La teoría nazi de Dragon Ball

Mongüiver rebuznó:




Temos que buscar
A bola do dragón
É un gran misterio
É unha conmoción

Temos que buscar
A bola do dragón
Entre tódolos misterios
Ten gran emoción

É un mundo alegre
dun país encantado
Entre todos moi contentos
Poderémolo atrapar

Haiche cousas preciosas nas que se transformar
Collelo espacio na nube e así poder viaxar
A aventura comeza vamola buscar (repetir 5 o 6 veces por ahi)

Por mares e montañas e polo universo enteiro
Tentándolle roubar o dragón (pausita... bateria...) milagreiro
E así a bola por fin connosco estará

Tentaremolo dunha vez
Agora xa non hai perigo
Cos meus golpes e o meu bastón
Conseguirei traer dunha vez o dragón

Temos que buscar
A bola do dragón
É un gran misterio
É unha conmoción

Temos que buscar
A bola do dragón
Entre tódolos misterios
Ten gran emoción

É un mundo alegre
Dun país encantado
Entre todos moi contentos
Poderémolo atrapar.






:face:


Facepalm.jpg


DoubleFacePalm.jpg


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multiplefacepalm.jpg
 
Sire, no lleváis razón :99 si los haikus sólo permiten vislumbrar su belleza en un idioma diferente del japonés, es el gallego 8-)



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A Sapo, le da para paja en el 1.44​
 
y alguno aun se pajeara

dragonball-hentai-23.jpg


la madre que os pario, sinverguenzas, que sois unos sinverguenzas

hijo de puta
 
Gatopardo rebuznó:
Tienes mas fotos desas?:oops:

no todo iba a ser calentarse el lomo contra seres del averno
dragonball-hentai-22.jpg

dragonball-hentai-28.jpg

dragonball-hentai-30.jpg

dragonball-hentai-11.jpg

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esta última es una metáfora de vegeta zumbandose a bulma
 
semete rebuznó:
no todo iba a ser calentarse el lomo contra seres del averno
dragonball-hentai-22.jpg

dragonball-hentai-28.jpg

dragonball-hentai-30.jpg

dragonball-hentai-11.jpg

martillo_neumatico.jpg


esta última es una metáfora de vegeta zumbandose a bulma

Pero esa es Bulma? porque no se le parece mucho, alomojon son las posturas y los fluidos que no dejan ver bien...

El mejor dragon ball fue el primero de largo, lo que vino despues fue muy raro, una descomunal ida de pinza.
 
Gatopardo rebuznó:
No me malinterprete, no he dicho que vaya a masturbarme con las imagenes, pero tenia curiosidad.

Algunas de las imagenes son mas caricaturas que otra cosa, otras estan muy bien hechas.

Osea que te masturbaste. ¿te palpaste la almorrana mientras? la presion del dedo sobre la pared rectal puede proporcionar mana de esperma sin igual.
Esto lo se porque me lo dijo un amigo. Si, eso es.
 
Gatopardo rebuznó:
No me malinterprete, no he dicho que vaya a masturbarme con las imagenes

no, si no hace falta que lo diga, usted se iba a masturbar de todas formas, no te jode, esto es como si voy a robar una moto y le digo al notas que se la voy a robar, pero de que cojones estamos hablando? esto es el colmo ya, como se puede tener tanta geta
 
SONGOANDA

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ONDA VITAL

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BU BU

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TRUNK

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SON GOHAN, KAME HAME HA, BU, TRANKS

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Yo había escuchado que los Simpson sí eran nanzis porque aparecen ciertos tipos de personajes estereotipados tales como el señor Burns, que parece representar al típico judío usurero y ávaro, con su nariz ganchuda y esos rasgos semíticos tan acentuados. No puede olvidarse tampoco el capítulo de los canteros, que es una clara alusión al tema de la masonería y poderes ocultos.

Además de eso tenemos a Homer que representa la mediocridad del ciudadano medio americano, y en general una imagen del hombre moderno: un inútil, mediocre, alcohólico y retrasado. Hay más cosas pero por la internet se ha hablado del tema. Probablemente sean casualidades, pero cualquiera sabe, oigan.

P.D: Por cierto, restacar el hilo para postear fotos de gente muerta es lo más, especialmente por la foto del que se ha volado los sesos y se ha quedado con un ojo a lo virulé.
 
general cobarde rebuznó:
no, si no hace falta que lo diga, usted se iba a masturbar de todas formas, no te jode, esto es como si voy a robar una moto y le digo al notas que se la voy a robar, pero de que cojones estamos hablando? esto es el colmo ya, como se puede tener tanta geta

semete rebuznó:
Osea que te masturbaste. ¿te palpaste la almorrana mientras? la presion del dedo sobre la pared rectal puede proporcionar mana de esperma sin igual.
Esto lo se porque me lo dijo un amigo. Si, eso es.

os juro y perjuro por la vagina de Lexi Belle que no me masturbe con las afotos.
 
Gatopardo rebuznó:
os juro y perjuro por la vagina de Lexi Belle que no me masturbe con las afotos.


Chicos, quiere deciros que, en efecto, se la ha pelado con fruición.

perjuro, ra.1. adj. Que jura en falso. U. t. c. s.
2. adj. Que quebranta maliciosamente el juramento que ha hecho.
3. m. p. us. Acción y efecto de perjurar.


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Tranqui Gato, todos por aquí se la han pelado viendo al

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Mongüiver rebuznó:
blao gatopardo pajillero mentirouso blao

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Dios, joder con los pantalones del que esta detras, todo un adelantado a su epoca. De ese luchado no me acuerdo, alguien sabe quien es?
 
Imagino que será Jake "The Snake" Roberts.

