¿Os he comentado que me encantan los encurtidos? Seguro que no.
Pues sucede que hace unos cuantos años le hice caso a un indocumentado que me dijo que las mejores aceitunas del mundo las hacían en Grecia, y un agosto tonto lié el petate, pillé un avión y me planté allí solo y sin plan a ver lo que se cocía en esos lares, por eso de que no soy un mierdas de esos a los que les deprime su propia compañía.
Tenía entonces veinticinco años, y me acuerdo bien de eso porque bajé del avión y había en Atenas una cosa que se llamaban olimpiadas, con lo cual y tras mucho rogar a un peseto conseguí alojamiento para esa noche en una ciudad saturada de guiris en un cuchitril infecto con las paredes y el techo forrados de espejos sucios y con una tele en la que solo salía porno. Me hice una buena paja antes de quedarme roque encima de la apestosa cama viendo una peli cerda y mi reflejo desnudo en los espejos besándome los bíceps. Resuelto a pirarme de esa ciudad a la mañana siguiente, y pese al calor, me abstuve de ducharme porque si bien puedo identificar los metales que oxidan en verde, que el desagüe de la ducha oxidase en azul añil sobre un cerco de algo parecido a crema calcificada me pareció harto sospechoso.
Compré un pasaje en el primer ferri que salía del Pireo rumbo a las Saronicas, unas islitas ahí al lado donde van los atenienses a olvidarse de que viven en una puta fosa séptica, y desembarqué en Egina, famosa por los estomagantes pistachos que cultivan. Ahí me instalé en un sitio cuco y salí a la noche a devorar un kebab de esos que se hacen pinchando filetes de verdad en el espetón, en vez de la pata moruna de elefante que conocemos por aquí. Celebré que mi suerte mejoraba en un bar, al lado de un cañero de Strongbow del que salieron un par de pintas de refrescante ambrosía de buena mierda británica, y me fuí a la playa a fumarme tranquilamente un trocolo de kifi sentado en las ruinas griegas de un espigón.
Al cabo de un rato apareció súbitamente a mi espalda un caballero de mediana estatura y edad. El calvito y barrigón, agitaba la mano cerca de la boca mientras golpeaba rítmicamente el interior de uno de sus carrillos con la lengua, haciendo de esta manera el símbolo universal de ¿Quieres que te la chupe, majo? Decliné la amable oferta levantando el puño de la mano hábil, mostrándole así el símbolo universal de ¡O te piras o te inflo a hostias, pedazo de maricón! Mientras, miraba no sin aprensión, hacia las sombras de las que había surgido el medio metro aquel por si se ocultaban allí más repugnantes invertidos. Ciertamente asqueado por el episodio, volví a la seguridad del alumbrado público deambulando por la zona de bares para encontrármelos prácticamente vacíos, puesto que no son tan de trasnochar como nosotros en ese país de sodomitas.
Al pasar errando por delante de uno, me hizo girar la cabeza extrañado que saliese de él la voz del yonki Carmona cantando esto;
Entre la penumbra, y de pasada, pude atisbar en el fondo oscuro del local el vuelo ligero de un vestido azul y blanco de algodón estampado acariciando suave y pizpireto con sus revoleras y medias serpentinas el mejor par de piernas que Afrodita haya dejado en usufructo a una Mujer. Dí un paso atrás y colgué mi hombro del quicio de la puerta admirando como la delgada gasa pintaba de sensualidad las curvas de una pelirroja de bucles largos de lujuria hasta la cintura bailando sola al son de la gitanada.
Allí, colgadito de la puerta y de sus putos huesos, me cazó mirándola como en un anuncio de colonia para guapas. Se paró y me miró una diosa con los ojos que partieron Creta en dos, y alzó una tímida mano de nácar saludándome. La camisa de lino que no me llegaba al cuerpo debía tener imán por la divinidad, porque me llevó flotando a través de la pista hasta ella.
Sin mediar palabra y sin saber como, mi brazo encontró que encajaba en el hueco perfecto de su cintura, y que el otro se dedicaba a apartar el velo de fuego que tapaba su rostro y el camino de sus labios.
La besé, y en vez de partirme la cara con el dorso de la mano, me regaló la misma risa cantarina que hace siete años me volvería a enamorar de mi actual novia.
Lo siento por todos vosotros que no teneís la grandísima suerte de haber sido bendecidos por la providencia y la buena genética con una carita que empapa bragas. ¿Qué quereís que os diga? Joderos putos fracas, porque en mi vida la banda sonora que toca es esta.
Le señalé la salida y juntos cambiamos menos de media docena de frases en el tiempo que tardamos en llegar a la puerta de un hotelito pequeño de tres plantas al que me invito a pasar. Así supe que era albanesa, su nombre y poco más. Para mi sorpresa, no entramos en ninguna habitación y me dirigió escaleras arriba hasta la azotea del edificio donde Eros y Nyx guiaron con muy buen tiento nuestras manos sobre nuestros jóvenes cuerpos. Lo hicimos suave, sin prisas. Disfrutando de la mezcla viva de nuestros cuerpos, sintiendo los destellos de deleite en los ojos del otro.
Con ella a horcates, estallé en su interior sabiendo que la amaba. Olvide en el rojo telón de su cuello una cara más adulta y madura que ya sabía a ciencia cierta entre las nubes de sus caricias que acababa de echar el mejor polvo de mi puta vida.
Tendidos en una tumbona roñosa sesteamos hasta que se levantó y me obsequió con la visión de una mirada a media vuelta que dibujaba una sonrisa mientras se levantaba uno de los tirantes del vestido. Me levanté y me dispuse a seguirla a la perdición. Se dió la vuelta y me paró posándome la más dulce de las manos en el pecho y me plantó un beso en los labios y otro en la punta de la nariz con ese ademán femenino de estirarse sobre las puntillas que marca a fuego la raza de las mujeres por las que dejarse destripar.
Allí me quedé, envolviendo a Selene con las volutas de humo de un cigarrillo mientras intentaba en vano acariciar otra vez las estrellas con las yemas de mis dedos.
Pase dos días buscándola enamorado hasta las putas trancas patrullando por su hotel y pateándome los garitos de ese pueblo por si volvía a verla. Al final acabé acompañado por el grifo de sidra que a la tercera noche tiró sobre mi vaso bastantes más de dos pintas. Fogoso como soy y con una hostia como un templario, le hice al camarero el gesto universal de poner cara interrogativa y los brazos en perpendicular al cuerpo moviéndolos rítmicamente hacia el puto amo preguntándole así ¿En este pueblo dónde coño se folla?
Se rió y me indicó una dirección a seguir hacia fuera del pueblo. Después de lo que me pareció algo así como un kilómetro encontré los rótulos rosas de neón de un lugar que haría las delicias de unos cuantos señores de León y en el que creo que ponía esto; Ξενοδοχείο Bahillo.
Y allí estaba ella, y no detrás de la barra sirviendo copas precisamente.
A veces la única manera de recoger del suelo tu carita bonita de bobo y los añicos en los que se te parte el corazón es abrir la cartera y hacer que un billete de cincuenta cambie rápido de manos a cambio de una pelirroja sonrisa falsa de mutua decepción y del calor de un cuerpo que ya te es completamente ajeno.
Ignoro si los supertacañones del foro han llegado ya a la conclusión de sí las putas tienen o no alma. Lo único que sé yo es que esa noche perdí allí lo poco que quedaba de la mía.
Curioso país. Las aceitunas una puta mierda, verdes, raquíticas, y te las venden cortadas en rodajas rollo para echar a la pizza en latas de salmuera mala.