¡Por fin estaba a solas con Gladys, y había llegado la hora que decidiría mi suerte! Durante toda la velada me había sentido como el soldado que espera la señal que le ha de lanzar a una empresa desesperada, alternándose en su ánimo la esperanza de la victoria y el temor al fracaso. Ella estaba sentada, y su perfil orgulloso y delicado se recortaba sobre el fondo rojo de la cortina que había detrás de ella. ¡Qué bella era! Y, sin embargo, ¡qué distante! Éramos amigos, muy buenos amigos, pero nunca había podido pasar con ella de una camaradería similar a la que podía unirme a cualquiera de mis colegas periodistas de la Gazette: una camaradería perfectamente franca, afectuosa y asexual.
Todos mis instintos rechazan a la mujer que se muestra demasiado franca y desenvuelta conmigo. Esto no es ningún cumplido para el hombre. Allí donde surgen los verdaderos sentimientos sexuales, la timidez y el recelo son sus compañeros, como herencia de aquellos viejos y crueles días en los que el amor y la violencia iban con frecuencia de la mano. La cabeza inclinada, los ojos bajos, la voz trémula, el estremecido retroceso ante la proximidad de los cuerpos; éstas, y no la mirada atrevida y la respuesta franca, son las auténticas señales de la pasión. Me había alcanzado la corta experiencia de mi vida para aprender todo eso..., o lo había heredado de esa memoria de la raza humana que llamamos instinto.
Gladys poseía todas las cualidades de la feminidad. Algunos la juzgaban fría y dura, pero semejante pensamiento era una traición. Esa piel delicadamente bronceada, casi oriental en su pigmentación, esos cabellos negros como ala de cuervo, los grandes ojos húmedos, los labios gruesos pero exquisitos..., todos los estigmas de la pasión estaban presentes en ella. Pero yo era dolorosamente consciente de que hasta ahora no había descubierto el secreto que haría surgir esa pasión a la superficie. Sin embargo, fuera como fuese, estaba decidido a terminar con la duda y hacer que las cosas se aclarasen definitivamente aquella noche. Lo más que ella podía hacer era rechazarme, y era mejor ser rechazado como amante que aceptado como hermano.
Hasta ahí me habían llevado mis pensamientos y estaba ya a punto de romper aquel largo y molesto silencio cuando dos ojos negros se posaron en mí con expresión de censura, mientras la orgullosa cabeza se sacudía en un gesto de sonriente reproche.
–Tengo el presentimiento de que te vas a declarar, Ned. Preferiría que no lo hicieses, porque las cosas
son mucho más agradables tal y como están.
Acerqué un poco más mi silla.
–Pero, ¿cómo has sabido que iba a declararme? –le pregunté verdaderamente asombrado.
–¿Acaso no lo saben siempre las mujeres? ¿Supones que hubo alguna vez en el mundo mujer a la que una declaración haya cogido de sorpresa? ¡Oh, Ned, nuestra amistad era tan buena y tan placentera! ¡Sería una lástima echarla a perder! ¿No comprendes cuán espléndido resulta que un joven y una muchacha sean capaces de hablar cara a cara, como nosotros lo hacíamos?
–No lo sé, Gladys... Verás, yo puedo hablar cara a cara con... con el jefe de estación.
No puedo imaginar cómo se introdujo este funcionario en la conversación, pero el caso es que apareció, haciéndonos reír a ambos.
–No. Eso no me satisface lo más mínimo. Quiero rodearte con mis brazos, apoyar tu cabeza en mi pecho, y, oh, Gladys, quiero...
Al ver que yo me proponía poner en práctica algunos de mis deseos, ella saltó de su silla.
–Lo has echado todo a perder, Ned –dijo–. Todo es tan bello y natural hasta que estas cosas ocurren... ¡Qué pena! ¿Por qué no puedes dominarte?
–No he sido yo quien lo ha inventado –me defendí–. Es la naturaleza. ¡Es el amor!
–Bien, quizá sería diferente si amásemos los dos. Pero yo nunca he sentido amor.
–Pero tú tienes que sentirlo... ¡Tú, con tu belleza, con tu alma! ¡Oh, Gladys, tú has sido hecha para amar! ¡Debes amar!
–Hay que esperar a que el amor llegue.
–¿Y por qué no puedes amarme a mí, Gladys? ¿Es por mi aspecto, o qué?
