Bueno, bueno, hijos de puta. Continúo con mi historia con el día a día en el colegio, con lo que vendría a ser una semana normal en el colegio.
La rutina.
Sí hamijos, una vez desempacada (me ha quedao tan sudaca que me dan ganas de bailar bachata) mi Samsonite azul, ordenados los calzoncillos en la habitación de mi cutre casa, y con el uniforme lavado y planchado por la viuda con la que vivía (ya hablaremos de ella cuando toque el asunto de las host families o familias anfitrionas), tocaba prepararse para el día de colegio. Una paja, algo de lectura y a dormir a las once y poco. No había wifi de aquella.
1998, amigos.
Despertador a las ocho menos diez, bajar
downstairs con un rasca que pela y echar el orín. Café de mierda compuesto de agua caliente a la que previamente había que pasar por una jarra con filtro antical y calentado en la omnipresente
kettle*, café chungo y un poco de leche o un sustituto mierder en polvo que atendía al nombre de Coffee mate.
Inglaterra, ese concepto de la gastronomía. Me jij.
*kettle: en lugar de hervir el agua tienen un aparato que es una resistencia que hace hervir el agua, y así se pueden hacer el té con más facilidad y metérselo por el culo en cómodos plazos.
Algo de pan con mermelada o galletas y a tirar millas, nunca mejor dicho. Me ponía el uniforme de emperador, pillaba el walkman y me dirigía a cuarenta metros a una parada de autobús en la que nos venía a recoger un minibús. Algo asín.
Al colegio, sito a unos doce kilómetros de distancia por una carretera que trascurría entre granjas y colinas, se podia ir bien en el autobús grande o en algunos casos que no entiendo, como el mío, en un minibús blanco con el logo del colegio en verde.
En mi parada subíamos unos cinco o seis mamelucos, vecinos y españoles todos. Le pasábamos una cinta de house al conductor, que era un afable jubileta que era un cruce entre Hemingway y el Santaclós de Coca-Cola.
Nos dejaba poner música, fumar y nos daba charleta. Había sido militar en la segunda guerra mundial y llevaba una golondrina tatuada en la mano izquierda.
No me acuerdo del nombre, pero sí que daba gusto que fuera él el que nos llevase. Iba rápido y así nos daba tiempo a echar otro cigarro al llegar al cole. A veces venía una vieja, la tía Mildred de los cojones, que era más lenta que el caballo del malo y que no nos dejaba fumar. Exasperante hasta límites más allá de lo razonable.
Después de recogernos, o bien esperar un momento si algún subnormal se había dormido y había que ir a toda hostia a tumbarle la puerta a golpes, íbamos hacia el colegio pasando a recoger a la japonesa, Mariko, de Yokohama, que vivía en una granja en medio de la nada. Maravilloso. Me pregunto cómo cojones no se moría de asco. Nosotros al menos, los del pueblo, podíamos salir a dar una vuelta por la civilización; o los de la residencia, ver a otros alumnos y alumnas y hacer el mongol por el colegio y su entorno por las noches.
Si alguno perdía el autobús tenía que llamar a un taxi y pagarlo de su bolsillo. Unas 25 libras a 270 pesetas la libra. No pedí ni uno en dos años para ir al colegio, aunque sí para otros menesteres en fin de semana, tema que tocaré más adelante.
Veinte minutos más o menos en los que, al final nos sabíamos cada curva del recorrido. Especial mención a las serpenteantes carreteras de un solo carril con apartaderos frecuentes, muy comunes en Reino Unido. El conductor solía apartarse y dar luces para dejar pasar, aunque la mayoría de las veces le dejaban a él. Luego, hacía siempre un gesto de thanks. Civilización. En España, eso hubiese sido un duelo a muerte a ver quién se aparta antes. Como si lo viera. Jij
Buenos rallies se podrían hacer por ahí, ahora que lo pienso.
Suaves campos separados por hileras de setos, vallas de madera o alambre de espino. Balas de paja redondas, vacas y alguna que otra autovía en la distancia. Robles, hierba alta, casas de ladrillo rojo desperdigadas en medio del campo y algún granero. Tractores, cielos limpios que se extendían hasta el infinito. Muchos días, el cielo estaba despejado. Otros, niebla o lluvia e introspección a través de los cristales, ajeno tras mis auriculares a los compis de trayecto.
Nos jiñaban en la rotonda a la entrada del recinto, e íbamos al
smoking area, que estaba en un extremo del colegio, y desde donde se dominaba el prado de abajo, la casa del profesor de turno que allí viviese en ese momento, y bosques y más bosques.
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Fumar estaba permitido los dos años que yo estuve y anteriores; y al año siguiente, por la mala cabeza de muchos, se jodió el chiringuito. Solo en el
smoking area. Si te pillaban fuera, castigo directo del director: coger una bolsa de supermercado y en el descanso tras la comida, llenarlo con colillas. Material no faltaba.
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El caso es que hecha la ley, hecha la trampa. A veces, tras enseñarle la bolsa de colillas, las guardábamos bajo una caseta de herramientas, y luego añadíamos algunas frescas por encima. Se notaba bastante, pero colaba.
