en el siglo XXX. Eventualmente una sociedad podría impedir que una mujer publicase un libro de filosofía: mediante la ironía, el boicot, en fin, alguna cosa así. Pero, ¿impedir que piense? ¿Cómo ninguna sociedad puede obstaculizar la idea del universo platónico en la cabeza de una mujer?
La señorita González Iturrat estalló:
—¡Con gente como usted el mundo nunca habría ido adelante!
—¿Y de dónde deduce usted que ha ido adelante?
Sonrió con desprecio.
—Claro. Llegar a Nueva York en veinte horas no es un progreso.
—No veo la ventaja de llegar pronto a Nueva York. Cuanto más se tarda, mejor. Además, yo creí que usted se refería al progreso espiritual.
—A todo, señor. Lo del avión no es un azar: es el símbolo del adelanto general. Incluso los valores éticos. No me va usted a decir que la humanidad no tiene una moral superior a la de la sociedad esclavista.
—Ah, usted prefiere los esclavos con sueldo.
—Es fácil ser cínico. Pero cualquier persona de buena fe sabe que el mundo conoce hoy valores morales que eran desconocidos en la antigüedad.
—Sí, comprendo. Landrú viajando en ferrocarril es superior a Diógenes viajando en trirreme.
—Usted elige a propósito ejemplos grotescos. Pero es evidente.
—Un jefe de Buchenwald es superior a un jefe de galeras. Es mejor matar a 109 bichos humanos con bombas Napalm que con arcos y flechas. La bomba de Hiroshima es más benéfica que la batalla de Poitiers. Es más progresista torturar con picana eléctrica que con ratas, a la china.
—Todos ésos son sofismas, porque son hechos aislados. La humanidad superará también esas barbaridades. Y la ignorancia tendrá que ceder en toda la línea, al final, a la ciencia y al conocimiento.
—Actualmente, el espíritu religioso es más fuerte que en el siglo XIX —anoté con tranquila perversidad.
—El oscurantismo de todo género cederá al fin. Pero la marcha del progreso no puede ser sin pequeños retrocesos y zigzags. Usted mencionó hace un momento la teoría de la evolución: un ejemplo de lo que puede la ciencia contra toda clase de mito religioso.
—No veo los efectos devastadores de esa teoría. ¿No acabamos de admitir que el espíritu religioso ha repuntado?
—Por otros motivos. Pero liquidó definitivamente muchas paparruchadas, como eso de la creación en seis días.
—Señorita: si Dios es omnipotente, ¿qué le cuesta crear el mundo en seis días y distribuir algunos esqueletos de megaterios por ahí para poner a prueba la fe o la estupidez de los hombres?
—¡Vamos! No me va a pretender que dice en serio semejante sofisma. Además, hace un momento estaba elogiando al genio que descubrió la teoría de la evolución. Y ahora la toma en broma.
—No la tomo en broma. Digo, simplemente, que no prueba la inexistencia de Dios ni refuta la creación del mundo en seis días.
—Si por usted fuera no habría ni escuelas. Si no me equivoco, usted debe ser partidario del analfabetismo.
—Alemania en 1933 era uno de los pueblos más alfabetizados del mundo. Si la gente no supiera leer, al menos no podría ser idiotizada día a día por los diarios y revistas. Desgraciadamente, aunque fuesen analfabetos todavía quedarían otras maravillas del progreso: la radio, la televisión. Habría que extirpar los tímpanos a los chicos y sacarles los ojos. Pero éste sería ya un programa más dificultoso.
—A pesar de los sofismas, siempre la luz prevalecerá sobre la oscuridad, y el bien sobre el mal. El mal es ignorancia.
—Hasta ahora, señorita, el mal siempre ha prevalecido sobre el bien.
—Otro sofisma. ¿De dónde saca semejante barbaridad?
—Yo no saco nada, señorita: es la tranquila comprobación de la historia. Abra usted la historia de Oncken por cualquier página y no encontrará más que guerras, degüellos, conspiraciones, torturas, golpes de estado e inquisiciones. Además, si prevalece siempre el bien ¿por qué hay que predicarlo? Si por su naturaleza el hombre no estuviera inclinado a hacer el mal ¿por qué se lo proscribe, se lo estigmatiza, etc.? Fíjese: las religiones más altas predican el bien. Más todavía: dictan mandamientos, que exigen no fornicar, no matar, no robar. Hay que mandarlo. Y el poder del mal es tan grande y retorcido que se utiliza hasta para recomendar el bien: si no hacemos tal y tal cosa nos amenazan con el infierno.
—Entonces —gritó la señorita González Iturrat— según usted hay que predicar el mal.
—Yo no he dicho eso, señorita. Lo que pasa es que usted se ha excitado mucho y ya no me escucha. El mal no hay que predicarlo: viene solo.
—Pero ¿qué quiere probar?
—No se exalte, señorita. No olvide que usted sostiene la superioridad del bien, y veo que con gusto me cortaría en pedazos. Quería decirle, sencillamente, que no hay tal progreso espiritual. Y hasta habría que examinar el famoso progreso material.
Una mueca deformó los bigotes de la educadora.
—Ah, me va a demostrar ahora que el hombre de hoy vive peor que el romano.
—Depende. No creo, por ejemplo, que un pobre diablo que trabaja ocho horas diarias en una fundición, bajo control electrónico, sea más feliz que un pastor griego. En Estados Unidos, paraíso de la mecanización, los dos tercios de la población son neuróticos.
—Me gustaría saber si usted viajaría en diligencia en lugar de hacerlo en ferrocarril.
—Por supuesto. El viaje en coche era más hermoso y más tranquilo. Y mejor todavía cuando se andaba a caballo se tomaba aire y sol, se contemplaba apaciblemente el paisaje. Los apóstoles de la máquina nos dijeron que cada día daría al hombre más tiempo para el ocio. La verdad es que el hombre tiene cada día menos tiempo, cada día anda más enloquecido. Hasta la guerra era linda, era divertida y viril. era vistosa: con aquellos uniformes en colores. Hasta sana, era. Vea, por ejemplo, nuestra guerra de la independencia y nuestras luchas civiles: si a uno no lo lanceaban o degollaban podía vivir luego cien años, como mi tatarabuelo Olmos. Claro: la vida al aire libre, el ejercicio, las cabalgatas. Cuando un chico era débil lo mandaban a la guerra, a que se fortificase.
La señorita González Iturrat se levantó furiosa y le dijo a su discípula:
—Yo me voy, Normita. Tú sabrás lo que haces.
Y se retiró.
Norma, con los ojos llameantes, también se levantó. Y mientras se alejaba, dijo:
—¡Eres un guarango y un cínico!
Doblé mi diario y me dispuse a seguir vigilando el número 57, ahora sin el inconveniente del voluminoso cuerpo de la educadora.
Aquella noche mientras estaba sentado en el water-closet, en esa condición que oscila entre la fisiología patológica y la metafísica, haciendo esfuerzo y a la vez meditando en el sentido general del mundo, tal como es frecuente en esa única parte filosófica de la casa, hice conciencia por fin de aquella paramnesia que me había molestado al comienzo de la entrevista: no, yo no había visto antes a la señorita González Iturrat; pero era casi idéntica al desagradable y violento ser humano que en Ocho sentenciados arroja panfletos sufragistas desde un globo Montgolfier.
"

"Sobre héroes y tumbas", Ernesto Sábato.
 
Justo después del Payab Ferry Pier, el barco viró a la derecha por el Klong Samsen, y entramos en un mundo diferente. Allí, la vida había cambiado muy poco durante todo un siglo. A lo largo del canal se sucedían las casas de teca so- bre pilotes; la ropa se secaba bajo los tejadillos. Algunas mu jeres se asomaban a la ventana para vernos pasar; otras deja- ban la colada y levantaban la cabeza. Los niños se bañaban, chapoteando entre los pilotes; nos saludaban enérgicamente con la mano. Había vegetación por todas partes; nuestra pi- ragua se abría camino entre macizos de nenúfares y lotos; a nuestro alrededor, todo rebosaba de vida. Cada centímetro de tierra, aire o agua parecía llenarse a cada instante de mari- posas, lagartijas o carpas. Sôn dijo que estábamos en plena estación seca; pero la atmósfera era absoluta e irremediable- mente húmeda.

