Tenía nueve años cuando falleció mi tía. Años después supe que se le murió en los brazos a su hermana -mi madre- en la cama del hospital. Mi tía era yonqui. Mi tío murió unos años antes por una sobredosis de caballo adulterado. Mi madre solía decirme que era ATS -practicante que se decía entonces- por si algún día nos lo encontrábamos faenando con una jeringa o por si tropezábamos con su material por casa. No iba mucho a verlos pero me encantaba su casa. Vivían en un barrio de gitanos y portuarios, sólo siendo un niño podía sentirse uno seguro allí. El suelo de su salón estaba lleno de cojines de diversos tamaños. No tenían sofá. Una pequeña tele en blanco y negro que nunca estaba encendida y una jaula de pájaros vacía. Mi prima me llevaba a la habitación y me enseñaba todo el mercurio que habían recogido de los termómetros que su padre había roto. Echa el anillo de la tía ahí -me decía- mientras juraba que esas lágrimas de metal podían acabar con la pureza del oro. En esa casa no quedaba nada puro, todo se lo había comido el mercurio de aquella lata.
Entre otras cosas mi tío había navegado durante años y había formado parte de una expedición americana a la Luna. No quería creer todo aquello, pero la severidad con la que mi prima contaba esas historias, apretando los labios y asintiendo para sí misma, me hacían dudar. La mente de un niño y la de un drogadicto comparten espacios comunes. Cuando le contaba esas historias a mi padre él respondía con un “Quizá haya llegado a la Luna…” que no hacía más que revolver aún más mis dudas. Luego, seguía pensando en el mercurio y el oro hasta llegar a casa.
Todo esto ha venido a mi cabeza hoy, tantos años después, tras una comida familiar. Mi hermano ha estrenado coche hace poco y mi pobre abuela tenía la ilusión de verlo, así que se ha asomado a la ventana junto a mi madre para que le señalara cuál de todos aquellos cacharros era el de su nieto. Mientras le indicaba –el negro, ése, el que está al lado del rojo…tiene un techo precioso, se abre solo…- la ha rodeado con el otro brazo, abrazándola justo por encima de la cintura. Ese gesto ha sido el desencadenante. Vuelvo a estar de pie, a dos metros de ellas, mientras están asomadas a la ventana. Han pasado veinte años. Mi abuela no tuvo valor para ir al entierro de su hija. No pudo. Mientras yo, niño, estaba de pie en la habitación ella se asomaba a la ventana para ocultar su llanto. Mi madre se asomaba junto a ella y la rodeaba con el brazo. De pronto he vuelto a tener nueve años, el largo flequillo y el pecho virgen de pelo. Me han entrado ganas de llorar. Ese instante ha sido suficiente. La habitación ha vuelto a ser la salita que solía: el teléfono en el rincón, la Singer indestructible, un brasero bajo la mesa y un periquito maleducado; los rizos todavía dorados de mi iaia, el olor de la cocina y el Winston en el cenicero; todo estaba allí, veinte años después. Y la corriente del tiempo me ha liberado, en suspenso, me ha separado del mundo y he podido abrazar a aquel niño de nueve años que hoy he vuelto a ser. Y me he quedado allí, fuera de la rueda, para seguir buscando. Y he visto a mi madre de niña con las rodillas peladas, y -con gesto desafiante, masculino- me ha mirado fijamente. Y he compartido juegos y secretos, desafíos imaginarios, juramentos en lenguas exóticas y promesas de amor, por qué no. Y una joven de cabellos dorados, de belleza solar, radiante, nos cogía de la mano para hacerles bailar, dando vueltas una y otra vez sobre la yerba, con los pies descalzos y las mejillas calientes por la luz que ilumina todos los sueños.
He caminado hacia ellas, hacia la ventana, y con la excusa de ver el coche las he abrazado suavemente, como un niño que, tímido, quiere mostrar amor a su madre sin que se le note, un gesto fútil que nunca pasa desapercibido a un adulto. Así que supongo que las dos se han dado cuenta de todo lo que ese abrazo implicaba, porque quizá ellas también recuerden que un día los tres tuvimos nueve años y bailamos juntos sobre la yerba, empapados en sudor, sujetándonos el vientre para amortiguar la risa. Sin importar lo que depara el futuro porque, por un breve instante, los tres nos liberamos de la rueda del tiempo, saltamos sus muros y vimos su verdadera forma…Quizá han sabido que ése era el abrazo que hace veinte años no supe darles.