Joder, cuando he empezado a leer la primera anécdota me parecía estar teniendo un deja vu de esos. Me vi envuelto en una situación similar hace un tiempo, sólo que en ese tipo de conflictos siento un irrefrenable impulso por escoger siempre la opción más descabellada, y el final de mi historia fue bastante más estrambótico:
Todo empezó en una típica noche de farra en un bar. Tras conocer a una chavala que me cayó en gracia, abordé el tedioso pero necesario procedimiento de dar la chapa y comer oreja hasta que ésta se dignó en invitarme a su casa para fornicar. La cosa fue bien, pero el caso es que yo llevaba un par de días sin giñar y, no sé si sería cosa de la relajación post-coital o qué, después del polvo me entraron unas ganas de cagar insoportables, así que me disculpé y me dirigí al baño.
Tras tratar de silenciar los primeros pedos, por aquello de la educación, me di cuenta de que se aproximaba algo realmente grande. Tuve que hacer serios esfuerzos para que el zurullo se dignase siquiera a asomar, y una vez vio la luz, costó sangre, sudor y lágrimas (no literalmente, en realidad sólo costó un poco de sudor) deshacerme del bicharraco por completo. El hijo de puta llegaba al agua y todavía no había terminado de salir. No sé cuantos courics pesaría, pero era digno de campeonato. Finalizada la faena, sentí una serenidad intestinal fabulosa. Recién follao y recién cagao, creo que pocas veces en la vida me he sentido tan bien.
Pero dura poco la alegría en casa del pobre, y la realidad me tenía preparado un duro revés. Al tirar de la cadena, ésta no funcionaba. Comprobé el grifo, y efectivamente, tampoco echaba agua. Fue entonces cuando recordé uno de los momentos de conversación de la noche, en el que la chica se quejaba de que llevaba más de un día sin agua por culpa de un reventón, o de una obra, o no sé qué ostias. Ella, muy apañada, tenía un cubo con agua al lado del lavabo, para paliar la falta de agua corriente, pero la cantidad que en él quedaba resultaba irrisoria si pretendía hacer pasar un zurullo de tan desproporcionadas dimensiones. Lo miré con rabia: una enorme estaca de mierda postrada en vertical en el váter, con medio cuerpo asomando fuera del agua (me recordó un poco a Jesús Gil cuando presentaba el programa ese desde un jacuzzi, rodeado de tías), desafiante. “Traidora” pensé. Dudé en si avisar a la chica del problema, pero me daba mucho palo que viera aquel mojón de titánicas dimensiones. No hubiera tenido reparos en dar la cara si se hubiese tratado de uno de estos choricitos simpaticones, pero aquel zurullo daba miedo. Me negué a reconocerlo como fruto de mi vientre.
Procuré mantener la calma. Si actuaba con astucia, podría salir del entuerto. En principio decidí prescindir de la poca agua disponible, ya que no servía para aquel mierdón y podría ser útil más tarde. Observé detenidamente a mi alrededor y me pregunté qué haría MacGyver en una situación así. Mi cerebro, tan astuto como enajenado, en seguida dio con la solución: con unas tijeras, corté la franja inferior de la cortina de la ducha, y la utilicé para sacar el truño del váter. Lo envolvería y me desharía del cuerpo (esto lo he visto en infinidad de pelis de gangsters, resultaba obvio), pero creí necesario ocuparme antes del asunto del olor. No encontré ninguna colonia a mano, pero sí el desodorante. Hubiese preferido que fuese en spray, pero no había, así que no me quedó más remedio que untar el roll-on por toda la mierda hasta que quedó bien perfumada. Gracias a dios, la solidez de ésta permitió que no dejara restos en la bola del desodorante, el cual apliqué con mucha delicadeza, todo hay que decirlo. Una vez perfumada la bestia, la enrollé por completo y me dispuse a deshacerme por fin de ella. Pensé en dejarla tras el váter o el lavabo, pero quedaba demasiado a descubierto, así que utilicé el pequeño armario que había en un rincón. Era el de las toallas. Hice un hueco, más o menos por la mitad de la pila, y dejé ahí el paquete, bien mullidito y recogido. Aún pude lavarme las manos con el agua del cubo y lanzarla después por el inodoro, con el correspondiente pase de escobilla. Niquelao.
Regresé a la habitación y le expliqué a la chica, que se sorprendió por mi tardanza, que estaba un poco indispuesto, pero que ya estaba bien. Le eché otro polvo y me largué de allí con la cabeza bien alta.
Pero la cosa no acaba aquí, porque a los dos días recibí una llamada suya. Cuando vi su nombre en la pantalla del móvil, me sobresalté y pensé que me iba a caer una buena represalia, pero no. Sólo quería volver a quedar. Me planteé que quizá lo que quería era echarme la bronca en persona, o que incluso vendría a recibirme con mi mierda metida en un tupperware, diciéndome que me la metiera por donde había salido, pero le eché cojones y acudí a la cita. Y divinamente, oigan. Incluso volvimos a zumbar. De hecho, seguimos viéndonos unos cuantos días más. En uno de esos encuentros, cuando mi grado de incertidumbre superaba ya cualquier umbral conocido, decidí averiguar qué coño había pasado con aquel asunto. ¿Seguiría el truño donde yo lo dejé? Poco probable, el olor tendría que haberlo delatado tarde o temprano, y esa chica acudiría al cajón de las toallas con frecuencia, digo yo. Dispuesto a poner fin a mi duda, fui al baño, abrí el puto armario y... nada. La mierda ya no estaba. Aquella buena chica la recogió, lo limpió todo y no dijo ni mu.
Comprendió mis fallos, los asumió, y me aceptó tal como era. Creo que me quería de verdad...