Valérie estaba sentada a mi lado; parecía envuelta en una gran paz. Contestaba con pequeños gestos de la mano a los viejos que fumaban su pipa en el balcón, a los niños que se bañaban, a las mujeres que lavaban la ropa. También los ecologistas jurásicos parecían más sosegados; incluso los naturópatas estaban tranquilos. Sólo nos rodeaban sonidos suaves y sonrisas. Valérie se volvió hacia mí. Yo casi tenía ganas de cogerle la mano; sin una razón concreta, me abstuve de hacerlo. El barco ya no se movía; habíamos varado en la breve eternidad de una tarde feliz; incluso Babette y Léa guardaban silencio. Estaban un poco en las nubes, por usar la expresión que Léa empleó un poco después, en el embarcadero.
Mientras visitábamos el Templo de la Aurora, anoté mentalmente que tenía que comprar más Viagra en alguna farmacia abierta. En el trayecto de vuelta, me enteré de que Valérie era bretona, y que sus padres habían tenido una granja en el Trégorrois; yo no sabía muy bien qué decirle. Parecía inteligente, pero yo no tenía ganas de conversaciones inteligentes. Apreciaba su voz dulce, su celo católico y minúsculo, el movimiento de sus labios cuando hablaba; debía de tener una boca muy cálida, dispuesta a tragarse el esperma de un amigo de verdad.
—Ha estado bien, esta tarde... —dije al final, desesperado.
Me había alejado demasiado de la gente, había vivido muy solo, ya no tenía la menor idea de cómo relacionarme con nadie.
—Oh, sí, ha estado bien... —contestó ella; no era exigente; era realmente una chica estupenda.
Sin embargo, en cuanto el autobús llegó al hotel, me precipité hacia el bar.


Plataforma, Michel Houllebecq
 
¿Y algo de cosecha propia no tendréis,no? Ah, no, eso no que hay que "trabajarlo". Vale, bien.

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"Pareces olvidar que estoy casado, y el único encanto del matrimonio es
que exige de ambas partes practicar asiduamente el engaño. Nunca sé
dónde está mi esposa, y mi esposa nunca sabe lo que yo hago. Cuando
coincidimos, cosa que sucede a veces, porque salimos juntos a cenar o
vamos a casa del Duque, nos contamos con tremenda seriedad las historias
más absurdas sobre nuestras respectivas actividades. Mi mujer lo hace
muy bien; mucho mejor que yo, de hecho. Nunca se equivoca en
cuestión de fechas y yo lo hago siempre. Pero cuando me descubre, no se
enfada. A veces me gustaría que lo hiciera, pero se limita a reírse de mí."

"–¡Siempre! Terrible palabra. Hace que me estremezca cuando la oigo.
Las mujeres son tan aficionadas a usarla. Echan a perder todas las historias
de amor intentando que duren para siempre. Es, además, una palabra
sin sentido. La única diferencia entre un capricho y una pasión para toda
la vida es que el capricho dura un poco más."

"–Mi querido muchacho, ninguna mujer es un genio. Las mujeres son
un sexo decorativo. Nunca tienen nada que decir, pero lo dicen encantadoramente.
Representan el triunfo de la materia sobre la mente, de la
misma manera que los hombres representan el triunfo de la mente sobre
la moral."

"Estoy analizando a las mujeres en el momento actual, de manera que debo saberlo. No es un tema tan abstruso como yo pensaba. Descubro que, en último extremo, sólo hay dos clases de mujeres, las corrientes y las que se pintan. Las primeras son muy útiles. Si quieres conseguir una reputación de persona respetable, basta con invitarlas a cenar. Las otras mujeres son sumamente encantadoras. Pero cometen un error. Se pintan con el fin de parecer jóvenes. Nuestras abuelas se pintaban para tratar de hablar con brillantez. Rouge y esprit solían ir juntos. Ahora eso se ha acabado. Siempre
que una mujer pueda parecer diez años más joven que sus hijas, estará
perfectamente satisfecha. En cuanto a conversación, sólo hay cinco mujeres
en Londres con las que merece la pena hablar, y a dos de ellas no las
recibe la buena sociedad."

"–Es posible –suspiró el otro–,pero inevitablemente lo reclaman en calderilla.
Ése es el problema. Las mujeres, como dijo en cierta ocasión un
francés con mucho ingenio, despiertan en nosotros el deseo de producir
obras maestras, pero luego nos impiden siempre llevarlas a cabo."

"La única manera de que una mujer reforme a un hombre es aburriéndolo tan completamente que pierda todo interés por la vida. Si te hubieras casado con esa chica, habrías sido muy desgraciado. Por supuesto la hubieras tratado
amablemente. Siempre se puede ser amable con las personas que no nos
importan nada. Pero habría descubierto enseguida que sólo sentías
indiferencia por ella. Y cuando una mujer descubre eso de su marido, o
empieza a vestirse muy mal o lleva sombreros muy elegantes que tiene
que pagar el marido de otra mujer."

"–Mucho me temo que las mujeres aprecian la crueldad, la crueldad pura
y simple, más que ninguna otra cosa. Tienen instintos maravillosamente
primitivos. Las hemos emancipado, pero siguen siendo esclavas
en busca de dueño. Les encanta que las dominen. Estoy seguro de que
estuviste espléndido. No te he visto nunca enfadado de verdad, aunque
me imagino el aspecto tan delicioso que tenías. Y, después de todo, anteayer
me dijiste algo que me pareció entonces puramente caprichoso, pero
que ahora considero absolutamente cierto y que encierra la clave de todo
lo sucedido."

"Cuando una mujer vuelve a casarse es porque detestaba a su primer marido. Cuando un hombre vuelve a casarse es porque adoraba a su primera mujer. Las mujeres prueban suerte. Los hombres arriesgan la suya."


Diversos pasajes de El retrato de Dorian Gray", Oscar Wilde.
 
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"Decía Erich Fromm que el amor paterno es justo y el amor materno, incondicional. Una vez más, la naturaleza, con objeto de perpetuar la especie dota a la mujer de una amoralidad que, en algún caso particular, es incluso repugnante, pero que en el conjunto redunda en la supervivencia de las crías. Digo amoral a propósito: la mujer no es inmoral, porque eso supondría que acepta la moral y la conculca cuando le conviene. No es el caso, son amorales, es decir, la moral les trae sin cuidado. El número de perjurios femeninos ante tribunales es el cuádruple que el de masculinos. Porque cuando ellas tienen un objetivo, cualquier medio les parece aceptable: en cuanto a mí, me han abierto cartas, escuchado tras la puerta, marcado falsas llamadas telefónicas, mentido, robado y estafado. Lo que de esto se pueda contar sin parecer un resentido o dejar de ser un gentleman vendrá luego en las ilustraciones.

El hombre puede ser inmoral, pero casi nunca amoral. La moral es una idea, no una realidad que está en la naturaleza, pues ésta no es moral: es indiferente, imparcial, realista, implacable, porque si no, el sol acabaría saliéndose de su órbita. El hombre cree en ideas; la mujer, en realidades, porque ella es como la naturaleza. La moral es un invento humano -de Buda, Jesucristo, san Francisco de Asís...- para paliar la dureza de la realidad. Siendo una idea, es cosa de hombres; las mujeres, realistas a machamartillo, consideran las ideas una veleidad masculina, impráctica por irreal, ya que lo que les importa a ellas es sobrevivir y eso es la realidad."


