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Por mi experiencia, el denominador común de todos estos abducidos es el de no haberse comido un colín en su adolescencia y primera juventud. Años y años de sequía, años y años de pasarlo mal, de hambre, pero de Hambre con mayúsculas, Hambre no solo del cuerpo sino también de la emoción, que llevan a una idealización del amor, a ver en él, a proyectar en él, la solución a todos sus problemas de cualquier índole. Ay, si encontrase a alguien... ay, si alguna vez me echase una novia... Ay.
Y un día ocurre.
Un día, una chica -qué más da cómo sea ella- les hace caso. Y se ven las puertas del Paraíso perdido abiertas. Y entran. Y cierran por dentro, y tiran la llave fuera. Y a partir de ahí, se dejan llevar por cualquier orden, se apartan de todos los que han sido sus amigos, se amoldan a quien sea, diluyen su personalidad, su carácter, para no ser expulsados del Paraíso de la pareja. Y en un principio todo va de puta madre, ya tienen lo que querían. Ya follan, ya son queridos, ya han encontrado su hueco y en él se instalan, con la esperanza de que dure para siempre. Se olvidan del mundo exterior, porque ya no pertenecen a él, sino a este nuevo que les fue en su día vetado y que creyeron que nunca iban a encontrar.
Y un día en las paredes de ese paraíso aparecen grietas, desconchones, manchas de humedad. Y miran a otro lado, a donde aún está bien: sigue habiendo alguien en la cama, o sigue habiendo domingos por la tarde acompañados. Da miedo pensar en que igual uno se ha equivocado. Mucho miedo. Da miedo pensar en que te has encerrado en un paraíso que se resquebraja, y mientras se mira a otro lado y se esconde la cabeza como un avestruz, obedeces, no rechistas, no protestas, no vaya a ser que aún de ahí te echen. Y llega el día en el que no eres nada, no eres nadie, no tienes salvo tu paraíso de mentira al que te has acostumbrado, y que no vales para otra cosa, y tu vida es una mierda, y estás tan acostumbrado a ella que te da miedo -mucho miedo- comer otra cosa. Y sigues ahí.
Tened cuidado, mucho cuidado, con lo que deseáis, no se os vaya un día a conceder.
Y un día ocurre.
Un día, una chica -qué más da cómo sea ella- les hace caso. Y se ven las puertas del Paraíso perdido abiertas. Y entran. Y cierran por dentro, y tiran la llave fuera. Y a partir de ahí, se dejan llevar por cualquier orden, se apartan de todos los que han sido sus amigos, se amoldan a quien sea, diluyen su personalidad, su carácter, para no ser expulsados del Paraíso de la pareja. Y en un principio todo va de puta madre, ya tienen lo que querían. Ya follan, ya son queridos, ya han encontrado su hueco y en él se instalan, con la esperanza de que dure para siempre. Se olvidan del mundo exterior, porque ya no pertenecen a él, sino a este nuevo que les fue en su día vetado y que creyeron que nunca iban a encontrar.
Y un día en las paredes de ese paraíso aparecen grietas, desconchones, manchas de humedad. Y miran a otro lado, a donde aún está bien: sigue habiendo alguien en la cama, o sigue habiendo domingos por la tarde acompañados. Da miedo pensar en que igual uno se ha equivocado. Mucho miedo. Da miedo pensar en que te has encerrado en un paraíso que se resquebraja, y mientras se mira a otro lado y se esconde la cabeza como un avestruz, obedeces, no rechistas, no protestas, no vaya a ser que aún de ahí te echen. Y llega el día en el que no eres nada, no eres nadie, no tienes salvo tu paraíso de mentira al que te has acostumbrado, y que no vales para otra cosa, y tu vida es una mierda, y estás tan acostumbrado a ella que te da miedo -mucho miedo- comer otra cosa. Y sigues ahí.
Tened cuidado, mucho cuidado, con lo que deseáis, no se os vaya un día a conceder.