Me crie entre forestales y cazadores de los que se papean lo que matan. Esa es mi familia.
No tuve muchos juguetes, pero tenía otras formas de entretenimiento. Podía estar solo a mi puta bola las tardes enteras metido en el monte sin que una madre o padre atacados se preocupasen de mí. Eso está bien, no me quejo. No era negligencia por su parte, era simplemente la confianza que tenían de no tener un hijo completamente subnormal y dependiente. Algo que supongo los chavales de ahora echarían de menos si lo hubiesen conocido.
En ese entorno aprendí a observar, ser paciente y resolutivo. En cierta medida a confiar en mis habilidades y valerme por mi mismo, y aunque os cueste creerlo, ciertas normas de conducta éticas con los bichos y con el medio. Como por ejemplo; no hacer sufrir gratuitamente a lo que tengas que matar. Esta fue la primera norma que me enseño mi padre la primera vez que puso un zorzal herido en mi mano y me hizo estamparlo contra el suelo para que no sufriese más. Ni me acuerdo la edad, bien pudieran haber sido cuatro o cinco años. Y puedo aseverar que cuando le explicas el porqué de las cosas a un crío; que te vas a comer ese bicho y que no hay que putearlo más de la cuenta, solo los débiles o enfermos pueden tener un trauma con ello.
Pero siempre hay excepciones.
Tenía ocho años, y nuestro gallinero estaba tres kilómetros metido en el monte en una finca que teníamos donde cristo dio las tres voces. Los caminos no eran como ahora y podías olvidarte de subir allí en coche. Había que ir a pata desde el pueblo y esa es una de las razones por las que supongo me dejaban campar por allí suelto a mis anchas mientras estaban haciendo cosas.
Teníamos jaulas trampa de las de laterales deslizantes para proteger a las gallinas y los conejos de alimañas. Es la única opción viable que hay si quieres comerte tus buenos pollos, tus buenos huevos o tus buenos conejos en esas circunstancias en las que no puedes aislar completamente tus animales de depredadores. Funcionan así; pones el cebo, normalmente las sardinas de lata que te sobran del almuerzo en el medio de la jaula, donde hay un balancín, que al pisarlo el bicho que entra hace que los laterales de la jaula caigan y lo atrapan dentro vivo.
Un día cayó una garduña dentro, y como eran otros tiempos, entonces no avisabas a mi colega del centro de recuperación de fauna para que la censaran, la microchiparan y la soltasen en otro puto lado. Entonces no, entonces le dabas matarile y curtías la piel.
Para curtir una piel es importante que no esté muy estropeada, por eso hay que matar al bicho sin dejarle muchas marcas en ella. Como mi padre me vio lo suficientemente crecido, esta vez me puso en la mano una varilla fina afilada de inox para que me ocupase de la garduña pinchándole con ella en el corazón, procurando no joder mucho la piel al dejar solo un agujerito con ella, porque por puta casualidad ese día no había a mano ni un veintidós ni una triste chimbera para meterle algo de plomo en la mollera y acabar como dios manda con el asunto.
Podéis imaginar que un bicho ágil como pocos que se dedica a papearse ardillas (la garduña), no estaba muy por la labor de que un puto mocoso lo ensartase, y a poco espacio que tenía dentro de la jaula se revolvía y no me dejaba darle una buena estocada. Podéis imaginar los pobres intentos de mierda del chaval. Podéis imaginar también que al puto crio condicionado por hacer las putas cosas bien y no joderle la marrana al bicho, le temblaba bastante la mano por la responsabilidad.
Lo que nunca vais a poder imaginar son los jodidos gruñidos de rabia e impotencia del pobre animal, ni como se me siguen clavando en el tiempo los putos gritos agudos que empezó a pegar una vez que le hinque la varilla en el pecho y apoye mi poco peso en ella. No podéis imaginar la sensación de estar haciendo una mierda por un puto pellejo de mierda, ni el tiempo eternamente largo de mierda hasta que se terminó de callar, ni que el respeto que te habían enseñado hasta entonces, ya no valía de una puta mierda.
Podéis imaginar que los lagrimones perdido a tomar por culo en el monte fueron igual de copiosos y largos que la agonía de ese puto bicho.
Y hasta aquí el trauma de Clarice Orzowei.
Os dejo la foto de una ranita para que no esteís tristes.