Amén. :121

Libro altamente recomendable, por cierto.


 
stavroguin 11 rebuznó:
Parece sacado de este foro, ¿verdad?

Pues no. Lo escribió el célebre escritor y antisemita Louis-Ferdinand Céline en una de las mejores novelas del siglo XX.

¿eso no lo podrías haber puesto al principio del post?

me he leído todo ese tocho, para nada.

wetamir, su firma es epica :lol:
 
De Chesterton.

"Una mujer trata a cada persona como a una persona peculiar. En otras palabras, defiende la anarquía; una filosofía muy antigua y discutible; no anarquía en el sentido de no tener costumbres en la propia vida (lo que es inconcebible) sino anarquía en el sentido de no poner reglas a la propia mente. A ella, casi sin duda, se deban toda esas tradiciones de trabajo que no se encuentran en los libros, especialmente las de la educación; fue ella la que por primera vez le dio a un niño un calcetín lleno de regalos por ser bueno o lo mandó al rincón por ser malo. Esta sabiduría inclasificable se llama a veces 'regla del pulgar' y a veces 'habilidad materna'. La última frase sugiere la verdad, pues nadie la ha llamado nunca 'habilidad paterna'

Ahora bien, la anarquía no es más que tacto cuando funciona mal. El tacto es sólo anarquía cuando funciona bien. Y debemos darnos cuenta de que en una mitad del [148] mundo la casa privada funciona bien. Nosotros, los hombres modernos, siempre estamos olvidando que la cuestión de las reglas claras y los castigos duros no es evidente en sí misma, que hay mucho que decir a favor del benevolente estado sin ley del autócrata, especialmente a pequeña escala; en resumen, que el gobierno es sólo una parte de la vida. La otra mitad, en la que se admite que las mujeres son dominantes, se llama «sociedad». Y ellas siempre han estado dispuestas a mantener que su reino está mejor gobernado que el nuestro, porque (en el sentido legal y lógico) no está gobernado en absoluto.
 
En "La Sonata a Kreutzer" de Tolstoi hay misoginia por un tubo,,,, y muchas verdades también.
 
stavroguin 11 rebuznó:
"Las enfermeras, aquellas putas, no compartían nuestro destino, sólo pensaban, por el contrario, en vivir mucho tiempo, mucho más aún, y en amar, estaba claro, en pasearse y en hacer y volver a hacer el amor mil y diez mil veces.]


Coño, como las de grandes quemados en La Fe. :121




saca-al-tarado rebuznó:
"Pareces olvidar que estoy casado, y el único encanto del matrimonio es
que exige de ambas partes practicar asiduamente el engaño. Nunca sé
dónde está mi esposa, y mi esposa nunca sabe lo que yo hago.



Joder, jodeeeeer :121:121
 
"Las mujeres son el sexus sequior (segundo sexo), inferior al masculino en todo respecto; uno debe perdonar sus defectos, pero rendirles veneración es sumamente ridículo y nos degrada ante sus ojos".

"Cuando la naturaleza dividió en dos al género humano, no trazó el corte precisamente por la mitad. A pesar de toda su polaridad, la diferencia entre el polo positivo y el negativo no es sólo cualitativa, sino también cuantitativa. Así concibieron a las féminas nuestros ancestros y los pueblos orientales, y comprendieron qué posición les corresponde mucho mejor que nosotros, que en cambio estamos influenciados por la galantería francesa de viejo cuño y nuestra insulsa veneración hacia las mujeres, punto culminante de la estulticia cristiano-germánica cuyo único resultado ha sido hacerlas tan arrogantes y desconsideradas que aveces le recuerdan a uno a los monos sagrados de Benarés, los cuales, conscientes de su santidad e intangibilidad, se sienten con derecho a todo".

"Es fácil constatar que el defecto fundamental del carácter femenino es la injusticia. Surge en principio de la ya mencionada carencia de raciocinio y reflexión, pero se ve agravado por el hecho de que la naturaleza las obliga a depender más de la astucia que de la fuerza, precisamente por ser más débiles; de ahí su sagacidad instintiva y su inclinación incorregible a mentir [...]. De dicho error básico y sus secuelas se derivan, empero, la falsedad, la deslealtad, la traición, la ingratitud, etcétera".

"Casarse significa hacer todo lo posible para provocarse náuseas mutuamente"

"¡No se casen! Sigan mi consejo: ¡no se casen! Dejen que la ciencia sea su esposa y compañera; se sentirán mil veces mejor. ¡El matrimonio que conocemos en Occidente es de lo más absurdo que se pueda imaginar!¡Cuán desproporcionadamente grandes son las cargas y obligaciones que coloca sobre los hombros del marido, a cambio de algunos placeres efimeros!

Pasajes de "El arte de tratar con las mujeres", de Arthur Schopenhauer
 
Aquí es necesario que se pase rusas mazizas. Por cierto me parece horroroso que en la literatura se usen tan alegremente los signos de exclamación. Le quitan seriedad al texto y le dan un aire de adolescente dando saltitos ridículos que tira pa'tras.
 
Yo recuerdo que alguien puso una vez aquí un texto de Cundero (sí, sé que no es Cundero, pero yo es que no puedo parar de pensar en la droja) en el que un hombre dejaba de amar a una mujer porque la susodicha, entre otras cosas, le informó de que iba a orinar, cosa que desde luego es de muy mala gente. Vamos, que muy dramático todo. Él tuvo que pasar por un sufrimiento existencial imposible de describir con palabras.
 
Indiferencia rebuznó:
Yo recuerdo que alguien puso una vez aquí un texto de Cundero (sí, sé que no es Cundero, pero yo es que no puedo parar de pensar en la droja) en el que un hombre dejaba de amar a una mujer porque la susodicha, entre otras cosas, le informó de que iba a orinar, cosa que desde luego es de muy mala gente. Vamos, que muy dramático todo. Él tuvo que pasar por un sufrimiento existencial imposible de describir con palabras.

Pues ahí está Neruda, que echa de menos el pis de su amada en el Tango del Viudo.

[FONT=Arial, Helvetica, sans-serif]Y por oírte orinar, en la oscuridad, en el fondo de la casa,
como vertiendo una miel delgada, trémula, argentina, obstinada,
cuántas veces entregaría este coro de sombras que poseo,
y el ruido de espaldas inútiles que se oye en mi alma,
y la paloma de sangre que está solitaria en mi frente
llamando cosas desaparecidas, seres desaparecidos,
substancias extrañamente inseparables y perdidas.


Si es que nunca se orina a gusto de todos.
[/FONT]
 
¿Qué método mejor para una mujer que quiere joder a un hombre que llevarlo a un ambiente que no es el suyo, vestirlo de modo ridículo, exponerlo a cosas en las que es inexperto, y -en cuanto a ella- tener mientras tanto otras cosas que hacer, incluso esas mismas que el hombre no sabe hacer? No sólo lo jode delante del mundo, sino -importante para una mujer, que es el animal mas racional que existe- lo convence de que esta jodido, conserva la buena conciencia. Porque con habilidad y experiencia se llega a esta cosa increíble: preparar las cosas y los hechos -las cadenas de causalidad-, de modo que, cuanto se desea, se produzca sin ofender los propios principios de comportamiento ético.”


Toda mujer desea ávidamente un amigo al que confiarse y con quien llenar el vacío de las horas en que el tercero esta lejos; exige que ese amigo no le perturbe su amor; se irrita cuando le pide algo que se interfiere con su amor; pero si el amigo se encierra en si y mortifica sus miradas y sus palabras con el único fin de no sufrir con ese deseo, al punto la mujer -toda mujer- saca de nuevo miradas, uñas y palabras para saber que sufre y verlo sufrir. Y lo hace sin darse cuenta.”


