stavroguin 11
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- 14 Oct 2010
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La semana pasada estuve buceando en un remoto país y conocí a una española muy maja.
Vale, lo sé, os estoy oyendo...
¿Y a nosotros qué?
¿Con qué cojones vas a aburrirnos ahora? ¿con tus putos días de la lona? ¿con tu frustración de cuarenton? ¿con tus abusos de autoridad? Vete a cagar al río, hombre....
Me voy ya mismo. Pero antes, dejadme que os hable un poco de ella.
A primera vista (e incluso a tercera o cuarta) parecía un dechado de virtudes: una ingeniera aeronáutica expatriada en un país europeo, guapa, con buen cuerpo, viajera de mochila y buceadora, dominando varios idiomas, en absoluto yolovalguista, todo lo contrario: sociable, dulce y alegre...
Y sin embargo, el sexto sentido arácnido que todos los neuróticos llevamos de serie en nuestro paleocerebro no paraba de mandarme señales de alerta.
Mi córtex cerebral tardó unas tres conversaciones en procesar la causa de la disonancia. Simplemente, la niña sólo tenía un tema de conversación: ella misma (y su orteguiana circunstancia).
A lo largo de los días que compartí con ella y con más gente, tuve ocasión de enterarme de todas sus peripecias vitales: su impresionante escalada desde un pueblo mesetario a un mundo cosmopolita y glamuroso, la cuantía de su nómina, sus pretendientes pasados y en ciernes, sus viajes aventureros y arriesgados, sus motivaciones. Jamás le vi mostrar el menor interés por ninguno de nosotros ni por ninguna de nuestras opiniones. Sólo ella y su monólogo, que a partir del segundo día pasó a convertirse en un ruido de fondo al que no presté ninguna atención más allá de algún cordial monosílabo de cortés asentimiento.
El último día, supongo que un poco mosqueada con mi indiferencia, se descolgó con sus historias de arriesgada mochilera: un guía nepalí que la acompañó durante 2 semanas y que terminó abofeteándola y perdiendo su trabajo ante la negativa a enrrollarse con él (después, supongo, de que lo calentase como un mono día tras día para subirse el ego) y un compañero de ruta neozelandés guapo y encantador al que usó de pagafantas y protector para no viajar sola y con el que se negó a enrrollarse el último día (a pesar de que le apetecía mucho, según ella). En fin, nada nuevo bajo el sol: además de egocéntrica, calientapollas y algo aprovechada.
Es una constante que aparece de vez en cuando en mi camino (y supongo que también en el vuestro): una mujer que parece casi perfecta, pero que lleva insertada en el fondo el alma el solipsismo egoísta, la indiferencia hacia el otro, la incapacidad de considerar a los que los rodean como algo diferente al atrezzo de la obra de la que son protagonistas perpetuas.
Vale, lo sé, os estoy oyendo...
¿Y a nosotros qué?
¿Con qué cojones vas a aburrirnos ahora? ¿con tus putos días de la lona? ¿con tu frustración de cuarenton? ¿con tus abusos de autoridad? Vete a cagar al río, hombre....
Me voy ya mismo. Pero antes, dejadme que os hable un poco de ella.
A primera vista (e incluso a tercera o cuarta) parecía un dechado de virtudes: una ingeniera aeronáutica expatriada en un país europeo, guapa, con buen cuerpo, viajera de mochila y buceadora, dominando varios idiomas, en absoluto yolovalguista, todo lo contrario: sociable, dulce y alegre...
Y sin embargo, el sexto sentido arácnido que todos los neuróticos llevamos de serie en nuestro paleocerebro no paraba de mandarme señales de alerta.
Mi córtex cerebral tardó unas tres conversaciones en procesar la causa de la disonancia. Simplemente, la niña sólo tenía un tema de conversación: ella misma (y su orteguiana circunstancia).
A lo largo de los días que compartí con ella y con más gente, tuve ocasión de enterarme de todas sus peripecias vitales: su impresionante escalada desde un pueblo mesetario a un mundo cosmopolita y glamuroso, la cuantía de su nómina, sus pretendientes pasados y en ciernes, sus viajes aventureros y arriesgados, sus motivaciones. Jamás le vi mostrar el menor interés por ninguno de nosotros ni por ninguna de nuestras opiniones. Sólo ella y su monólogo, que a partir del segundo día pasó a convertirse en un ruido de fondo al que no presté ninguna atención más allá de algún cordial monosílabo de cortés asentimiento.
El último día, supongo que un poco mosqueada con mi indiferencia, se descolgó con sus historias de arriesgada mochilera: un guía nepalí que la acompañó durante 2 semanas y que terminó abofeteándola y perdiendo su trabajo ante la negativa a enrrollarse con él (después, supongo, de que lo calentase como un mono día tras día para subirse el ego) y un compañero de ruta neozelandés guapo y encantador al que usó de pagafantas y protector para no viajar sola y con el que se negó a enrrollarse el último día (a pesar de que le apetecía mucho, según ella). En fin, nada nuevo bajo el sol: además de egocéntrica, calientapollas y algo aprovechada.
Es una constante que aparece de vez en cuando en mi camino (y supongo que también en el vuestro): una mujer que parece casi perfecta, pero que lleva insertada en el fondo el alma el solipsismo egoísta, la indiferencia hacia el otro, la incapacidad de considerar a los que los rodean como algo diferente al atrezzo de la obra de la que son protagonistas perpetuas.