Ella pareció ablandarse un poco. Extendió la mano –¡con qué gracia y condescendencia!– y empujó mi cabeza hacia atrás. Luego contempló mi rostro levantado hacia ella y sonrió pensativamente.
–No, no es eso –dijo al fin–. Como no eres uno de esos muchachos engreídos por naturaleza, puedo decirte confiadamente que no es por eso. Es por algo más profundo.
–¿Mi carácter?
Asintió severamente.
–¿Qué puedo hacer para enmendarme? Siéntate y discutámoslo. ¡No, no haré nada si te sientas, de verdad!
Me miró con recelo e incertidumbre, algo que me impresionó mucho más en su favor que su habitual y confiada franqueza. ¡Qué bestial y primitivo parece todo esto cuando uno lo pone por escrito! Y quizá, después de todo, sea tan sólo un sentimiento propio de mi naturaleza. De todos modos, ella volvió a sentarse.
–Y ahora, dime que hay de malo en mí.
–Es que estoy enamorada de otro –dijo ella. Esta vez me tocó a mí saltar de la silla.
–No se trata de nadie en particular –explicó riéndose ante la expresión de mi rostro–. Sólo es un ideal.
Nunca he hallado la clase de hombre a que me refiero.
–Háblame de ese hombre. ¿Cómo es? ¿A quién se parece?
–Oh, podría parecerse mucho a ti.
–¡Bendita seas por decir eso! Bueno. ¿Qué es lo que él hace y yo no pueda hacer? Di una sola palabra: que es abstemio, vegetariano, aeronauta, teósofo, superhombre..., y trataré de serlo yo también. Gladys, si sólo me dieras alguna idea de lo que te agradaría que fuese...
Ella rompió a reír ante la flexibilidad de mi carácter.
–Bien –dijo–. Ante todo no creo que mi hombre ideal hablase de este modo. Él sería más duro, más severo y no estaría dispuesto a adaptarse tan fácilmente a los caprichos de una muchacha tonta. Pero, por encima de todo, tendría que ser un hombre capaz de hacer cosas, de actuar, de mirar a la muerte cara a cara sin temerla... Un hombre capaz de grandes hazañas y extraordinarias experiencias. No sería al hombre al que yo amaría, sino a las glorias por él ganadas, que se reflejarían en mí. ¡Piensa en Richard Burton! Cuando leo el libro que su esposa escribió acerca de su vida, comprendo el amor que sentía por él. ¡Y el de lady Stanley! ¿Has leído alguna vez ese maravilloso capítulo final del libro que escribió acerca de su marido? Ésa es la clase de hombres que una mujer sería capaz de adorar con toda su alma, engrandeciéndose, en lugar de sentirse más pequeña a causa de su amor, porque todo el mundo la honraría como la inspiradora de nobles hazañas.
Estaba tan bella, exaltada por el entusiasmo, que mis sentidos estuvieron a punto de quebrar el elevado nivel que hasta entonces había mantenido la conversación. Me reprimí con un gran esfuerzo y continué con mis argumentaciones.
–No todos podemos ser Stanleys o Burtons –dije–. Además, tampoco se nos presentan tales oportunidades; por lo menos, yo nunca las tuve. Si se me presentasen, trataría de aprovecharlas.
–Las ocasiones están a nuestro alrededor, sin embargo. El rasgo característico de esa clase de hombre aque me refiero es que son ellos quienes forjan sus propias oportunidades. No es posible retenerlos. Nunca me encontré con uno de ellos, y, sin embargo, me parece que los conozco perfectamente. Estamos rodeados de heroísmos que esperan que nosotros los concretemos. Son los hombres quienes deben hacerlo y a las mujeres les está reservado darles su amor como recompensa. Fíjate en ese joven francés que ascendió en globo la semana pasada. Soplaba un viento fortísimo, pero, como estaba anunciada su partida, insistió en remontarse. El viento lo arrastró a mil quinientas millas de distancia en veinticuatro horas y cayó en el centro de Rusia. Ésta es la clase de hombre a que me refiero. ¡Piensa en la mujer amada por él, en cómo la
habrán envidiado las otras mujeres! Esto es lo que me gustaría: que me envidiasen por mi hombre.
–Yo habría hecho lo mismo para complacerte.
–Pero no deberías hacerlo simplemente para agradarme. Deberías hacerlo porque no puedes evitarlo, porque surge de un impulso interior, inherente a ti mismo; porque el hombre que llevas dentro clama por expresarse de una manera heroica. Por ejemplo, tú me describiste, el mes pasado, la explosión en la mina de carbón de Wigan. ¿Por qué no descendiste para ayudar a esa gente, a pesar de la atmósfera deletérea?