A una mujer le interesa saber despertar el deseo del hombre, pero la horroriza que se conozcaesta capacidad suya”



Las mujeres más exigentes en materia de capitales del pretendiente son aquellas que «desprecian el dinero». Porque, para despreciar el dinero, es necesario, precisamente, tenerlo, y mucho. ¿Quieres saber en qué piensa una mujer cuando le pides que se case contigo? Lee Moll Flanders.”


En las cosas sexuales me parece que el hombre, al satisfacerse, se tranquiliza y aleja, la mujer se enciende aún más y se vuelve libidinosa.
Razón ésta del hecho natural de que la mujer huye, e intenta perennemente dejar al hombre con el antojo, para ligarlo a sí. Mientras que al hombre de nada le sirve negarse a la mujer para ligarla
así. Además la mujer, que hace al hijo, encuentra en éste su paz; el hombre, si no encontrase la paz en el simple coito, no la encontraría nunca.”


"Si una mujer no traiciona, es porque no le conviene"


"Tipología de las mujeres: las que explotan y las que se dejan explotar. Tipología de los hombres: los que aman el primer tipo y los que aman el segundo. Las primeras son melifluas, educadas, señoras. Las segundas son ásperas, mal educadas, incapaces de dominarse. (Lo que nos torna toscos y violentos es la sed de ternura.)"


De "El oficio de vivir", de Cesare Pavese.
 
"Yo lo valgo. Sin más, lo valgo. Tengo mucho tiempo libre y he leído muchos libros, y sé de lo que hablo. Soy de letras. Ya de pequeño me costaba horrores realizar una división con decimales, e incluso a día de hoy me parece complicado diagonalizar una matriz, pero si tan sólo yo quisiera, sería un científico excepcional. Porque lo valgo. Tengo en sangre una concentración alta de una hormonica que se llama testosterona, y es la sustancia que proporciona la genialidad. Es así, y punto. ¿O qué os creéis, que tengo que demostrar mi inteligencia mediante hechos reales?"

Un hamo.
 
Nada, nada, las opiniones de escritores varones que no follan no valen. Son misóginos porque están resentidos y no follan. Como no follan, no vale lo que digan, pues no follan. Si follaran, diríamos "Tienen razón, pues follan", pero como no follan, pues no la tienen.

Para saber cómo son realmente las mujeres, hay que acudir a las voces más autorizadas en la materia: las propias mujeres:

"La estupidez de las mujeres es tan omnímoda que empapa, por así decirlo, todo lo que toca. No llama la atención porque desde el primer momento de su vida todo ser humano se ha visto entregado a esa estulticia y se ha acostumbrado inadvertidamente a ella. Por eso, hasta el momento, los varones la han ignorado o la han tomado por una cualidad típicamente femenina que no hace daño a nadie. Pero con el aumento de tiempo libre y de dinero, ha aumentado también la necesidad de entretenimientos de la mujer, lo que significa que su cretinismo se extiende cada vez más por la vida pública. Lo reflejan ya todas las ánforas decorativas, todos los cuadros de dormitorio, todas las cortinas de terciopelo, todas las cocktail-parties y todos los sermones dominicales; pero, además, va reclamando cada vez más sitio en los medios de comunicación llamados masivos. Empiezan a predominar las emisiones para la mujer en la radio y en la televisión, cada vez se alargan más, incluso en periódicos respetables, las columnas de ecos de sociedad, sucesos, moda, horóscopos y recetas culinarias; y los órganos periodísticos especializados en temas femeninos invaden el mercado en número creciente y volumen desbordante. Poco a poco se difunde esta epidemia de cretinismo no sólo por la esfera privada de los varones, sino también por toda la vida pública."

"Hay, por ejemplo, publicaciones sobre política, filosofía, ciencias de la naturaleza, economía, psicología, y otras sobre vestidos, cosmética, cultura doméstica, cotilleo, cocina, crímenes e historias de amor. Las primeras no las leen casi más que los varones; las segundas las leen exclusivamente las mujeres. Y tanto los varones cuanto las mujeres consideran las lecturas del otro sexo tan pesadas e inaguantables que prefieren aburrirse mortalmente que echar mano de ellas. El hecho es que los varones se interesan de verdad por la cuestión del si hay en Marte formas primitivas de vida, o de si los argumentos de los chinos en su conflicto fronterizo con los rusos son más sólidos que los de éstos, mientras que esos problemas dejan completamente frías a las mujeres. A éstas les interesa saber cómo se borda tal motivo, cómo hay que colgar correctamente la ropa y si tal o cual actriz cinematográfica se va a divorciar o no. Y así varones y mujeres viven perfectamente separados, cada cual con su propio horizonte y sin entrar nunca en contacto real con el del otro. El único tema que interesa a los varones cuanto a las mujeres es el tema mujer."

"Como es natural, algunos varones no tienen más remedio que ocuparse de las revistas especializadas femeninas, pues, del mismo modo que la moda femenina -que no suele interesar en absoluto a los varones- es obra de esclavos masculinos (las mujeres dicen con toda sangre fría que se tienen que inclinar ante la omnipotencia de los grandes couturiers), también las revistas para mujeres son producidas y distribuidas por varones esclavos. Sus esfuerzos no pueden tener éxito más que si ellos mismos se sitúan a la altura intelectual de la mujer e intentan averiguar qué es lo que le gusta a ésta. La empresa es casi irrealizable por un varón, razón por la cual suele consultar con un equipo de redactoras femeninas que le dicen qué es entretenido para una mujer. Pero el varón carga en cualquier caso con la responsabilidad de la compaginación, la venta y el ascenso de estas publicaciones en el mercado."

Esther Vilar, "El varón domado".
 
Joder, siempre que releo este libro pienso que tendría que ser de obligada lectura en el colegio para todo varón que entre en la pubertad. La de tecleo estéril que nos ahorraríamos en este subforo:

***

La libido femenina

La sexualidad femenina desconcierta al varón. Pues en la mujer es difícil comprobar la excitación sexual y el orgasmo, muy a diferencia de lo que ocurre con el varón. Por eso los varones se encuentran sustancialmente limitados en sus averiguaciones a las informaciones que las mujeres les facilitan voluntariamente. Y como la mujer no tiene el menor interés por resultados científicamente exactos, sino que sólo piensa en el beneficio inmediato, dirá siempre exactamente lo que le parezca oportuno en tal o cual situación. Por eso las numerosas investigaciones realizadas -por ejemplo, sobre la frigidez de la mujer, sobre su capacidad de gozar en el acto sexual, sobre si tiene un orgasmo comparable con el del varón- han llegado a resultados literalmente contrapuestos (digamos de paso que ni siquiera Masters & Johnson se enfrentaron con la mujer media). Por eso el varón oscila entre la suposición de que la mujer no tiene impulso sexual alguno y que en ella todo es comedia y el temor de que, en realidad, sea sexualmente mucho más potente que él (y no se lo diga por compasión). Intenta llegar a conclusiones seguras elaborando preguntas y cuestionarios nuevos cada vez y cada vez más sutiles, esperando con toda naturalidad que las mujeres los vayan cumplimentando concienzudamente por servir a la elevada causa. Pero esa expectativa es engañosa.

La verdad anda, presumiblemente, más o menos por en medio: las mujeres no tienen, en verdad, ninguna necesidad furiosa de satisfacción sexual (si la tuvieran, habría mucha más prostitución masculina); pero, por otra parte, tampoco les molesta el acto sexual, como muchos afirman.

La mujer existe en un plano animalesco: le gusta comer, le gusta beber, le gusta dormir, y también le gusta el sexo, siempre que no pierda por él nada mejor y que no le cueste demasiado cansancio. A diferencia del varón, no cargaría con esfuerzos y contratiempos por llevarse la pareja a la cama; pero si ya lo tiene en ella, no tiene en modo alguno inhibiciones o antipatía al acto sexual, siempre que el varón asuma el papel activo y que ella misma no estuviera preparando una de sus grandes acciones cosméticas o esperando un programa televisivo de su gusto. Pues la bonita calificación de «activo» para el papel masculino y de «pasivo» para el femenino no puede ocultar el hecho de que hasta en la cama -como en cualquier otra esfera de la vida- la mujer hace que el varón la sirva. El acto sexual, aunque procure placer al varón, no es, en última instancia, más que un servicio prestado a la mujer, y el mejor amante es el varón que procura gusto a la mujer del modo más hábil, inmediato y duradero.