Ahhhh... los wrestlers... alimento foril de primera :lol:
 
Gatopardo rebuznó:
Dios, joder con los pantalones del que esta detras, todo un adelantado a su epoca. De ese luchado no me acuerdo, alguien sabe quien es?

Mongolover no tiene ni puta idea. Ese adonis es "Ravishing" Rick Rude. Jake The Snake no ha tenido ese torso en su puta vida.

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:oops: Es que yo sólo conozco a los de la goldem age.

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Ah, pues no, no era Jake, no.
 
BAILARÉ SOBRE TU TUMBA rebuznó:
Hola ¿eres nazi?

Yo no soy nazi, pero hay verdades que están tan a la vista de todos que, precisamente por eso, el vulgo no las ve o por lo menos no las reconoce. Así peregrinan los hombres en el jardín de la Naturaleza y se imaginan saberlo y conocerlo todo pasando, con muy pocas excepciones, como ciegos junto a uno de los más salientes principios de la vida; el aislamiento de las especies entre sí.
Basta la observación más superficial para demostrar cómo las innumerables formas de la voluntad creadora de la
Naturaleza están sometidas a la ley fundamental inmutable de la reproducción y multiplicación de cada especie
restringida a sí misma. Todo animal se apareja con un congénere de su misma especie. Sólo circunstancias
extraordinarias pueden alterar esa ley. Todo cruzamiento de dos seres cualitativamente desiguales da un producto de
término medio entre el valor cualitativo de los padres; es decir que la cría estará en nivel superior con respecto a
aquel elemento de los padres que racialmente es inferior, pero no será de igual valor cualitativo que el elemento
racialmente superior de ellos.
También la historia humana ofrece innumerables ejemplos en este orden; ya que demuestra con asombrosa claridad
que toda mezcla de sangre aria con la de pueblos inferiores tuvo por resultado la ruina de la raza de cultura superior.
La América del Norte, cuya población se compone en su mayor parte de elementos germanos, que se mezclaron sólo
en mínima escala con los pueblos de color, racialmente inferiores, representa un mundo étnico y una civilización
diferentes de lo que son los pueblos de la América Central y la del Sur, países en los cuales los emigrantes,
principalmente de origen latino, se mezclaron en gran escala con los elementos aborígenes. Este solo ejemplo permite
claramente darse cuenta del efecto producido por la mezcla de razas. El elemento germano de la América del Norte,
que racialmente conservó su pureza, se ha convertido en el señor del Continente americano y mantendrá esa posición
mientras no caiga en la ignominia de mezclar su sangre.
Todo cuanto hoy admiramos –ciencia y arte, técnica e inventos-no es otra cosa que el producto de la actividad
creadora de un número reducido de pueblos y quizá, en sus orígenes, de un solo pueblo. Todas las grandes culturas
del pasado cayeron en la decadencia debido sencillamente a que la raza de la cual habían surgido envenenó su
sangre.
Si se dividiese la Humanidad en tres categorías de hombres: creadores, conservadores y destructores de cultura,
tendríamos seguramente como representante del primer grupo sólo al elemento ario. El estableció los fundamentos y
las columnas de todas las creaciones humanas; únicamente la forma exterior y el colorido dependen del carácter
peculiar de cada pueblo.
Casi siempre el proceso de su desarrollo dio el siguiente cuadro:
Grupos arios, por lo general en proporción numérica verdaderamente pequeña, dominan pueblos extranjeros y
desarrollan, gracias a las especiales condiciones de vida del nuevo ambiente geográfico (fertilidad, clima, etc.) así
como también favorecidos por el gran número de elementos auxiliares de raza inferior disponibles para el trabajo, la
capacidad intelectual y organizadora latente en ellos. En pocos milenios y hasta en siglos logran crear civilizaciones
que llevan primordialmente el sello característico de sus inspiradores y que están adaptadas a las ya mencionadas
condiciones del suelo y de la vida de los autóctonos sometidos. A la postre empero, los conquistadores pecan contra el
principio de la conservación de la pureza de la sangre que habían respetado en un comienzo. Empiezan a mezclarse
con los autóctonos y cierran con ello el capítulo de su propia existencia.
Una de las condiciones más esenciales para la formación de culturas elevadas fue siempre la existencia de elementos
raciales inferiores, porque únicamente ellos podían compensar la falta de medios técnicos, sin los cuales ningún
desarrollo superior sería concebible. Seguramente la primera etapa de la cultura humana se basó menos en el empleo
del animal doméstico que en los servicios prestados por hombres de raza inferior.
Fue después de la esclavización de pueblos vencidos cuando comenzó a afectar también a los animales el mismo
destino y no viceversa, como muchos suponen; pues, primero fue el vencido quién debió tirar del arado y sólo después
de él vino el caballo. Únicamente los locos pacifistas pueden ser capaces de considerar esto como un signo de
iniquidad humana, sin darse cuenta de que ese proceso evolutivo debió realizarse para llegar al final a aquel punto
