Demasiado simple para ser una ciencia, demasiado complejo para ser un juego. No recuerdo al autor de la frase (ni me apetece buscarlo), pero acierta de pleno. El ajedrez, o al menos su parte táctica, me produce el mismo aburrimiento que las abstracciones desconectadas de la savia vital, carentes de sangre y de cableado con la experiencia: la lógica, las matemáticas, la filosofía, los videojuegos. Y nunca he podido dejar de pensar que los grandes cerebros de los campeones de esta disciplina hubieran dado mucho más de sí si se hubiesen dedicado a desentrañar la estructura del átomo o a intentar destruir células cancerosas
Y, sin embargo, el ajedrez forma parte de mi educación sentimental. Desde los recuerdos de infancia, con aquellos jugadores de café circunspectos y contenidos que contrastaban con el barullo de la vecina mesa de tute, hasta aquellos torneos en los que participé en mi juventud que hacían más tolerable el insoportable aburrimiento del pequeño pueblo en el que vivía, y que servían de igualador social: estudiantes, profesores, currelas con inquietudes, tenderos. Ninguna mujer, por supuesto. No recuerdo ninguna victoria propia, ya he comentado que las abstracciones se me dan muy mal.
Y luego estaban aquellos Campeonatos del Mundo con el transfondo de la guerra fría, que por momentos parecían competir con el todopoderoso fútbol: las marrullerías del Karpov- Korschnoi, con sus parapsicólogos y las jugadas escritas en las tapas del yogur, y, sobre todo, aquel momento culminante de la última partida de un Mundial entre Karpov y Kasparov en España: el primero sabiéndose ya derrotado, con la mirada perdida, intentando encontrar una solución imposible a una situación irreversible durante un tiempo que parecía eterno. Luego el apretón de manos y un momento fair play de análisis de la partida con su rival y enemigo vencedor.