[...]

Si Marx está en lo cierto, si realmente es verdad que el ser determina la consciencia -por ejemplo: que la píldora determina la moral sexual y que el equilibrio atómico determina las ideologías de la coexistencia-, entonces la consciencia de la mujer occidental, cuyas condiciones de vida han cambiado («mejorado») radicalmente durante los últimos veinte años, ha de encontrarse en un estadio de trasformación aguda. Y esta trasformación -que no puede desembocar sino en la estupidización completa de las mujeres- es particularmente peligrosa porque nadie se da cuenta de ella. Pues la imagen de la mujer no es ya obra de la mujer misma, sino de la publicidad -o sea, del varón-, y en cuanto que alguien se pone a dudar del alto valor de la mujer, se le echan encima cien incendiarios spots de las compañías de publicidad. La mujer es aguda, graciosa, inventiva, imaginativa, cordial, práctica y siempre hábil: eso dice la publicidad. Con la suave sonrisa de una diosa sirve a sus agradecidas crías la más reciente bebida preparada; los ojos de su marido la siguen con adoración por lo mucho que le gusta el plato preguisado que ella le acaba de volcar de la lata, o porque la toalla de baño que ella le alarga está toda¬vía más suave que de costumbre, gracias al más nuevo de los detergentes. Esta imagen -necesaria para el varón que ha de vender sus bienes de consumo e inventada precisamente para ello- se repite sin cesar por todo el hemisferio oeste, a través de todos los medios de comunicación masiva, y se confirma día tras día. ¿A quién se le va a ocurrir, en esas condiciones, que las mujeres son tontas, sin imaginación e insensibles? A la mujer no se le puede ocurrir materialmente; y el hombre no puede permitirse esa ocurrencia.

La mujer es el cliente, y el varón es el vendedor. No se gana uno un cliente diciéndole: mira, esto es bueno, tienes que comprártelo. Se le dice: eres estupenda, ¿por qué te vas a rodear de cosas de poco valor? Te mereces este comfort, y además te corresponde. De modo que, aparte de todas las demás razones, el varón tiene que elogiar a la mujer porque la necesita como cliente. Salta a la vista que en esta relación el varón utiliza trucos parecidos a los que le aplicó la mujer durante la doma. Pero, desgraciadamente para él, lo hace de tal modo que los tiros le salen por la culata: la mujer alaba al varón para que éste trabaje para ella; el varón elogia a la mujer para que ésta se gaste el dinero ganado por él. Cuando adula a la mujer de su prójimo y consigue endilgarle una nueva alfombra para el cuarto de estar, no puede ignorar que al día siguiente ese prójimo administrará a su mujer una bañera con termostato. ¿Cómo, si no, va a pagar el prójimo la alfombra?

El hombre está preso en la trampa que él mismo ha construido: mientras que afuera la lucha por el dinero se hace cada vez más dura, en casa su mujer se le va cretinizando y las habitaciones se le llenan progresivamente de ficciones y cachivaches con las que él financia la cretinización de las mujeres de sus competidores comerciales. El varón, que en realidad gusta de lo sencillo y funcional, se ve envuelto en un matorral de barrocos adornos cada día más exuberante. En el cuarto de estar se le acumulan los cacharros de porcelana, los taburetes para el bar, las mesas de fibra de vidrio, los candelabros y los cojines de seda; en el dormitorio las paredes están tapizadas con estampados florales; hay en el aparador vasos y copas de doce clases, y cuando pretende dejar un momento la máquina de afeitar en el cuarto de baño, observa que todas las repisas y todos los estantes están ocupados por las mil crèmes y los utensilios cosméticos de su mujer, cuya pintura es ya artesanía de calidad.

[...]

Las muchas mujeres con trabajo profesional -secretarias, obreras industriales, dependientas de comercio, azafatas- que se encuentran por todas partes y las deportivas jóvenes que pueblan en número creciente colleges y universidades podrían hacerle creer a uno que la mujer ha cambiado radicalmente en los últimos veinte años. Podrían hacerle creer a uno que la muchacha moderna es más honrada que su madre y que -acongojada acaso por una gran compasión por su futura víctima- se ha decidido a no ser ya explotadora, sino compañera del varón.

Esa impresión es engañosa. La única acción importante de la vida de una mujer es la elección del varón adecuado (se puede equivocar en cualquier otra cosa, pero no en ésta), y por eso suele practicar la elección en el lugar más apropiado para estimar las cualidades viriles que importan: los lugares de estudio y los lugares de trabajo. Las oficinas, las fábricas, los colleges y las universidades no son para las mujeres más que unas gigantescas bolsas matrimoniales.

El medio que la mujer elige de hecho para cazar a su futuro esclavo laboral depende principalmente de los ingresos del varón que ya antes se ha esclavizado por ella, o sea, de la renta de su padre. Las hijas de varones que ganan mucho dinero se suelen buscar marido en las universidades y escuelas superiores, pues en esos lugares es máxima la probabilidad de encontrar un varón que gane, por lo menos, tanto dinero como su padre (además, el estudio pro-forma a que eso les obliga es más cómodo que un trabajo profesional, aunque sea transitorio). Las jóvenes de familias menos bien tienen que contratarse provisionalmente, pero con el mismo fin, en una fábrica, una tienda, una oficina o un hospital. Las dos formas de compromiso son provisionales -no duran más que hasta la boda, y, en los casos más duros, hasta el embarazo- y tienen una gran ventaja: la mujer que se casa en esas condiciones ha abandonado su profesión o sus estudios «por amor del hombre que eligió». Y un sacrificio así se tiene en cuenta.

[...]

Para el varón, el oficio es siempre una cuestión de vida o muerte. Precisamente los primeros años son los decisivos -en la mayoría de los casos- para todo su futuro: un varón que no esté ya en plena carrera a los veinticinco años es un caso desesperado. En esa primera época despliega el varón todas sus capacidades, y traba con sus competidores una pugna a navajazo limpio. Constantemente está al acecho tras la máscara de generoso compañerismo; registra con temor cada señal de superioridad de otro, y apunta con no menos exactitud cada síntoma de debilidad del contrincante. Con todo lo cual no pasa de ser un pequeño engranaje de la gigantesca máquina económica que le aprovecha con todas las reglas del arte *: cuando despelleja a otros se despelleja sobre todo a sí misma, y las órdenes que da son órdenes que le imparten otros. Cuando ocasionalmente le elogian sus superiores, ello no tiene por objeto alegrarle, sino única y exclusivamente espolearle. Para el varón, amaestrado en el orgullo y la dignidad, la vida profesional es una cadena infinita de humillaciones cotidianas: se entusiasma por artículos que le tienen sin cuidado, se ríe de chistes que le parecen necios, defiende opiniones que no son las suyas. Y en todo eso no puede bajar la guardia ni un instante: el menor descuido puede acarrearle una degradación, y el menor error verbal puede significar el final de su carrera.

La mujer, que es el motivo principal de esas luchas y ante cuya mirada se desarrolla todo eso, lo contempla tranquilamente. Para ella, la época de trabajo profesional es un período de flirts, citas, bromas, durante el cual trabaja además un poco, como pretexto, pero, generalmente, sin ninguna responsabilidad. Sabe que todo eso pasará (cuando no pasa, por lo menos ha vivido durante años con la ilusión de que pasaría): por eso contempla las luchas de los varones en situación segura, a distancia, y ocasionalmente aplaude a uno de los gladiadores, o le critica, o le anima. Y mientras les prepara café, les abre el correo y les escucha las conversaciones telefónicas, va preparando con sangre fría su elección. En cuanto que ha encontrado un hombre para toda la vida, se retira y cede el terreno a la generación joven.