desde el cual los apóstoles pacifistas propagan hoy sus disparatadas concepciones.
El progreso de la Humanidad semeja el ascenso por una escalera sin fin, donde no se puede subir sin haberse servido
antes de los primeros peldaños. El ario debió seguir el camino que la realidad le señalaba y no aquel otro que cabe en
la fantasía de un moderno pacifista.
Se hallaba precisado con claridad el camino que el ario tenía que seguir. Como conquistador sometió a los hombres de
raza inferior y reguló la ocupación práctica de estos bajo sus órdenes conforme a su voluntad y de acuerdo con sus
fines. Mientras el ario mantuvo sin contemplaciones su posición señorial fue, no sólo realmente el soberano, sino
también el conservador y propagador de la cultura.
La mezcla de sangre y, por consiguiente, la decadencia racial son las únicas causas de la desaparición de viejas
culturas; pues, los pueblos no mueren por consecuencia de guerras perdidas sino debido a la anulación de aquella
fuerza de resistencia que sólo es propia de la sangre incontaminada.
Si se inquieren las causas profundas de la importancia predominante del arrianismo, se puede responder que esa
importancia no radica precisamente en un vigoroso instinto de conservación, pero si en la forma peculiar de
manifestación de ese instinto. Subjetivamente considerada, el ansia de vivir se revela con igual intensidad en todos los
seres humanos y difiere sólo en la forma de su efecto real. El instinto de conservación en los animales más primitivos
se limita a la lucha por la propia existencia. Ya en el hecho de la convivencia entre el macho y la hembra, por sobre el
marco del simple ayuntamiento, supone una amplificación del instinto de conservación natural. Casi siempre el uno
ayuda al otro a defenderse, de modo que aquí aparecen, aunque infinitamente primitivas, las primeras formas de
espíritu de sacrificio. Desde el marco estrecho de la familia, nace la condición inherente a la formación de asociaciones
más o menos vastas y por último la conformación de los mismos Estados.
Sólo en muy mínima escala existe esta facultad entre los seres humanos primitivos, hasta tal punto, que estos no
pasan de la etapa de la formación de la familia. Cuanto mayor sea la disposición para supeditar los intereses de índole
puramente personal, tanto mayor será también la capacidad que tenga el hombre para establecer vastas comunidades.
Este espíritu de sacrificio, dispuesto a arriesgar el trabajo personal y si es necesario la propia vida en servicio de los
demás, está indudablemente más desarrollado en el elemento de la raza aria que en el de cualquier otra. No sólo sus
cualidades enaltecen la personalidad del ario, sino también la medida en la cual está dispuesto a poner toda su
capacidad al servicio de la comunidad. El instinto de conservación ha alcanzado en él su forma más noble al subordinar
su propio yo a la comunidad y llegar al sacrificio de la vida misma en la hora de la prueba. El criterio fundamental del
cual emana este modo de obrar lo denominan –por oposición al egoísmo-idealismo. Bajo este concepto entendemos
únicamente el espíritu de sacrificio del individuo a favor de la colectividad, a favor de sus semejantes.
Justamente en épocas en las cuales el sentimiento idealista amenaza desaparecer, nos es posible constatar de una
manera inmediata una disminución de aquella fuerza que forma la comunidad y proporciona así las condiciones
inherentes a la cultura. Tan pronto como el egoísmo impera en un pueblo, se deshacen los vínculos del orden y los
hombres imbuidos por la ambición del bienestar personal se precipitan del cielo al infierno.
La posteridad olvida a los hombres que laboraron únicamente en provecho propio y glorifica a los héroes que
renunciaron a la felicidad personal.
El antípoda del ario es el judío.
Sus cualidades intelectuales han sido ejercitadas en el curso de los milenios. El nivel cultural corriente le proporciona al
individuo –sin que muchas veces él mismo se dé cuenta de ello-un cúmulo tal de conocimientos preliminares que con
este bagaje queda habilitado para poder encaminarse por sí solo. Como el judío jamás poseyó una cultura propia, los
fundamentos de su obra intelectual siempre fueron tomados de fuentes ajenas a su raza, de modo que el desarrollo
de su intelecto, tuvo lugar en todos los tiempos dentro del ambiente cultural que le rodeaba.
Nunca se produjo el fenómeno inverso.
Porque si bien el instinto de conservación del pueblo judío no es menor, sino más bien mayor que el de otros pueblos,
y aunque también sus aptitudes intelectuales despiertan la impresión de ser iguales a las de las demás razas, en
cambio le falta en absoluto la condición esencial inherente al pueblo culto; el sentimiento idealista.
El espíritu de sacrificio del pueblo judío no va más allá del simple instinto de conservación del individuo. Su aparente
gran sentido de solidaridad no tienen otra base que la de un instinto gregario muy primitivo, tal como puede
observarse en muchos otros seres de la naturaleza. Notable en este aspecto es el hecho de que ese instinto gregario
conduce al apoyo mutuo únicamente mientras un peligro común lo aconseje conveniente o indispensable. Es, pues, un
