No hay tardado ni 24 horas en recular, con la risa floja y el zurullo asomando licuado. Es un anciano millonario, con la vida resuelta en Japón, un acráta insolente que siempre ha presumido de vivir inmunizado contra opiniones ajenas y lo políticamente correcto; es lo más cercano a un hombre invulnerable que nos podemos encontrar, pero le ha bufado la piara feminazi y la tropa de los mingafrías y se le ha escapado el pipi. Ya no quedan hombres que justifiquen con su rabo hambriento cualquier tropelia, cualquier exceso inadecuado, cualquier derrape sexual.
Los demás no debemos, respetamos la legislación vigente y el carnet de identidad, pero el tito Fer era un elegido, protegido por su demente senectud, su refugio nipón y varías décadas de margen. El podía haber mantenido el órdago, haberse recreado en los detalles, haberse escudado en el mútuo consentimiento que la ley establece a partir de los 13 años. Podía haber dicho que la erección interfirió con su nirvana, que el zen le abandonó, que el taoismo aún no había llamado a su puerta y que las enseñanzas de Confucio le eran desconocidas; que era un marioneta zarandeada por una concupiscencia de sátiro, incapaz de cercar su punzante erección.
Si Sánchez-Dragó nos falla, es el momento de perder la fe. Era gilipollas, era soberbio, era un mediocre envanecido e idiotizado por sus propias fantasías. Era un medio-hombre fabulando incohrencias y dándose importancia, pero al menos aparentaba ser un bufón insolente capaz de masajearse los huevos con el decálogo del perfecto caballero. Quiso convertir su vida en una hagiografía, ser un martir por ser valiente y sincero, y al final ha terminado siendo el secundario chusquero de un sainete de Archines.