[...]

La mujer emancipada es tan tonta como las demás, pero preferiría que la creyeran más lista. Habla con el mayor desprecio de las amas de casa. Cree que el mero hecho de realizar un trabajo que no sería indigno de un hombre hace de ella un ser inteligente. Al juzgar así confunde causa y efecto: pues los hombres no trabajan porque son muy inteligentes, sino porque no tienen más remedio. La mayoría de ellos no podrían utilizar sensatamente su inteligencia sino una vez liberados de obligaciones económicas (como lo están las amas de casa, por ejemplo). En general, la mujer tiene en su villa de las afueras condiciones de activa vida intelectual muy superiores a las que imperan entre la máquina de escribir y el dictáfono.

Pocas veces es difícil o responsable el trabajo de las mujeres emancipadas. Pero ellas viven con la ilusión de que es ambas cosas. Ese trabajo «las llena, «las estimula», sin él «no podrían existir». Pero no dependen realmente de ese trabajo: lo pueden dejar en cualquier momento, porque, a diferencia de las feas, las mujeres emancipadas no trabajan nunca sin enfundarse antes el salvavidas automático: siempre hay un varón preparado en algún rincón del fondo que se precipita en su ayuda a la primera dificultad.

A la mujer emancipada le parece injusto que su ascenso sea más lento que el de sus colegas masculinos, pero no por eso se mezcla en las asesinas luchas competitivas de éstos. Lo que pasa, piensa, es que «las mujeres», aunque se hayan emancipado, no pueden contar nunca con las mismas oportunidades que los hombres. Pero en vez de esforzarse por alterar ese hecho en el mismo lugar de su trabajo, se precipita -pintada como un clown y cubierta de lentejuelas- a las reuniones de su banda, y se pone allí a gritar por la equiparación de la mujer. No se le ocurre nunca que son las mujeres mismas, y no los varones, las culpables de la situación, por su falta de interés, su estupidez, su infiabilidad, su venalidad, sus estúpidas mascaradas, sus eternos embarazos y, sobre todo, por su despiadada doma del varón.

Se podría creer que los maridos de las emancipadas disfrutan de una situación mejor que la de los maridos de las demás, porque no cargan con toda la responsabilidad. Pero la verdad es precisamente lo contrario. La mujer sedicentemente emancipada es la desgracia de su marido. Pues éste, como todos los de su sexo, fue amaestrado según el principio del rendimiento, y tiene, por lo tanto, que adelantar siempre por lo menos en un par de pasos a su mujer. Por eso el marido de la traductora es escritor creador, el de la secretaria es jefe de sección, el de la decoradora es escultor y el de la directora de página literaria es jefe de redacción del periódico.

[...]

¿Qué es el amor?

El hombre está amaestrado de tal modo por la mujer que no puede vivir sin ella y hace, por lo tanto, todo lo que ella le exige. Lucha por la vida y llama a eso amor. Hay hombres que amenazan a sus adoradas con suicidarse si no les hacen caso. La cosa no tiene peligro alguno para las mujeres: ellas no tienen nada que perder.

Pero tampoco la mujer puede existir sin el varón, pues en tan incapaz de vivir como la abeja-reina. También ella lucha por la vida y llama a eso amor. Cada cual necesita al otro, y así parece que haya al menos un sentimiento común entre ellos. Pero las causas y la naturaleza de ese sentimiento, así como sus consecuencias, son del todo diferentes en los dos casos.

Para la mujer, amor quiere decir poder; para el varón significa sometimiento. Para la mujer, el amor es un pretexto de la explotación comercial; para el varón es una coartada emocional para justificar su existencia de esclavo. «Por amor» hace la mujer las cosas que le son útiles, y el varón las que le perjudican. La mujer deja de trabajar «por amor» cuando se casa; el varón, cuando se casa, trabaja «por amor» para dos. El amor es para las dos partes lucha por la supervivencia. Pero una de las partes sobrevive sólo si vence, y la otra sólo si pierde. Es una ironía el que las mujeres se hagan con sus mayores ganancias en el momento de mayor pasividad, y que la palabra «amor» haga irradiar de ellas el halo de la generosidad incluso cuando más despiadadamente están engañando al varón.

Este disimula con el «amor» su cobarde autoengaño y se convence de que su absurda esclavitud por la mujer y sus rehenes es una cosa honrosa y tiene un sentido elevado. El varón está contento con su papel. Al ser esclavo alcanza la meta de sus deseos. Y como la mujer no obtiene sino ventajas de ese sistema, no va a cambiar nada; el sistema le impone la corrupción, pero nadie se escandaliza por ello. Lo único que es justo esperar de una mujer es amor (mientras pueda trocar por él todo lo demás). Y los esfuerzos del varón amaestrado para esclavo no le adelantarán nunca más que en el sentido de su doma, jamás en el de su beneficio. El varón seguirá rindiendo cada vez más, y cuanto más rinda, tanto más se alejará de él la mujer. Cuanto más se le rinda, tanto más exigente se hará ella. Cuanto más la desee, tanto menos deseable será él para ella. Cuanto mayor sea el comfort con que la rodee, tanto más comodona, tonta e inhumana se volverá ella, y tanto más solo se quedará él.

Sólo las mujeres podrían romper el círculo infernal de la doma y la explotación. No lo harán nunca, porque no tienen ningún motivo racional para hacerlo. Y no se puede confiar en sus sentimientos, pues las mujeres son frías emocionalmente y no sienten compasión. Y así el mundo se irá hundiendo progresivamente en esa cursilería, en esa barbarie, en ese cretinismo de la feminidad, y los hombres, soñadores admirables, no se despertarán nunca de sus sueños.
 
Veamos qué dice otra mujer de sus queridas congéneres:

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Se sabe de antiguo que las contracciones musculares y la succión uterina asociadas con el orgasmo femenino tiran del esperma a través de la barrera mucosa cervical. En un informe publicado acerca de la fuerza de la succión orgásmica hacia el cérvix, un médico reseñó que las contracciones uterina y vaginal de una paciente durante el sexo con un marine le habían hecho succionar el condón (Singer, 1975; Fox, 1970). En el curso de la exploración, el condón fue encontrado dentro del diminuto canal cervical. Esto indica que el orgasmo femenino puede funcionar para estirar el esperma acercándolo al óvulo. Los científicos han descubierto que, cuando una mujer llega al clímax en cualquier momento comprendido entre un minuto antes y cuarenta y cinco minutos después de que su amante eyacule, retiene mucha más cantidad de esperma que si no experimenta el orgasmo. La falta de orgasmo significa que menos esperma penetrará en el interior del cérvix, portal de entrada al útero donde está esperando el óvulo. Mientras que al hombre le preocupa no satisfacer como amante a la mujer -por temor de que ella se aparte o no quiera volver a tener relaciones sexuales con él-, las mujeres orgásmicas, pueden, en realidad, proponerse algo mucho más inteligente. Con sus orgasmos una mujer decide quién será el padre de sus hijos.

[...]

Los científicos han razonado que si los orgasmos femeninos son una manera de asegurar buenos genes para la descendencia, las mujeres deberían llegar a gozar de más orgasmos con parejas simétricas y de buen aspecto. En la Universidad de Albuquerque, los investigadores observaron a ochenta y seis parejas heterosexuales, sexualmente activas (Thornhill, 1995). El promedio de edad era de veinte años y las parejas habían estado conviviendo durante dos, de modo que se habían establecido ya relaciones estables. Los investigadores hicieron que cada persona contestase privada y anónimamente a preguntas sobre sus experiencias sexuales y orgasmos. Luego tomaron fotografías de la cara de cada persona y usaron un ordenador para analizar los rasgos por simetría. Midieron también varias partes del cuerpo: la anchura de los codos, las muñecas, las manos, los tobillos, los pies, los huesos de las piernas y la longitud de los dedos índice y meñique.