error fundamental deducir que por la sola circunstancia de asociarse para la lucha o mejor dicho para la explotación de
los demás, tengan los judíos un cierto espíritu idealista de sacrificio. Tampoco en esto impulsa al judío otro sentimiento
que el del puro egoísmo individual.
Por eso también el Estado judío –debiendo ser el organismo viviente, destinado a la conservación y multiplicación de
una raza- constituye, desde el punto de vista territorial, un Estado sin límite alguno. Porque la circunscripción
territorial determinada de un Estado supone en todo caso una concepción idealista de la raza que lo constituye y ante
todo supone tener una noción cabal del concepto trabajo. En la misma medida que se carece de este criterio, falla
también toda tentativa de formar y hasta de conservar un Estado territorialmente limitado. En consecuencia, le falta a
ese Estado la base primordial sobre la cual puede erigirse una cultura, porque la aparente cultura que posee el judío
no es más que el acervo cultural de otros pueblos, ya corrompido en gran parte en manos judías.
Al juzgar el judaísmo desde el punto de vista de su relación con el problema de la cultura humana, no se debe olvidar,
como una característica esencial, que jamás existió ni hoy, consiguientemente puede existir, un arte judío.
Como el pueblo judío nunca poseyó un Estado con una circunscripción territorial determinada y tampoco, en
consecuencia, tuvo una cultura propia, surgió la creencia de que se trataba de un pueblo que cabía clasificarlo entre
los nómadas. Este es un error tan profundo como peligros. El nómada vive indudablemente en una circunscripción
territorial definida, sólo que no cultiva el suelo como campesino arraigado, sino que vive del producto de su ganado,
peregrinando como pastor en sus territorios. La razón determinante de este modo de vivir hay que buscarla en la
escasa fertilidad del suelo que no le permite radicarse en un lugar fijo.
No, el judío no es un nómada; pues, hasta el nómada tuvo ya una noción definida del concepto “trabajo”, que habría
podido servirle de base para una evolución ulterior siempre que hubiesen concurrido en él las condiciones intelectuales
necesarias. El judío fue siempre un parásito en el organismo nacional de otros pueblos, y si alguna vez abandonó su
campo de actividad no fue por voluntad propia, sino como un resultado de la expulsión que de tiempo en tiempo
sufriera de aquellos pueblos de cuya hospitalidad había abusado. “Propagarse” es una característica típica de todos los
parásitos, y es así como el judío busca siempre un nuevo campo de nutrición.
En la vida parasitaria que lleva el judío, incrustada en el cuerpo de naciones y Estados, está la razón de eso que un
día indujera a Schopenhauer a exclamar que el judío es el “gran maestro de la mentira”. Su vida en medio de otros
pueblos puede, a la larga, subsistir, solamente si logra despertar en ellos la creencia de que, en su caso, no se trata
de un pueblo, sino de una “comunidad religiosa”, aunque muy singular.
Esta es por cierto su primera gran mentira.
Para poder vivir como parásito de pueblos, tiene que recurrir el judío a la mixtificación de su verdadero carácter. Ese
juego resultará tanto más cabal cuanto más inteligente sea el judío que lo ponga en práctica; y hasta es posible que
una gran parte del pueblo que le concede hospitalidad llegue a creer seriamente que el judío es en verdad un francés,
un inglés, un alemán o un italiano con la sola diferencia de su religión.
Los primeros judíos llegaron a las tierras de Germania durante la invasión de los romanos, y como siempre en calidad
de mercaderes. En el vaivén de las invasiones de los bárbaros, desaparecieron aparentemente, de suerte que se puede
considerar la época de la organización de los primeros estados germánicos como el comienzo de una nueva y definitiva
judaización del centro y del norte de Europa. El proceso del desarrollo que se inicia siempre que elementos judíos se
ven frente a pueblos arios, donde quiera que sea, tiene en todos los casos las mismas o muy parecidas características.
Con el establecimiento de las primeras colonizaciones hace el judío súbitamente su aparición. Paulatinamente se
introduce en la vida económica, no como productor, sino exclusivamente como intermediario. Su habilidad mercantil
de experiencia milenaria, lo coloca en un plano de gran ventaja con relación al ario, todavía ingenuo e ilimitadamente
franco. Comienza por prestar dinero. Los negocios bancarios y del comercio acaban por ser de monopolio exclusivo. El
tipo del interés usurario que cobra provoca al fin resistencias, excita indignación su creciente descaro y su riqueza
mueve a envidia. Su tiranía expoliadora llega a tal punto, que se producen reacciones violentas contra él; pero ninguna
persecución es capaz de apartarlo de sus métodos de explotación humana, ni se puede lograr expulsarlo, porque
pronto vuelve a aparecer y es el mismo de antes. Para evitar por lo menos lo peor, se comienza a proteger el suelo
contra la mano avarienta del judío, dificultándosele la adquisición de terrenos.
Cuanto más aumenta el poder de las dinastías, mayor es su empeño de acercarse a ellas. Por último, no necesita más