En las asambleas del viernes, de las que hablaré más tarde, solía decirnos su mitiquérrima frase: Smoking is a privilege. Si la gente seguía fumando fuera del smoking area, se prohibía fumar en todo el colegio durante un día o dos.
El caso es que el mono es el mono, y la gente seguía fumando. Bien en la planta baja, junto a la salida de cocinas, bien en el pórtico de la iglesia, junto al cementerio. Hay que decir que eso era out of bounds, oséase, fuera de tiesto. En horario escolar, ni a la Iglesia ni al cementerio. Como si no existiesen. Era un lugar precioso, oscuro y a la par, ajeno. Como si no existiera, salvo de atrezo. Bueno, uno de mis mejores hamijos se pinchó a una en el pórtico de la iglesia, entre vidrieras de santos y con vistas al cementerio.
Master & commander.
Bueno, el rollo era ir a clase dos horas, y tener un break (descanso) de diez minutos. O fumar, o pillar golosinas en la tiendita, que era una habitación minúscula que sólo se abría en el break. Maltesers, Kit-kat, Twix, Lion y demás mierdas. O patatas fritas Walkers: de pollo, de gambas, de salt and vinegar, cheese and onions, y todos esos sabores tan al gusto de los piratas.
También había máquina de café y de refrescos en la TV room. Una sala con televisor y sofás que no solía pisar porque la tele no tenía antena y prefería estar afuera fumando. Era más bien para ver pelis en inglés o para entretenimiento de los que vivían en la residencia, que podían ver pelis en VHS.
Luego, otras dos horas de clase y a comer. Para acceder al comedor, había que dirigirse al edificio principal y hacer cola.
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Pasillo que comunicaba el comedor con oficinas y sala de televisión. a mis espaldas estaba el patio que era un claustro semicerrado. Foto de unos años después, cuando volví solo para ver el colegio y a los amiguetes que aún me quedaban por allí. Morriña obliga.
Se iba pasando y pillando bandeja y rancho, siempre aderezado de patatas fritas de cuando el Rey Arturo era aprendiz de caballero. El comedor estaba dispuesto a lo largo, con unas cuatro mesas dobles alargadas, con capacidad para muchos culos y otras dos mesas subiendo dos escalones.
Arcos ojivales que dejaban pasar la mortecina luz del mediodía, paredes de madera y banderas antiguas de Escocia, Inglaterra y tal.
En las mesas había una ubicación tácita rollo talego. Director y profesores, bien por edad, rango o afinidad, pues abrevaban juntos siempre más cercanos a la puerta. Viendo quién y cómo entraba. El director corregía alguna conducta.
Esa corbata, pájaro. No empujen. Bajen la voz. Peleas fuera. ¿De dónde viene a estas horas?
Luego, pues de todo. Yo con los malosos. Arriba, al fondo. Comentando la jugada del día, los culos y las tetas. Cruce de insultos haciendo especial hincapié en los defectos físicos. Jij Miradas como quien no quiere la cosa. Ver y dejarse ver. A veces engullir. A veces, dejar la comida en el plato, bien por resaca, desgana o directamente, porque el menú del día daba asco. También se podía escaquear uno y no comer.
Para beber, agua y leche. El pan, blando como goma de mascar. A veces, especialmente los viernes, había buen menú. Salchichas, hamburguesas, o alguna mierda inglesa que se me ha olvidado ya. No siempre era mala. A veces, sumada al hambre, entraba de cojones.
Después de comer, a hacer el maleante, café y cigarro. A veces, un porro de hash para ir contento a inglés, a ver si sacábamos la letra del Tears in Heaven de Eric Clapton, caso de no quedarme gilipollas mirando a la profesora cerdita inglesa de turno o mirando las hojas secas flotando sobre las aguas estancadas de la piscina.
No se engañen, la mayor parte del tiempo estaba con lluvia o niebla.
Dos horas, descanso y creo que alguna hora más y pa las cinco, pa casa. A veces, según el día de la semana, salíamos antes e íbamos al Blue Note, la cafetería que ponía café decente, lo cual es un jodido milagro en ese país.
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Y es que había una norma, que era que a las seis en casa y prohibido salir entre semana. Si te pillaban, o tenías pruebas de que podías estar fuera a esas horas, o marrón. En un pueblo pequeño, con profesores con coche, lo raro era que no te cazasen. Útil para estudiar y no meterse en líos. Además, como ya sabrán, en casi toda Europa, a las siete u ocho, cenando. Calles vacías como en The Omega Man.
Ver el archivos adjunto 3877 Si te pillaban bandarreando, el finde
grounded. Oséase, castigado en casa sin salir, así como condenado a contestar a una llamada random desde el colegio para probar que no estabas haciendo el malandro por Leominster.
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Ducha, cena, deberes, un poco de BBC Two o Channel Four y al sobre. Mañana, será otro día.
Y eso es todo por hoy, hamijitos. Mañana, tal vez las host families u otro aspecto a tratar.
Besos, y recuerden, stay out of trouble, kids.
Y ahora, otro tema que se podía escuchar
in illo tempore en Radio One.
To be continued.