Los jueves santos mis amigos y yo solemos quedar para hacer la última cena.
Quedamos a las 6 de la tarde y nos recorremos como genuinos tristes los bares de abuelos de mi barrio pidiendo en cada uno un vino hasta ponernos como Obelix en la película de Asterix contra los romanos, es decir, hasta el mismísimo ojete. Es nuestro particular calvario, que termina en la cruzifixión simbolizada en el vomitar.
El objetivo es que el viernes santo tengamos el estómago tan destrozado que nos sea imposible ingerir algo sólido y, por ende, carne. Aunque cuando estamos borrachos destrozamos varios elementos del espacio público, insultamos a los minusválidos, nos reímos de los ancianos y agredimos a los indigentes, somos buenos cristianos, nos santiguamos después de pecar y empezamos a beber justo cuando acaba la procesión.