que dejarse bautizar para entrar en posesión de todas las ventajas y derechos de los hijos del país. El judío hace este
negocio con bastante frecuencia para beneplácito, por una parte, de la Iglesia que celebra la ganancia de un nuevo
feligrés y, por otra de Israel que se siente satisfecho del fraude consumado. Aun en tiempos de Federico el Grande a
nadie se le habría ocurrido ver en los judíos otra cosa que un pueblo “extraño” y el mismo Goethe se horrorizaba ante
la idea de que en el futuro la ley no prohibiese el matrimonio entre cristianos y judíos. ¡Por Dios! que Goethe no ha
sido ni un reaccionario ni un ilota. Lo que expresó no fue más que la voz de la sangre y de la razón. Pese a los
vergonzosos manejos de las Cortes, el pueblo se percata intuitivamente de que el judío es un cuerpo extraño en el
organismo nacional y lo trata como a tal.
Pero debió cambiar este estado de cosas. En el transcurso de más de un milenio ha llegado el judío a dominar en una
medida tal el idioma del pueblo que le da hospitalidad, que cree poder arriesgarse a acentuar menos que antes su
semitismo y en cambio decantar más su “germanismo”. Con esto se produce el caso de una de las mixtificaciones más
infames que se puede imaginar. La raza no radica en el idioma, sino exclusivamente en la sangre; una verdad que
nadie conoce mejor que el judío mismo, el cual justamente da poca importancia a la conservación de su idioma, en
tanto que le es capital el mantenimiento de la pureza de su sangre.
La razón por la cual el judío se decide en convertirse de un momento a otro en un “alemán”, surge a la vista: su
aspiración única tiende a la adquisición del goce pleno de los derechos del “ciudadano”.
Previamente empieza por reparar ante los ojos del pueblo el daño que hasta aquí le había inferido. Inicia su evolución
como “benefactor” de la humanidad. Corto tiempo después comienza a tergiversar las cosas, presentándose como si
hasta entonces hubiese sido la única víctima de las injusticias de los demás y no viceversa. Algunas gentes
excesivamente tontas creen en la patraña y no pueden menos que compadecer al “pobre infeliz”.
Algo más todavía: el judío se hace también intempestivamente liberal y se muestra un entusiasta del progreso
necesario a la humanidad. Poco a poco llega a hacerse de ese modo el portavoz de una nueva época.
Pero lo cierto es que él continua destruyendo radicalmente los fundamentos de una economía realmente útil al pueblo.
Indirectamente, adquiriendo acciones industriales, se introduce en el círculo de la producción nacional; convierte esta
en un objeto de fácil especulación mercantilista, despojando a las industrias y fábricas de su base de propiedad
personal. De aquí nace aquel alejamiento subjetivo entre el patrón y el trabajador que conduce más tarde a la división
política de las clases sociales.
A fin de cuentas, gracias a la Bolsa, crece con extraordinaria rapidez la influencia del judío en el terreno económico.
Asume el carácter de propietario por lo menos el de controlador de las fuentes nacionales de producción.
Para reforzar su posición política, el judío trata de eliminar las barreras establecidas en el orden racial y civil que
todavía le molestan a cada paso. Se empeña, con la tenacidad que el es peculiar, a favor de la tolerancia religiosa y
tiene en la francmasonería, que cayó completamente en sus manos, un magnífico instrumento para cohonestar y
lograr la realización de sus fines. Los círculos oficiales, del mismo modo que las esferas superiores de la burguesía
política y económica, se dejan coger insensiblemente en el garlito judío por medio de lazos masónicos. Pero el pueblo
mismo no cae en la fina red de la francmasonería; para reducirlo sería menester valerse de recursos más torpes, pero
no por eso menos eficaces.
Junto a la francmasonería está la prensa como una segunda arma al servicio del judaísmo. Con rara perseverancia y
suma habilidad sabe el judío apoderarse de la prensa, mediante cuya ayuda comienza paulatinamente a cercar y a
sofisticar, a manejar y a mover el conjunto de la vida pública, porque él está en condiciones de crear y de dirigir aquel
poder que bajo la denominación de “opinión pública” se conoce hoy mejor que hace algunos decenios.
Mientras el judío parece desbordarse en el ansia de “luces”, de “progresos”, de “libertades”, de “humanidad”, etc.,
practica íntimamente un estricto exclusivismo de su raza. Si bien es cierto que a menudo fomenta el matrimonio de
judías con cristianos influyentes, sabe en cambio mantener pura su descendencia masculina. Envenena la sangre de
otros, en tanto que conserva incontaminada la suya propia. Rara vez el judío se casa con una cristiana, pero si el
cristiano con una judía. Los bastardos de tales uniones tienen siempre del lado judío. Esta es la razón por la cual, ante
todo una parte de la alta nobleza, está degenerando completamente. Esto lo sabe el judío muy bien y practica por eso
sistemáticamente este modo de “desarmar” a la clase dirigente de sus adversarios de raza. Para disimular sus manejos
y adormecer a sus víctimas no cesa de hablar de la igualdad de todos los hombres, sin diferencia de raza ni color. Los
imbéciles se dejan persuadir.
 
