Pero me desdigo, la peor sensación no fue la de hacer las maniobras para sacarla, sino el día siguiente.
Esa madrugada, los que estábamos despiertos nos fuimos al saco con un nudo en la garganta. Al día siguiente en el campamento, por la mañana, reinaba un silencio de los que pesan. Si alguna vez he tenido claro lo que es sentir que el aire se puede cortar, fue en esa ocasión.
Nos dijeron que recogiéramos todo, que se acababa el campamento. Desmontamos las tiendas, el comedor y las construcciones que había. Todo sin decir ni mú. Todos con la mirada gacha y un lastre sobre los hombros que no podíamos entender. Hasta los niños más críos, los de 6 años que pertenecen a las secciones más pequeñas, parecían estar contagiados por nuestra miseria y se les veía tristes como perros abandonados.
Recuerdo ver cuchichear, a escondidas, a varios monitores, tapándose la boca, como si fueran futbolistas, y abrazándose los unos a los otros. No hacía falta ser un genio para intuir lo peor, pese a que todos nos agarrábamos a la efímera esperanza de que, aunque muy jodida, siguiera viva.
En el autobús de vuelta, nada de canciones. Nada de risas. Nada de nada. Cada uno con sus auriculares puestos. Con mucha congoja en el pecho y sin querer nunca llegar a casa.
Dos horas de trayecto que se hicieron eternas.
Al llegar al local donde nos reuníamos y esperaban nuestros padres, descargamos el bus y el camión con los materiales. Los monitores nos llamaron a las habitaciones que nos correspondían y nos dieron la noticia. Recuerdo ver a uno de mis mejores amigos, que siempre ha sido frío e inexpresivo como una serpiente, romper a llorar desconsolado. Había quién buscaba el abrazo inmediato. Los hubo que salieron sin decir palabra. Otro se puso a pegarle patadas a no sé qué. Yo me sentí muy ajeno a todo, como si nada de aquello fuera real. Como si nada de eso pudiera ser real. Porque no estaba bien, porque no era justo.
Me fui a mi casa, mis padres no vinieron a recogerme. Me conocían demasiado bien y me dieron el espacio necesario para que me fuera dando un paseo y respirase un rato. Por el camino, pasé delante de la casa de la compañera ya muerta. Recuerdo que en la ventana de su cuarto, en un quinto piso de un bloque de quince, había dibujado un corazoncito infantil con el nombre de los que éramos sus amigos en ese momento. Cuando me lo comentó, me pareció algo cursi, una chiquillada propia de una mente enamoradiza e infantil.
Al ver el dibujo indescifrable en la distancia, lloré sin consuelo. Una ancianita que pasa por allí, al escucharme, se paró un momento y me preguntó qué me pasaba. Intentaba animarme y me dijo algo así como que todo tenía solución. Que lo único contra lo que no se podía luchar era contra la muerte.
Precisamente, le dije, precisamente de eso se trata.
Se quedó paralizada y yo me fui a casa. No hablé con nadie. Entré en mi cuarto y me puse a jugar al Final Fantasy VII.
Pasé toda la noche en vela y salí de Midgar al amanecer; al día siguiente tenía que ir a mi primer entierro.