Reminiscencias del Hortensia y del Klaus, añejadas en las barricas de roble de las neuronas de mi juventud, cuando las ciclogénesis todavía se llamaban temporales, relampaguean en el parabrisas inundado, mientras, a la derecha, la Ría, casi siempre apacible como un charco en la cuneta, se desata en un remolino de olas, espuma y silbidos, travistiendo su esencia alciónica en rabia oceánica, convirtiendose en un shemale sureño de la Costa de la Muerte.
El paseo es breve pero accidentado. Las rachas laterales de viento hacen oscilar mi sólido y anticuado coche como si fuese una simple caja de manzanas, las enormes ramas de eucaliptos caídas me obligan a extremar la prudencia en la conducción. Si una de ellas me acariciase el cráneo al apearme, creo que mis problemas terminarían en ese punto. La oscuridad es casi absoluta, el ruido de la ventisca lo domina todo, una pasta de barro, detritus varios y hojas caídas hace patinar las ruedas. Por fin llego a la playa.
Al pararme, un arreón de aire da la sensación de producir el vuelco definitivo, las ruedas se desplazan unos centímetros. A pesar de todo me apeo y bajo la rampa hacia la arena, procurando pasar rápidamente por debajo de los árboles oscilantes.
Aquí no queda nada del verano, de las horas felices nadando en un mar en calma, de lectura con una cerveza al lado, de cuerpos esculturales al sol. Alguien se llevó todo eso y lo sustituyó por esta pesadilla expresionista: el siniestro cielo cárdeno, el gris metálico del agua, el blanco omnipresente de la espuma, el pardo de la arena, el indefinible del granito. Solo una nota de color: el impermeable amarillo de otro hombre solitario (nuca podría ser una mujer) encaramado a las rocas, que un par de veces esquiva en el último segundo la mano de agua que intenta arrastrarlo a su seno. En fin, como dijo Don Francisco, nada en que fijar los ojos que no sea recuerdo de la muerte.
Empapado y con la mente en blanco vuelvo a la seguridad del vehículo. Nada más entrar suena el móvil. Y aquí se acaba la experiencia introspectiva, el ensimismamiento solipsista, la soledad en la tormenta. Los amigos me esperan. 20 minutos más tarde abro la puerta de la taberna: los sarmientos arden lentamente en la chimenea, que hoy tiene buen tiro y no llena el local de humo como acostumbra, la botella de albariño lleva un rato descorchada y me sirven la primera dosis, con la sonrisa de la amistad y las bromas de siempre, viejas pero no gastadas mientras exista el aprecio sincero. Y las libaciones y la compañía van dándome la paz de costumbre, mientras que el sonido de la tempestad al otro lado de la puerta de roble se vuelve confortable como un colchón de plumas de ganso.