Pero, ¿no habían chapado la Librería Europa?

¿Alguien tiene una foto de los padres de Irina para verificar lo de que dos üntermensch no pué salir tremenda hembra?
 
Discrepo en diversos de los puntos expuestos amigo Cáncer.

Si quieres quedamos un dia en Barna para hacer un coffee y lo comentamos.
 
Cáncer de Colon rebuznó:
Yo no soy nazi, pero hay verdades que están tan a la vista de todos que, precisamente por eso, el vulgo no las ve o por lo menos no las reconoce. Así peregrinan los hombres en el jardín de la Naturaleza y se imaginan saberlo y conocerlo todo pasando, con muy pocas excepciones, como ciegos junto a uno de los más salientes principios de la vida; el aislamiento de las especies entre sí.
Basta la observación más superficial para demostrar cómo las innumerables formas de la voluntad creadora de la
Naturaleza están sometidas a la ley fundamental inmutable de la reproducción y multiplicación de cada especie
restringida a sí misma. Todo animal se apareja con un congénere de su misma especie. Sólo circunstancias
extraordinarias pueden alterar esa ley. Todo cruzamiento de dos seres cualitativamente desiguales da un producto de
término medio entre el valor cualitativo de los padres; es decir que la cría estará en nivel superior con respecto a
aquel elemento de los padres que racialmente es inferior, pero no será de igual valor cualitativo que el elemento
racialmente superior de ellos.
También la historia humana ofrece innumerables ejemplos en este orden; ya que demuestra con asombrosa claridad
que toda mezcla de sangre aria con la de pueblos inferiores tuvo por resultado la ruina de la raza de cultura superior.
La América del Norte, cuya población se compone en su mayor parte de elementos germanos, que se mezclaron sólo
en mínima escala con los pueblos de color, racialmente inferiores, representa un mundo étnico y una civilización
diferentes de lo que son los pueblos de la América Central y la del Sur, países en los cuales los emigrantes,
principalmente de origen latino, se mezclaron en gran escala con los elementos aborígenes. Este solo ejemplo permite
claramente darse cuenta del efecto producido por la mezcla de razas. El elemento germano de la América del Norte,
que racialmente conservó su pureza, se ha convertido en el señor del Continente americano y mantendrá esa posición
mientras no caiga en la ignominia de mezclar su sangre.
Todo cuanto hoy admiramos –ciencia y arte, técnica e inventos-no es otra cosa que el producto de la actividad
creadora de un número reducido de pueblos y quizá, en sus orígenes, de un solo pueblo. Todas las grandes culturas
del pasado cayeron en la decadencia debido sencillamente a que la raza de la cual habían surgido envenenó su
sangre.
Si se dividiese la Humanidad en tres categorías de hombres: creadores, conservadores y destructores de cultura,
tendríamos seguramente como representante del primer grupo sólo al elemento ario. El estableció los fundamentos y
las columnas de todas las creaciones humanas; únicamente la forma exterior y el colorido dependen del carácter
peculiar de cada pueblo.
Casi siempre el proceso de su desarrollo dio el siguiente cuadro:
Grupos arios, por lo general en proporción numérica verdaderamente pequeña, dominan pueblos extranjeros y
desarrollan, gracias a las especiales condiciones de vida del nuevo ambiente geográfico (fertilidad, clima, etc.) así
como también favorecidos por el gran número de elementos auxiliares de raza inferior disponibles para el trabajo, la
capacidad intelectual y organizadora latente en ellos. En pocos milenios y hasta en siglos logran crear civilizaciones
que llevan primordialmente el sello característico de sus inspiradores y que están adaptadas a las ya mencionadas
condiciones del suelo y de la vida de los autóctonos sometidos. A la postre empero, los conquistadores pecan contra el
principio de la conservación de la pureza de la sangre que habían respetado en un comienzo. Empiezan a mezclarse
con los autóctonos y cierran con ello el capítulo de su propia existencia.
Una de las condiciones más esenciales para la formación de culturas elevadas fue siempre la existencia de elementos
raciales inferiores, porque únicamente ellos podían compensar la falta de medios técnicos, sin los cuales ningún
desarrollo superior sería concebible. Seguramente la primera etapa de la cultura humana se basó menos en el empleo
del animal doméstico que en los servicios prestados por hombres de raza inferior.
Fue después de la esclavización de pueblos vencidos cuando comenzó a afectar también a los animales el mismo
destino y no viceversa, como muchos suponen; pues, primero fue el vencido quién debió tirar del arado y sólo después
de él vino el caballo. Únicamente los locos pacifistas pueden ser capaces de considerar esto como un signo de
iniquidad humana, sin darse cuenta de que ese proceso evolutivo debió realizarse para llegar al final a aquel punto
desde el cual los apóstoles pacifistas propagan hoy sus disparatadas concepciones.
El progreso de la Humanidad semeja el ascenso por una escalera sin fin, donde no se puede subir sin haberse servido
antes de los primeros peldaños. El ario debió seguir el camino que la realidad le señalaba y no aquel otro que cabe en
la fantasía de un moderno pacifista.
Se hallaba precisado con claridad el camino que el ario tenía que seguir. Como conquistador sometió a los hombres de
raza inferior y reguló la ocupación práctica de estos bajo sus órdenes conforme a su voluntad y de acuerdo con sus
fines. Mientras el ario mantuvo sin contemplaciones su posición señorial fue, no sólo realmente el soberano, sino
también el conservador y propagador de la cultura.
La mezcla de sangre y, por consiguiente, la decadencia racial son las únicas causas de la desaparición de viejas
culturas; pues, los pueblos no mueren por consecuencia de guerras perdidas sino debido a la anulación de aquella
fuerza de resistencia que sólo es propia de la sangre incontaminada.
Si se inquieren las causas profundas de la importancia predominante del arrianismo, se puede responder que esa
importancia no radica precisamente en un vigoroso instinto de conservación, pero si en la forma peculiar de
manifestación de ese instinto. Subjetivamente considerada, el ansia de vivir se revela con igual intensidad en todos los
seres humanos y difiere sólo en la forma de su efecto real. El instinto de conservación en los animales más primitivos
se limita a la lucha por la propia existencia. Ya en el hecho de la convivencia entre el macho y la hembra, por sobre el
marco del simple ayuntamiento, supone una amplificación del instinto de conservación natural. Casi siempre el uno
ayuda al otro a defenderse, de modo que aquí aparecen, aunque infinitamente primitivas, las primeras formas de
espíritu de sacrificio. Desde el marco estrecho de la familia, nace la condición inherente a la formación de asociaciones