–Lo hice.
–Nunca me lo dijiste.
–No valía la pena alardear de ello.
–No lo sabía.
Ella me miró con mayor interés.
–Fue valeroso de tu parte.
–Tuve que hacerlo. Si uno quiere escribir un buen reportaje, tiene que estar donde las cosas suceden.
–¡Qué móvil tan prosaico! Eso parece quitarle todo romanticismo. Sin embargo, cualquiera que fuese el motivo, me alegro de que bajases a la mina.
Gladys me tendió la mano, pero con tanta gentileza y dignidad que no pude menos de inclinarme y besársela. Luego me dijo:
–Me atrevo a decir que no soy más que una mujer tonta con caprichos de muchacha. Pero es algo tan real para mí, algo que forma parte de mi ser de manera tan completa, que no tengo más remedio que seguir este impulso y obrar así. Si me caso, me casaré con un hombre famoso.
–¿Por qué no? –exclamé–. Son las mujeres como tú las que impulsan a los hombres. ¡Dame una oportunidad y verás si la aprovecho! Además, como tú has dicho, son los hombres quienes deben crear sus propias oportunidades sin esperar a que les sean dadas. Fíjate en Clive, que no era más que un amanuense y conquistó la India. ¡Por Dios! ¡Aún tengo algo que hacer en el mundo!
Ella rió ante mi súbita efervescencia irlandesa.
–¿Por qué no? –dijo–. Posees todo lo que un hombre pueda desear: juventud, salud, vigor físico, instrucción, energía. Al principio sentí que hablases de ese modo. Pero ahora me alegro, me alegro mucho, de que con ello hayan despertado en ti esos sentimientos.
–¿Y si llego a...?
Su mano se posó como tibio terciopelo sobre mis labios.
–Ni una palabra más, señor. Ya hace media hora que deberías haber llegado a la redacción para tus tareas de la noche; pero no tuve valor para recordártelo. Algún día, quizá, cuando hayas ganado tu lugar en el mundo, hablaremos de todo esto otra vez.
Y así fue como aquella brumosa noche de noviembre me encontré persiguiendo el tranvía de Camberwell, con el corazón que parecía estallar en mi pecho y con la vehemente determinación de no dejar pasarni un día más sin procurar alguna hazaña que fuese digna de mi dama. Pero nadie en este ancho mundo habría sido capaz de imaginar la envergadura increíble que iba a adquirir esta hazaña, ni los extraños pasos que habrían de llevarme a su concreción.
Después de todo, el lector podría pensar que este capítulo inicial no tiene nada que ver con mi narración; pero ésta no habría existido sin aquél, porque únicamente cuando el hombre se arroja al mundo pensando que el heroísmo lo rodea por todas partes, y con el deseo siempre vivo en su corazón de salir a conquistar el primero que pueda avizorar, es cuando rompe, como yo lo hice, con la vida acostumbrada y se aventura en el crepúsculo místico de la maravillosa tierra que encierra las grandes aventuras y las grandes recompensas.
¡Heme aquí, pues, en la redacción de la Daily Gazette, de cuyo personal era yo un insignificante número, con la firme determinación de hallar aquella misma noche, si era posible, una empresa digna de mi Gladys! ¿Era crueldad rigurosa de su parte, era egoísmo que ella me pidiese que arriesgara mi vida para su propia glorificación? Tales pensamientos pueden asaltar a un hombre de edad madura, pero nunca a un ardoroso joven de veintitrés años en la fiebre de su primer amor.
---------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------
---------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------
Y Gladys... ¡oh, Gladys mía!... Gladys, la del místico lago, que ahora será rebautizado como Lago Central, de ningún modo alcanzará la inmortalidad por mi intermedio. ¿Acaso no había advertido yo nunca que en su naturaleza había alguna fibra inflexible? ¿Acaso no percibía, incluso en los tiempos en que estaba orgulloso de obedecer sus mandatos, que era seguramente un amor muy pobre el que era capaz de enviar a su amado a la muerte o al peligro que conduce a la aniquilación? ¿Acaso, en mis pensamientos más verdaderos, que siempre se repetían y siempre echaba a un lado, no divisaba, más allá de la belleza del rostro, e inclinándome dentro del alma, las sombras gemelas del egoísmo y de la inconstancia destacándose oscuramente allá en el fondo? ¿Amaba ella lo heroico y lo espectacular por su misma nobleza o iba detrás de la gloria que pudiera reflejarse sobre ella misma sin esfuerzo ni sacrificio? ¿O bien estos pensamientos son el resultado de la vana sabiduría que sucede a los hechos? Fue el mayor golpe de mi vida.
