La historia de Rubén me ha dejado un poco melancólica, aquí dejo otra historia de amor de adolescencia, que a punto estuvo de terminar en una declaración.
Desde niña me gustaba un amigo de mis primos, se llamaba Jesús. Era un chico fascinante, encantador y físicamente el vivo retrato de Dave Gahan.
Tenía 4 años más que yo, y le conocí en la época en la que a él le empezaban a gustar las chicas y yo seguía jugando con la granja de Playmobil. Le veía todos los fines de semana y cuando le tenía delante, sólo podía desear que pasara el tiempo deprisa para que dejara de verme como a una niña. Tenía a mi favor el que fuera amigo de mis primos, ya que ese era un lazo que me unía a él, y tenía todo el tiempo del mundo para esperarle.
Cuando por fín me hice una mujercita, él empezó a salir con una chica (amiga del grupo) y lo dí todo por perdido. Deliberadamente me fui separando de todos, porque la admiración infantil se había convertido en algo más, y no podía evitar el sufrir al verle con ella.
Tras esto estuve unos 4 o 5 años sin verle, pero a menudo pensaba en él y en lo que podría haber pasado si yo no hubiese sido una simple mocosa. Por aquel entonces yo tenía unos 19 años. Un sábado sentí el impulso de llamar a mis primos para quedar por la noche, algo que nunca había hecho. Quedamos a las 12 en lo que por aquel entonces era Pachá. Y allí me fui, sola porque mis amigas no querían ir. Pensaba tomarme una cerveza con mis primos y volver con ellas, pero cual fue mi sorpresa, que Jesús estaba con ellos. Nos abrazamos durante unos 5 minutos, antes de articular palabra, y volví a sentirme como aquella cría que suspiraba en secreto por él.
Nos dijimos lo bien que nos habían sentado los años y pasamos horas recordando anécdotas de la infancia. Me contó que ya no estaba con aquella chica, y me preguntó que porqué había desaparecido de escena. No supe qué responder, tendría que haberle dicho la verdad, total, ya daba igual, pero no me atreví. Fue la noche más feliz de mi vida, veía aquello como una segunda oportunidad, pero las horas pasaban deprisa y yo tenía que irme a casa. Antes de irme bailamos un par de lentas (sí, lentas), y jamás me he sentido así entre los brazos de un hombre. Volvimos a abrazarnos y me fui, sin atreverme a darle ni un beso. Me preguntó si el sábado siguiente volvería a quedar con ellos y le dije que sí.
Durante esa semana me planteé si debía confesarle lo que sentía, todo lo que había pensado en él en esos años y me decidí a hacerlo. Algo me decía que iba a ser correspondida, y si no era así, al menos habría aprovechado esa segunda oportunidad. Dios mío, nunca he pasado unos días tan nerviosa como aquella semana. Todo el día planeando cómo provocar que nos quedáramos a solas, cómo iba a decírselo...
El viernes al mediodía llegué a casa, y sonó el teléfono. Era uno de mis primos y apenas le salía la voz. Tardó unos minutos en poder darme la mala noticia. Jesús había muerto en un accidente de tráfico. La noche anterior, cuando iba a trabajar, un malnacido con 4 copas de más se había empotrado contra su R5, llevándose a la persona más especial que he conocido nunca. Quise morirme con él.
El sábado asistí a su entierro, y le confesé mi amor en silencio, mientras el funcionario de turno sellaba su tumba. Eso es lo más parecido a una declaración de amor que he hecho nunca.