más o menos vastas y por último la conformación de los mismos Estados.
Sólo en muy mínima escala existe esta facultad entre los seres humanos primitivos, hasta tal punto, que estos no
pasan de la etapa de la formación de la familia. Cuanto mayor sea la disposición para supeditar los intereses de índole
puramente personal, tanto mayor será también la capacidad que tenga el hombre para establecer vastas comunidades.
Este espíritu de sacrificio, dispuesto a arriesgar el trabajo personal y si es necesario la propia vida en servicio de los
demás, está indudablemente más desarrollado en el elemento de la raza aria que en el de cualquier otra. No sólo sus
cualidades enaltecen la personalidad del ario, sino también la medida en la cual está dispuesto a poner toda su
capacidad al servicio de la comunidad. El instinto de conservación ha alcanzado en él su forma más noble al subordinar
su propio yo a la comunidad y llegar al sacrificio de la vida misma en la hora de la prueba. El criterio fundamental del
cual emana este modo de obrar lo denominan –por oposición al egoísmo-idealismo. Bajo este concepto entendemos
únicamente el espíritu de sacrificio del individuo a favor de la colectividad, a favor de sus semejantes.
Justamente en épocas en las cuales el sentimiento idealista amenaza desaparecer, nos es posible constatar de una
manera inmediata una disminución de aquella fuerza que forma la comunidad y proporciona así las condiciones
inherentes a la cultura. Tan pronto como el egoísmo impera en un pueblo, se deshacen los vínculos del orden y los
hombres imbuidos por la ambición del bienestar personal se precipitan del cielo al infierno.
La posteridad olvida a los hombres que laboraron únicamente en provecho propio y glorifica a los héroes que
renunciaron a la felicidad personal.
El antípoda del ario es el judío.
Sus cualidades intelectuales han sido ejercitadas en el curso de los milenios. El nivel cultural corriente le proporciona al
individuo –sin que muchas veces él mismo se dé cuenta de ello-un cúmulo tal de conocimientos preliminares que con
este bagaje queda habilitado para poder encaminarse por sí solo. Como el judío jamás poseyó una cultura propia, los
fundamentos de su obra intelectual siempre fueron tomados de fuentes ajenas a su raza, de modo que el desarrollo
de su intelecto, tuvo lugar en todos los tiempos dentro del ambiente cultural que le rodeaba.
Nunca se produjo el fenómeno inverso.
Porque si bien el instinto de conservación del pueblo judío no es menor, sino más bien mayor que el de otros pueblos,
y aunque también sus aptitudes intelectuales despiertan la impresión de ser iguales a las de las demás razas, en
cambio le falta en absoluto la condición esencial inherente al pueblo culto; el sentimiento idealista.
El espíritu de sacrificio del pueblo judío no va más allá del simple instinto de conservación del individuo. Su aparente
gran sentido de solidaridad no tienen otra base que la de un instinto gregario muy primitivo, tal como puede
observarse en muchos otros seres de la naturaleza. Notable en este aspecto es el hecho de que ese instinto gregario
conduce al apoyo mutuo únicamente mientras un peligro común lo aconseje conveniente o indispensable. Es, pues, un
error fundamental deducir que por la sola circunstancia de asociarse para la lucha o mejor dicho para la explotación de
los demás, tengan los judíos un cierto espíritu idealista de sacrificio. Tampoco en esto impulsa al judío otro sentimiento
que el del puro egoísmo individual.
Por eso también el Estado judío –debiendo ser el organismo viviente, destinado a la conservación y multiplicación de
una raza- constituye, desde el punto de vista territorial, un Estado sin límite alguno. Porque la circunscripción
territorial determinada de un Estado supone en todo caso una concepción idealista de la raza que lo constituye y ante
todo supone tener una noción cabal del concepto trabajo. En la misma medida que se carece de este criterio, falla
también toda tentativa de formar y hasta de conservar un Estado territorialmente limitado. En consecuencia, le falta a
ese Estado la base primordial sobre la cual puede erigirse una cultura, porque la aparente cultura que posee el judío
no es más que el acervo cultural de otros pueblos, ya corrompido en gran parte en manos judías.
Al juzgar el judaísmo desde el punto de vista de su relación con el problema de la cultura humana, no se debe olvidar,
como una característica esencial, que jamás existió ni hoy, consiguientemente puede existir, un arte judío.
Como el pueblo judío nunca poseyó un Estado con una circunscripción territorial determinada y tampoco, en
consecuencia, tuvo una cultura propia, surgió la creencia de que se trataba de un pueblo que cabía clasificarlo entre
los nómadas. Este es un error tan profundo como peligros. El nómada vive indudablemente en una circunscripción
territorial definida, sólo que no cultiva el suelo como campesino arraigado, sino que vive del producto de su ganado,
peregrinando como pastor en sus territorios. La razón determinante de este modo de vivir hay que buscarla en la
escasa fertilidad del suelo que no le permite radicarse en un lugar fijo.
No, el judío no es un nómada; pues, hasta el nómada tuvo ya una noción definida del concepto “trabajo”, que habría
podido servirle de base para una evolución ulterior siempre que hubiesen concurrido en él las condiciones intelectuales
necesarias. El judío fue siempre un parásito en el organismo nacional de otros pueblos, y si alguna vez abandonó su
campo de actividad no fue por voluntad propia, sino como un resultado de la expulsión que de tiempo en tiempo
sufriera de aquellos pueblos de cuya hospitalidad había abusado. “Propagarse” es una característica típica de todos los
parásitos, y es así como el judío busca siempre un nuevo campo de nutrición.
En la vida parasitaria que lleva el judío, incrustada en el cuerpo de naciones y Estados, está la razón de eso que un
día indujera a Schopenhauer a exclamar que el judío es el “gran maestro de la mentira”. Su vida en medio de otros
pueblos puede, a la larga, subsistir, solamente si logra despertar en ellos la creencia de que, en su caso, no se trata
de un pueblo, sino de una “comunidad religiosa”, aunque muy singular.
Esta es por cierto su primera gran mentira.
Para poder vivir como parásito de pueblos, tiene que recurrir el judío a la mixtificación de su verdadero carácter. Ese
juego resultará tanto más cabal cuanto más inteligente sea el judío que lo ponga en práctica; y hasta es posible que
una gran parte del pueblo que le concede hospitalidad llegue a creer seriamente que el judío es en verdad un francés,
un inglés, un alemán o un italiano con la sola diferencia de su religión.
Los primeros judíos llegaron a las tierras de Germania durante la invasión de los romanos, y como siempre en calidad
de mercaderes. En el vaivén de las invasiones de los bárbaros, desaparecieron aparentemente, de suerte que se puede