Ciertamente, la supuesta relación entre la simetría masculina y el orgasmo femenino resultó ser exacta. Los informes aportados por las mujeres -y sus amantes- indicaron que aquellas cuyas parejas tenían más simetría disfrutaban de una frecuencia significativamente mayor de orgasmos en el trato sexual, que aquellas que tenían parejas menos simétricas.


[...]

Jan Havlicek, de la Universidad Carlos (de Praga) ha utilizado el olor corporal de los hombres y la nariz de las mujeres para desarrollar una polémica teoría acerca de las hormonas y el cerebro femenino. Encontró que las mujeres ovulantes que ya tienen pareja preferían el olor de otros hombres más dominantes; en cambio, las mujeres sin pareja no mostraban esta preferencia. Havlicek sostiene que sus hallazgos fundamentan la teoría de que las mujeres sin pareja quieren hombres que las cuiden y ayuden a fundar una familia. Sin embargo, una vez asegurado el hogar, sienten la necesidad biológica de mariposear con hombres que tengan los mejores genes.

[...]

El mito de la fidelidad femenina recibe otro golpe con el sucio secretito que muestran los estudios genéticos humanos: el 10% de los presuntos padres investigados por los científicos no tienen relación genética con los vástagos que esos hombres están seguros de haber engendrado. El secreto profesional impide que los científicos revelen a nadie esta circunstancia. ¿Por qué ocurre tal cosa? ¿Será que el cerebro femenino está más propicio a desatar el orgasmo y a concebir con un hombre que no sea su pareja habitual? Se cree que sentir el orgasmo con una pareja particularmente deseable es ventajoso para la reproducción. Dado que el orgasmo de una mujer absorbe el esperma hacia arriba del tracto reproductivo femenino, el orgasmo con un hombre atractivo aporta mayor probabilidad de que el esperma llegue al óvulo. Ese aumento de probabilidad de concepción con una pareja atractiva puede ser la razón de que las mujeres estén en general más atraídas por otros hombres en la segunda semana del ciclo menstrual -precisamente antes de la ovulación- que es el momento más fértil y erótico de su mes.
 
Indiferencia rebuznó:
"Yo lo valgo. Sin más, lo valgo. Tengo mucho tiempo libre y he leído muchos libros, y sé de lo que hablo. Soy de letras. Ya de pequeño me costaba horrores realizar una división con decimales, e incluso a día de hoy me parece complicado diagonalizar una matriz, pero si tan sólo yo quisiera, sería un científico excepcional. Porque lo valgo. Tengo en sangre una concentración alta de una hormonica que se llama testosterona, y es la sustancia que proporciona la genialidad. Es así, y punto. ¿O qué os creéis, que tengo que demostrar mi inteligencia mediante hechos reales?"

Un hamo.

Chocante que se hable de condicionantes fisiológicos en otros por parte de quienes tienden a justificar el ciento por ciento de sus desmanes, caprichos, estupideces y crueldades innecesarias por causa de oleadas hormonales.
 
"La medida del poder de una mujer es el grado de sufrimiento con que puede castigar a quien ama."

"- Últimamente, he pensado que soy una mujer horrible. Cuando pienso en mí misma, me veo como una mujer mala y con el alma sucia. Incluso en sueños sólo en mi marido debería pensar. He tomado la decisión de bautizarme este otoño.

Pensé que en esta especie de ociosa confesión, motivada en parte por haberse embriagado con el sonido de sus propias palabras, Sonoko se acercaba a la femenina paradoja de expresar exactamente lo contrario de lo que decía e, inconscientemente, deseaba decir lo que no se debe decir."

"Confesiones de una máscara", YUkio Mishima.
 
Ahí va un cuento de Chejov: "Polinka". La breve historia de un hombre que se niega a ser un pagafantas. El único punto débil del relato es que en la realidad ninguna mujer pierde un segundo con el no elegido:

