Las campañas de "enérgica reacción y repulsa" con detenciones incluidas parecen más que otra cosa una actitud de dar palos de ciego.
Consideraciones de repulsa personales y aplicación de tipos penales aparte parece que quiera hacerse creer que difusión de mensajes a través de Twitter y similares hubieran creado de la noche a la mañana estados de opinión prerrevolucionarios, y a cuenta de ello todo peligra "el modo de convivencia que todos nos hemos dado", como se suele decir, además de otras manifestaciones habituales de la superstición civil.
Sin embargo las cosas dudo mucho que sean así porque para alcanzar tal estado de opinión aún quedaría un largo trecho que probablemente nunca se recorra en este país, de modo que primera proposición falaz que queda fuera de juego. En segundo lugar para que exista un amplio consenso que dé pie a generalizar determinadas actitudes hacen falta muchos más ingredientes en la receta que un número "x" de mensajes en las redes. De no existir un caldo bien concentrado previamente en el que macere todo ello es imposible llegar a situaciones límite. Queda ahora la cuestión de plantearse lo que a su vez compone ese caldo denso, que es sumamente complejo, pero podríamos señalar grosso modo que es necesaria la percepción reiterada de que algo no ha funcionado nunca o ha dejado de funcionar hace tiempo, como son los controles internos que necesita una verdadera democracia (no una repetición automatizada de actos electorales, como ocurre en España). Habría que referirse por otra parte a una visión microscópica y otra macroscópica de la realidad: En relación con la primera de ellas una mirada de alcance limitado a nuestro entorno revela que hay un empeoramiento generalizado de las condiciones de la población más desfavorecida y una vulneración de ciertos consensos o bases de mínimo en favor de intereses de minorías privilegiadas; por cierto, que ese tipo de consensos había pacificado y hecho más prósperas a las sociedades occidentales desde la 2ªGM a esta parte y dudo que ahora nadie con dos dedos de frente pueda creer que desarmar mecanismos clave de una sociedad como la sanidad, la educación o la protección social obedezca a criterios de racionalidad sino que es muy probable que existan intereses ávidos por meter la zarpa en semejantes sectores una vez reseca la teta de la obra pública y privada. En cuanto a lo macroscópico nos encontramos ante un bombardeo continuo de noticias entremezcladas con aspectos valorativos que, no hay que engañarse, no obedece al ejercicio de las reglas de la sana crítica ni a las libertades de prensa y opinión sino al puro y simple "yo sirvo a mi señor". Me pregunto por tanto para qué se necesita de los revolucionarios de baratillo en Twitter si ya tenemos un ejército de profesionales de la agitación y la propaganda que cada día se dedican a ladrar - con amplio eco además- en los medios, coro de hienas al que contribuyen los propios políticos y los apparatchiks bien remunerados que forman las cohortes de asesores. Si toda esta morralla no tiene alguna responsabilidad en los procesos de encabronamiento colectivo que venga Noam Chomsky y nos lo diga.
En cuanto al valor de las redes sociales no deja de encerrar un evidente cinismo el lanzamiento de loas a su valor en procesos de movimiento social - incluso siendo violentos- siempre y cuando nos pillen bien lejos y ello con independencia de la valoración que merezcan en cuanto a intenciones y resultado. Eso sí, cuando los tambores del mambo resuenan demasiado cerca vienen la inquietud y los cerrojazos policiales y judiciales.
Siempre cabe, desde luego, abrir el paraguas de la alarma social para justificar casi lo que se desee pero habría tal vez que interrogarse si no existe mucha mayor alarma previa acerca de otros aspectos del pacto social y apenas se hace nada por atajarlo a salvo de gestos de cara a la galería.
Por último, se dice y no sin motivos que la clase política es mero y estricto reflejo de la sociedad a la que se sirve (o de la que se sirve) y, claro, es muy difícil sustraerse al perverso influjo de una sociedad tan encanallada como la española. Sin embargo aquí se produce un proceso inverso al que sería deseable que partiese de unas supuestas élites: la ejemplaridad. No me cabe duda de que si tuviésemos una clase política mayoritariamente ejemplar la sociedad poco a poco iría enmendando en lugar de enmierdando sus hábitos y ello por un factor de imitación, por convicción interna, por vergüenza torera o vayan ustedes a saber por qué. En cambio, y aquí viene el problema último que hace España tan deleznable como ingobernable, el político se ha convertido en una expresión elevada a la enésima potencia de todo lo que de despreciable tenemos.