Por un momento esa conmoción me convirtió en un cínico. Pero ha pasado ya, mientras escribo, una semana. Hemos celebrado nuestra trascendental entrevista con lord John y... bueno, quizá las cosas podrían haber sido peores.
Dejádmelo contar en pocas palabras. En Southampton no había carta ni telegramas para mí, de modo que llegué a la pequeña villa de Streatham hacia las diez de la noche, invadido por una alarma febril. ¿Estaría viva o muerta? ¿Dónde habían quedado todos mis sueños nocturnos de brazos abiertos, el rostro sonriente, las palabras de alabanza para su hombre, el que había arriesgado su vida para complacer un antojo suyo?
Yo había caído ya de las altas cimas y estaba con los pies bien asentados sobre la tierra. Sin embargo, algunas buenas razones me habrían hecho volar de nuevo hacia las nubes. Atravesé presuroso el sendero del jardín, llamé a la puerta, oí dentro la voz de Gladys, hice a un lado a la atónita doncella e irrumpí en la sala.
Ella estaba sentada en un taburete bajo la luz de una lámpara de pie con pantalla que estaba junto al piano. Crucé la habitación en tres pasos y cogí sus dos manos entre las mías.
–¡Gladys! –exclamé–. ¡Gladys!
Ella levantó la vista para mirarme con asombro. Algo había cambiado en ella de una manera sutil. La expresión de sus ojos, la mirada dura y levantada, los labios rígidos, todo era nuevo para mí. Retiró las manos.
–¿Qué significa esto? –dijo.
–¡Gladys! –exclamé–. ¿Qué sucede? Tú eres mi Gladys, ¿no eres... la pequeña Gladys Hungerton?
–No –dijo–. Yo soy Gladys Potts. Permíteme que te presente a mi marido.
¡Qué absurda es la vida! Me hallé inclinándome y estrechando la mano de un hombrecillo de cabellos color de jengibre que estaba repantigado en el hondo sillón que en otro tiempo había estado consagrado a mi propio uso. Ambos intercambiamos inclinaciones de cabeza y sonrisas forzadas, puestos de pie uno frente al otro.
–Papá ha permitido que nos quedásemos a vivir aquí. Estamos terminando de arreglar nuestra casa –dijo Gladys.
–¿Ah, sí? –dije yo.
–Entonces, no recibiste mi carta en Pará, ¿verdad?
–No, no recibí ninguna carta.
–¡Oh, qué lástima! Ella te lo hubiera aclarado todo.
–Todo está bastante claro –dije.
–Le he contado todo a William acerca de ti –repuso ella–. No tenemos secretos. Siento tanto lo ocurrido... Sin embargo, la cosa no sería tan profunda si te permitió marcharte al otro lado del mundo dejándome sola. No eres rencoroso, ¿verdad?
–No, en absoluto. Bien, creo que me voy.
–Tome usted algún refresco –dijo el hombrecito, y añadió en tono confidencial–: Siempre sucede así, ¿no es cierto? Y debe ser así a menos que exista la poligamia, sólo que al revés. Usted me comprende.
Se rió como un idiota mientras yo me encaminaba hacia la puerta. Ya iba a atravesarla cuando un impulso súbito y fantástico me hizo volver atrás para ir al encuentro de mi rival triunfante, que miró nerviosamente hacia el timbre eléctrico.
–¿Querría usted contestarme una pregunta? –pregunté.
–Bueno, si es razonable –dijo.
–¿Cómo lo consiguió? ¿Buscó un tesoro escondido, descubrió uno de los polos, superó a algún pirata, cruzó a nado el Canal de la Mancha, o qué? ¿Dónde está la fascinación romántica? ¿Cómo la conquistó?
Me miró fijamente con una expresión desesperanzada en su rostro vacío, bonachón, insignificante.
–¿No cree usted que todo esto es algo demasiado personal? –dijo.
–Bueno, una sola pregunta más –exclamé–. ¿Qué es usted? ¿Cuál es su profesión?