Ya hace rato que ha dado la una. La mercería Novedades de París, enclavada en uno de los pasajes de la ciudad, está en plena animación.
Suenan monótonas las voces de los dependientes, con ese sonido que se oye en los colegios cuando el profesor hace estudiar algo en voz alta. Ni la risa de las damas, ni el abrir y cerrarse de la puerta de cristales que da acceso a la tienda, ni el correr de los muchachos interrumpe este ruido uniforme. En el centro de la tienda y buscando a alguien con los ojos está Poliñka, la hija de María Andreevna, dueña de una casa de modas; joven, rubita, pequeña, delgada. Un muchacho de negras cejas se le acerca apresurado, y mirándola, le pregunta con mucha seriedad:
-¿Qué desea usted, señora?
-Nikolai Timofeich es el que me atiende siempre –contesta Poliñka.
Nikolai Timofeich, dependiente esbelto y moreno, de cabellos rizados, vestido a la última moda y con un gran alfiler en la corbata, estirando el cuello, ha despejado ya el mostrador y mira sonriente a Poliñka.
-Pelagueia Sergueevna! –dice en tono muy alto, con una bonita y lozana voz de barítono-. ¡Tenga la bondad!
-¡Ah!… Buenos días –dice Poliñka, acercándose a él-. ¿Ve usted?… Ya estoy otra vez aquí… Déme agremán.
-¿Para qué lo precisa?
-Para un corpiño… y una espalda. En fin, para todo un juego.
-Al instante.
Nikolai Timofeich presenta a Poliñka diferentes clases de agremán. Esta hace perezosamente su elección, y empieza a discutir el precio.
-¡Por Dios!… ¡Un rublo no es nada caro! –dice el dependiente en tono persuasivo y sonriendo con indulgencia-. ¡Es un agremán francés!… Lo tenemos también de clase corriente, que se vende al peso. Vale la vara cuarenta y cinco kopekas, pero no es de la misma calidad.
-Necesito también abalorios. Un costalillo de abalorios con botones de agremán –dice Poliñka inclinándose sobre el agremán y suspirando, quién sabe por qué-. ¿Podría usted procurarme unos colgantes de abalorios que hicieran juego con este color?
-Sí que puedo.
Poliñka se inclina aún más sobre el mostrador y pregunta en voz baja:
-¿Por qué se marchó usted de nuestra casa tan temprano el jueves pasado, Nikolai Timofeich?
-¡Hum!… ¡Es extraño que reparara en ello!… –contesta con una ligera sonrisa el dependiente-. ¡Estaba usted tan entretenida con el señor estudiante, que… es extraño que se diese cuenta!
Poliñka se ruboriza y calla. Con un temblor nervioso en los dedos, el dependiente va cerrando las cajas y colocándolas, sin la menor necesidad, unas sobre otras. Transcurre un minuto de silencio.
-Necesito también encaje de abalorios –dice Poliñka, alzando unos ojos culpables hacia el dependiente.
-¿De cuál quiere? El encaje de abalorios sobre tul negro, o de color, es el adorno más de moda.
-¿A qué precio los tiene?
-Los negros, desde ochenta kopekas, y los de color, a unos dos rublos cincuenta… Ya no volveré más a su casa –añade en voz baja Nikolai Timofeich.
-¿Por qué?
-¿Que por qué?… Pues muy sencillo… Usted misma tiene que comprenderlo. ¿Para qué mortificarme?… ¡No sé verdaderamente por qué!… ¿Acaso puede serme agradable ver hacer papeles junto a usted a ese estudiante?… ¡Yo lo observo todo, y todo lo comprendo!… ¡Ya desde el otoño le hace la corte en serio… y usted se pasea con él casi diariamente, y cuando le tiene de visita en su casa, se lo come con los ojos, como si fuera un ángel!… ¡Está usted enamorada de él! ¡Para usted no hay hombre mejor!… Pues si es así… ¡perfectamente! ¡No hay nada más que hablar!
Poliñka guarda silencio y, turbada pasa un dedo sobre el mostrador.
-¡Todo lo veo muy claro!… ¿Qué razón hay, por tanto, para que vaya a su casa?… ¡Yo también tengo mi amor propio!… ¡A nadie le gusta ser el undécimo!… ¿Qué me pedía usted?
-Mi mamá me encargó que comprara muchas cosas, pero ya no me acuerdo de cuáles eran… Necesito también plumas.
-¿De qué clase las desea?
-De las mejores. De las que estén más de moda.
-Lo que más se lleva son los alones, y el color de moda es el heliotropo o el color de can-cán, o sea, burdeos con amarillo. Tenemos un surtido inmenso… ¡Lo que no comprendo, decididamente, es a qué conduce toda esta historia!… Usted está enamorada…, pero ¿Cómo va a terminar todo esto?
A Nikolai Timofeich le han brotado unas manchas rojas junto a los ojos. Su mano arruga una cinta delicada y vaporosa, al tiempo que sigue balbuceando:
-¡Quizá se figura usted que se va a casar con él!… ¡En lo que se refiere a esto último, deje tranquila la imaginación!… ¡Los estudiantes tienen prohibido casarse, y, además…! ¿Es que, acaso, va a su casa con buen fin?… ¡Eso es lo que a usted se le figura!… ¡Los estudiantes no nos consideran personas!… ¡Si van a las casas de los comerciantes y de las modistas es solamente para reírse de su falta de instrucción y para emborracharse!… ¡En sus casas y las casas distinguidas les da vergüenza beber; pero en las de la gente sencilla y sin instrucción, como nosotros, no se avergüenzan de andar patas arriba! ¡Así es!… Entonces, ¿qué plumas llevará usted?… ¡Si le hace la corte y juega al mor, ya se sabe para qué es!… Cuando algún día sea médico o abogado, recordándolo, dirá: “En mis tiempos tuve una rubita… ¿Qué habrá sido de ella?…” Segura que ya, ahora mismo, entre los estudiantes se jacta de tener echada la vista a una modistilla.
Políñka se sienta en una silla y mira, pensativa, la montaña de blancas cajas.
-¡No!… ¡No llevaré plumas! –suspira-. ¡Que compre mi mamá las que quiera! Yo podría equivocarme. Déme seis varas de fleco. Del de a cuarenta kopekas la vara. Déme también botones de coco con la anillita de metal. Se sujetan mejor…
Nikolai Timofeich envuelve el fleco y los botones. Poliñka, fijando en él la mirada culpable, espera, al parecer, que siga hablando; pero él, mientras ordena las plumas, mantiene un silencio sombrío.
-¡Por poco me olvido de los botones para la bata! –dice ella después de algún silencio y secándose los pálidos labios con el pañuelo.
-¿De cuáles quiere usted?
-Son para una comerciante, así que déme algo que no sea corriente.
-Bien… Si son para una comerciante, habrá que escoger algo llamativo. He aquí los botones. Como combinación de colores, la de azul, rojo y dorado es la más a la moda. La más vistosa. Para más fino, se llevan de un negro mate, sólo sólo con un borde brillante… Lo que no entiendo es que usted misma sea incapaz de comprenderlo…, porque si no…, ¿a qué vienen todos esos paseos?
-Yo misma no lo sé –murmura Poliñka inclinándose sobre los botones-. Yo misma no sé lo que me pasa…, Nikolai Timofeich.
Por detrás de la espalda de Nikolai Timofeich y oprimiendo a este contra el mostrador, pasa un dependiente de aspecto respetable y patillas, que resplandeciente de la más exquisita galantería, va diciendo en voz alta:
-¡Sea tan amable, madame, de pasar a este departamento! Tenemos tres modelos de blusas de jersey. Lisos, con soutache y con abalorios. ¿De cuál desea usted?
Al mismo tiempo junto a Poliñka pasa una gruesa dama diciendo con una voz profunda, casi tan profunda como la de un bajo:
-¡Lo que sí quiero, por favor, es que no tengan costuras! ¡Que sean tejidas y que lleven el marchamo!
-Haga como que mira detenidamente el género –dice Nikolai Timofeich, inclinándose hacia Poliñka con una sonrisa forzada-. Está usted pálida y parece que se siente enferma. Ha cambiado usted de cara completamente. Él la abandonará, Pelagueia Sergueevna, o si se casa con usted algún día, no será por amor sino por hambre. Su dinero será el que le atraerá. Con su dote se instalará y después se avergonzará de usted. La esconderá a los ojos de sus invitados y de sus amigos, porque no está usted instruida; la llamará mi paletita… ¿Y es que, acaso, sabría usted alternar en una sociedad de doctores y abogados?… Para ellos es usted una modista…, una criatura sin instrucción…
-¡Nikolai Timofeich! –grita alguien desde el otro extremo de la tienda-. ¡Esta mademoiselle pide tres varas de cinta!… ¿Tiene usted?
Nikolai Timofeich, con una sonrisa forzada y volviendo el rostro, grita a su vez:
-¡Sí la tengo! ¡La tengo de otomán con raso y de raso con moaré!…
-¡Ah!… ¡A propósito!… ¡Por poco se me olvida el corsé de Olia!
-Tiene usted los ojos llenos de lágrimas –se asusta Timofeich-. ¿Por qué?… ¡Vamos a la sección de corsés! Yo la taparé, porque si no, va a resultar violento…
Sonriendo a pesar suyo, y con exagerada desenvoltura de movimientos, el dependiente conduce rápidamente a Poliñka a la sección de corsés y la esconde a las miradas del público tras una elevada pirámide de cajas de cartón.
-¿Qué corsé desea usted? –dice en voz alta, murmurando a continuación-: ¡Séquese los ojos!
-Yo… Lo necesito de cuarenta y ocho centímetros… Sólo que, por favor, lo quisiera doble y forrado… Con ballenas de verdad… ¡Tengo que hablarle, Nikolai Timofeich!… ¡Venga hoy!
-Hablar, ¿de qué?… No hay nada de qué hablar.
-¡Usted es el único que me quiere!… ¡Aparte de usted no tengo a nadie con quién hablar!
-No es bambú ni hueso, sino ballena de verdad. ¿De qué vamos a hablar? ¡No tenemos nada de qué hablar! Seguramente irá usted luego a pasear con él.
-Iré…
-Pues, entonces. ¿de qué vamos a hablar? La conversación no tiene objeto… ¿Está usted enamorada?
-Sí… –murmura Poliñka, indecisa, y en sus ojos brotan gruesas lágrimas.
-¿Qué conversación va a haber en ese caso? –balbucea Nikolai Timofeich, encogiéndose de hombros y palideciendo-. No hay necesidad ninguna de conversación. Séquese los ojos y nada más. Yo…, yo… no quiero nada.
En ese instante, a las pirámides de cajas se aproxima un dependiente alto y escuálido, que va diciendo a su cliente:
-Aquí tiene usted un magnífico elástico para ligas, que no corta la circulación y ha sido aprobado por la Medicina…
Nikolai Timofeich cubre con su figura a Poliñka y, esforzándose en ocultar su excitación y la de ella, frunce el rostro en una sonrisa, al tiempo que dice en coz alta:
-¡Hay dos clases de encaje, señora! ¡Los de hilo y los de seda!… Los orientales, los británicos, los de valencienne, los de crochet y los de torchon son de algodón, mientras que los rococó, la soutachette y los de Cambrai son de seda… ¡Por amor de Dios, séquese las lágrimas! ¡Vienen hacia aquí!
Pero luego, viendo que las lágrimas continúan derramándose, prosigue, alzando aún más la voz:
-¡Españoles, rococó, soutachette, Cambrai!… ¡Medias de hilo de Escocia, de algodón, de seda!…
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