considerar la época de la organización de los primeros estados germánicos como el comienzo de una nueva y definitiva
judaización del centro y del norte de Europa. El proceso del desarrollo que se inicia siempre que elementos judíos se
ven frente a pueblos arios, donde quiera que sea, tiene en todos los casos las mismas o muy parecidas características.
Con el establecimiento de las primeras colonizaciones hace el judío súbitamente su aparición. Paulatinamente se
introduce en la vida económica, no como productor, sino exclusivamente como intermediario. Su habilidad mercantil
de experiencia milenaria, lo coloca en un plano de gran ventaja con relación al ario, todavía ingenuo e ilimitadamente
franco. Comienza por prestar dinero. Los negocios bancarios y del comercio acaban por ser de monopolio exclusivo. El
tipo del interés usurario que cobra provoca al fin resistencias, excita indignación su creciente descaro y su riqueza
mueve a envidia. Su tiranía expoliadora llega a tal punto, que se producen reacciones violentas contra él; pero ninguna
persecución es capaz de apartarlo de sus métodos de explotación humana, ni se puede lograr expulsarlo, porque
pronto vuelve a aparecer y es el mismo de antes. Para evitar por lo menos lo peor, se comienza a proteger el suelo
contra la mano avarienta del judío, dificultándosele la adquisición de terrenos.
Cuanto más aumenta el poder de las dinastías, mayor es su empeño de acercarse a ellas. Por último, no necesita más
que dejarse bautizar para entrar en posesión de todas las ventajas y derechos de los hijos del país. El judío hace este
negocio con bastante frecuencia para beneplácito, por una parte, de la Iglesia que celebra la ganancia de un nuevo
feligrés y, por otra de Israel que se siente satisfecho del fraude consumado. Aun en tiempos de Federico el Grande a
nadie se le habría ocurrido ver en los judíos otra cosa que un pueblo “extraño” y el mismo Goethe se horrorizaba ante
la idea de que en el futuro la ley no prohibiese el matrimonio entre cristianos y judíos. ¡Por Dios! que Goethe no ha
sido ni un reaccionario ni un ilota. Lo que expresó no fue más que la voz de la sangre y de la razón. Pese a los
vergonzosos manejos de las Cortes, el pueblo se percata intuitivamente de que el judío es un cuerpo extraño en el
organismo nacional y lo trata como a tal.
Pero debió cambiar este estado de cosas. En el transcurso de más de un milenio ha llegado el judío a dominar en una
medida tal el idioma del pueblo que le da hospitalidad, que cree poder arriesgarse a acentuar menos que antes su
semitismo y en cambio decantar más su “germanismo”. Con esto se produce el caso de una de las mixtificaciones más
infames que se puede imaginar. La raza no radica en el idioma, sino exclusivamente en la sangre; una verdad que
nadie conoce mejor que el judío mismo, el cual justamente da poca importancia a la conservación de su idioma, en
tanto que le es capital el mantenimiento de la pureza de su sangre.
La razón por la cual el judío se decide en convertirse de un momento a otro en un “alemán”, surge a la vista: su
aspiración única tiende a la adquisición del goce pleno de los derechos del “ciudadano”.
Previamente empieza por reparar ante los ojos del pueblo el daño que hasta aquí le había inferido. Inicia su evolución
como “benefactor” de la humanidad. Corto tiempo después comienza a tergiversar las cosas, presentándose como si
hasta entonces hubiese sido la única víctima de las injusticias de los demás y no viceversa. Algunas gentes
excesivamente tontas creen en la patraña y no pueden menos que compadecer al “pobre infeliz”.
Algo más todavía: el judío se hace también intempestivamente liberal y se muestra un entusiasta del progreso
necesario a la humanidad. Poco a poco llega a hacerse de ese modo el portavoz de una nueva época.
Pero lo cierto es que él continua destruyendo radicalmente los fundamentos de una economía realmente útil al pueblo.
Indirectamente, adquiriendo acciones industriales, se introduce en el círculo de la producción nacional; convierte esta
en un objeto de fácil especulación mercantilista, despojando a las industrias y fábricas de su base de propiedad
personal. De aquí nace aquel alejamiento subjetivo entre el patrón y el trabajador que conduce más tarde a la división
política de las clases sociales.
A fin de cuentas, gracias a la Bolsa, crece con extraordinaria rapidez la influencia del judío en el terreno económico.
Asume el carácter de propietario por lo menos el de controlador de las fuentes nacionales de producción.
Para reforzar su posición política, el judío trata de eliminar las barreras establecidas en el orden racial y civil que
todavía le molestan a cada paso. Se empeña, con la tenacidad que el es peculiar, a favor de la tolerancia religiosa y
tiene en la francmasonería, que cayó completamente en sus manos, un magnífico instrumento para cohonestar y
lograr la realización de sus fines. Los círculos oficiales, del mismo modo que las esferas superiores de la burguesía
política y económica, se dejan coger insensiblemente en el garlito judío por medio de lazos masónicos. Pero el pueblo
mismo no cae en la fina red de la francmasonería; para reducirlo sería menester valerse de recursos más torpes, pero
no por eso menos eficaces.
Junto a la francmasonería está la prensa como una segunda arma al servicio del judaísmo. Con rara perseverancia y
suma habilidad sabe el judío apoderarse de la prensa, mediante cuya ayuda comienza paulatinamente a cercar y a
sofisticar, a manejar y a mover el conjunto de la vida pública, porque él está en condiciones de crear y de dirigir aquel
poder que bajo la denominación de “opinión pública” se conoce hoy mejor que hace algunos decenios.
Mientras el judío parece desbordarse en el ansia de “luces”, de “progresos”, de “libertades”, de “humanidad”, etc.,
practica íntimamente un estricto exclusivismo de su raza. Si bien es cierto que a menudo fomenta el matrimonio de
judías con cristianos influyentes, sabe en cambio mantener pura su descendencia masculina. Envenena la sangre de
otros, en tanto que conserva incontaminada la suya propia. Rara vez el judío se casa con una cristiana, pero si el
cristiano con una judía. Los bastardos de tales uniones tienen siempre del lado judío. Esta es la razón por la cual, ante
todo una parte de la alta nobleza, está degenerando completamente. Esto lo sabe el judío muy bien y practica por eso
sistemáticamente este modo de “desarmar” a la clase dirigente de sus adversarios de raza. Para disimular sus manejos
y adormecer a sus víctimas no cesa de hablar de la igualdad de todos los hombres, sin diferencia de raza ni color. Los
imbéciles se dejan persuadir.

No, si no te decía a ti, pero quiero que sepas que me lo he leído todo atentamente y que me alegro de volver a verte por aquí.
 
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