–Soy escribiente de un procurador –dijo–. El segundo en las oficinas de Johnson and Merrivale's, 41, Chancery Lane.
–¡Buenas noches! –dije, y desaparecí entre las sombras, como todos los héroes desconsolados y con el corazón deshecho; con la pena, la ira y la risa hirviendo dentro de mí como en una olla puesta al fuego.
Otra pequeña escena y habré terminado. Anoche hemos cenado todos en las habitaciones de lord John Roxton, y de sobremesa nos sentamos a fumar en buena camaradería y hablamos otra vez de nuestras aventuras. Resultaba extraño ver en este entorno distinto las caras y figuras tan conocidas y habituales. Estaba Challenger, con su sonrisa condescendiente, sus párpados entrecerrados, sus ojos intolerantes, la barba agresiva y su enorme torso, engreído y satisfecho mientras propinaba teorías a Summerlee. Y también estaba allí Summerlee, con su corta pipa de escaramujo entre el delgado bigote y su gris barba de chivo, adelantando su rostro consumido para debatir vehementemente todas las afirmaciones de Challenger. Y por último allí estaba nuestro anfitrión, con su rostro ceñudo y aguileño y sus fríos y azules ojos de glaciar en cuyas profundidades siempre resplandecía una llamita de humor y malicia. Ésta es la última imagen de ellos que me llevo conmigo. Era después de la cena, en su propio sanctum –la habitación de luminosidades rosáceas y los innumerables trofeos–, donde lord John Roxton se proponía decirnos algo. Sacó de un aparador una vieja caja de cigarros y la depositó encima de la mesa.
–Hay una cosa –dijo– que quizá debí haberles dicho antes de ahora, pero quería saber algo más claramente qué cosa tenía entre manos. No tiene sentido despertar esperanzas que luego se disipan. Pero son hechos, no esperanzas, lo que ahora tenemos con nosotros. Recordarán ustedes aquel día en que hallamos el nidal de los pterodáctilos en la ciénaga... ¿no? Bueno, algo en la situación del terreno me llamó la atención. Quizá ustedes no lo advirtieron, por eso lo refiero ahora. Era una tronera volcánica llena de arcilla azul.
Los profesores asintieron con movimientos de cabeza.
–Y bien: de todos los lugares del mundo que he visitado, sólo en otro hallé una boca volcánica de arcilla azul. Fue en la gran mina de diamantes De Beers, en Kimberley... ¿eh? Como ustedes ven, los diamantes se me metieron en la cabeza. Aparejé una armadura para mantener a distancia a aquellas hediondas bestias y pasé allí un día feliz empuñando una escarda. Esto es lo que saqué.
Abrió su caja de cigarros y dándole vuelta dejó caer unas veinte o treinta piedras toscas, cuyo tamaño variaba entre el de un guisante y el de una castaña.
–Tal vez pensarán ustedes que debí haberlo contado antes. Bueno, así lo habría hecho, sólo que sé que hay montones de trampas para el incauto y que muchas piedras de cualquier tamaño pueden resultar de poco valor una vez que se aclara su color y consistencia. Por eso las traje, y el primer día de nuestro arribo a casa llevé una al joyero Spink y le pedí que la tallase toscamente y que la tasase.
Sacó de su bolsillo una caja de píldoras y cogió un hermoso diamante que resplandecía, una de las piedras preciosas más bellas que había visto en mi vida.
–Ahí está el resultado –dijo–. El joyero tasó el lote en un precio mínino de doscientas mil libras. Por supuesto lo repartiremos entre nosotros cuatro. No quiero oír nada en contrario. Y bien, Challenger, ¿qué hará con sus cincuenta mil?
–Si realmente insiste usted en su generoso parecer –dijo el profesor–, fundaré un museo privado, algo que ha sido uno de mis sueños desde hace mucho tiempo.
–¿Y usted, Summerlee?
––Me retiraré de la enseñanza, y así hallaré tiempo para proseguir mi clasificación definitiva de los fósiles calcáreos.
–Y yo usaré mi parte –dijo lord John Roxton– para equipar una expedición bien organizada y echar otro vistazo a nuestra vieja y querida meseta. En lo que se refiere a usted, compañerito, por supuesto gastará la suya en casarse.
–Pues no pienso hacerlo, todavía –dije con una sonrisa apesadumbrada–. Creo que más bien me gustaría ir con usted, si me acepta.
Lord Roxton no dijo nada, pero una mano morena se extendió hacia mí a través de la mesa.