Libros Ladrillos de nuestra vida (Fragmentos memorables y relatos breves)

  • Iniciador del tema Iniciador del tema Yahvé
  • Fecha de inicio Fecha de inicio
Estado
Cerrado para nuevas respuestas.
Baltasar Gracián en El Criticón rebuznó:
—Un secreto ha días deseo saber de Italia —dijo Critilo.

—¿Qué cosa? —le preguntó el Cortesano.

—Yo te lo diré: ¿Cuál sea la causa que siendo los franceses tan fatales para ella, los que la inquietan, la azotan, la pisan, la saquean, cada año la revuelven y son su total ruina, y al contrario, siendo los españoles los que la enriquecen, la honran, la mantienen en paz y quietud, los que la estiman, siendo Atlantes de la iglesia católica romana: con todo eso, se pierden por los franceses, se les va el corazón tras ellos, los alaban sus escritores, los
celebran sus poetas con declarada pasión, y a los españoles los aborrecen, los execran ysiempre están diciendo mal de ellos?

—¡Oh! —dijo el Cortesano—, has tocado un gran punto: no sé cómo te lo dé a entender. ¿No has visto muchas veces aborrecer una mujer el fiel consorte que la honra y que la estima, que la sustenta, la viste y la engalana, y perderse por un rufián que la da de bofetadas cada día y la acocea, la azota y la roba, la desnuda y la maltrata»?

—Sí.

—Pues aplica tú la semejanza.
 
LA RÍA DE BILBAO

Dupont, que tenía sus particulares puntos de vista sobre la industria y el comercio y la navegación, y pensaba ofrecérselos, a cambio de lo que quisiera darle, a un tasquero de Plencia al que había conocido de cochero pío al servicio de las Salesas, de Vitoria, tiró por la banda de estribor del Abra, por el camino de su meta, mientras el vagabundo, vuelto sobre sus inciertos pasos, subió, por la de babor, hasta Portugalete.
Solitario y errabundo, como era su deber, el vagabundo, entre tanto trajín y tanto afán, se sintió desgraciado como un niño sin consuelo, y quizá más solitario aunque también más mareado que nunca.
En aguas de Portugalete, y casi al alcance de la mano, están los destructores “Jorge Juan” y “Sánchez Barcáiztegui”, recortando sus bélicas y plomizas siluetas sobre el caserío abigarrado y bullidor de la otra banda, sobre los chalets y las tiendas y las casas de Las Arenas.
El vagabundo, entre tranvías que van y vienen, autobuses que vienen y van, y gentes que no se quedan y que se afanan, como hormigas, de un lado para otro, añora sus horas de campo abierto y monte coronado y sus paisajes de mínimas flores solitarias, triste ganado lleno de resignación, y el sol, como el amo de todo, columpiándose indolente, coqueto y gallo, entre dos nubes livianas.
Todos estos pueblos, igual que los pueblos de enfrente, están de hecho unidos a Bilbao; les pasa lo que a Tetuán de las Victorias o a los Carabancheles con relación a Madrid, antes de que Madrid se los tragase, y el tránsito de unos a otros no se nota ni poco ni mucho. Cuando estos pueblos sean incorporados a la capital, cosa que alguna vez sucederá, Bilbao habrá de convertirse, por el número de sus habitantes, quizás en la tercera ciudad de España.
Siguiendo las aguas de la bajamar, el vagabundo se llega dándose un paseo hasta Santurce, el pueblo de las sardinas de la copla y de la pescadora a la que apretaba el corsé, allá donde la mar comienza y las aguas se aclaran y se desengrasan.
Frente a Santurce está anclado el crucero “Galicia”, con su esbelto y noble dibujo, lleno de fuerza y de señorío, balanceándose sobre los botes que lo rodean.
Si el vagabundo hubiera podido se hubiese acercado hasta el crucero para saludar a su comandante; hubiera entrado, por su banda de babor, confundido con la tropa que volvía de pasear, y hubiera salido quizá por la de estribor, hecho un duque, en la gasolinera del capitán, reluciente como una clara amanecida y airosa y blanca igual que una gaviota. Pero el vagabundo se vuelve por donde ha venido y pronto olvida sus vanos y fantasioso sueños de grandeza.
A cambio de llevarle unas maletas que abultaban más que pesaban, unas maletas que parecían cargadas de aire, un viajante catalán compasivo y parlanchín invitó al vagabundo a cruzar hasta Las Arenas por el transbordador.
Colgado sobre las aguas de la ría, el vagabundo, que no está hecho para los inventos mecánicos, piensa que lo mejor de Vizcaya viene a resultar, para los demás, precisamente aquello que menos le divierte y le llama la atención.
En Las Arenas, el vagabundo se nutre de un bacalao con patatas muy sustancioso, y se refresca el gaznate con un vinillo agrio que no pasa mal para lo poco que cuesta, y en Algorta, que está un poco más arriba y ya en la mar, se fuma unas farias que cae, como llovido del cielo, del contento de una boda por la que acertó a pasar.
Guecho, que tapa con sus casas y sus recuerdos la punta Galea, queda un poco a la izquierda, y el vagabundo, dejando al otro lado a Sopelana y pasando por Barrica, se mete en Plencia, debajo de la punta Ormenza, en busca de su amigo Dupont y de la dirección que le diera: “Fermín Cuartango, vinos y comidas”, en el camino del muelle, detrás de la fábrica de gaseosas, oranges y piña tropical.
– ¿Me puede usted decir por dónde puedo llegar hasta el establecimiento de vinos y comidas de don Fermín Cuartango, industrial vinatero natural de Vitoria?
El galán interrogado se quedó mirando.
– ¡Anda y que, como fino, ya es, ya!
El vagabundo sonrió, entre satisfecho y presumido, entre altivo y orgulloso.
– Sí, señor, yo le vengo a resultar bastante fino cuando quiero y me lo propongo, que no se vaya usted a creer que es siempre. ¿Sabe usted por lo que le pregunto?
– Pues, no… Como saber, no sé… Eso quizá deba andar hacia la parte del muelle, detrás de la fábrica de oranges. ¿Sabe usted ir hasta la fábrica de oranges?
– No.
– Pues, entonces, lo mejor va a ser que pregunte.
El vagabundo se quedó pensando si el mozo le había sacado de dudas o le había dejado como estaba. Después de mucho cavilar se dio cuenta de que no, de que el mozo no le había sacado de dudas y de que más bien le había dejado como estaba.


Camilo José Cela. Del Miño al Bidasoa. Notas de un vagabundaje.
 
Ramon Llull rebuznó:
200px-Lew_Tolstoi.jpg


–No te cases nunca, nunca, amigo mío; te lo aconsejo. No te cases antes de que puedas decirte a ti mismo que has hecho todo lo posible por dejar de amar a la mujer escogida antes de verla tal como es; de otro modo, te equivocarás cruelmente, sin remedio… Cásate sólo cuando seas un viejo inútil… De lo contrario, morirá cuanto en ti haya de bueno y de noble; todo se dispersará en menudencias sin importancia. ¡Sí, sí, sí! No me mires con tanto asombro. Si ambicionas hacer algo en el porvenir, a cada paso te darás cuenta de que todo ha terminado para ti, que está cerrado, excepto el salón donde te verás a la altura de un lacayo de corte y de un idiota… Pero ¡a qué hablar!...– y agitó la mano con energía.
Pierre se quitó los anteojos, lo que cambió su rostro, que reflejaba todavía más bondad, y miró atónito al amigo.
–Mi esposa– continuó el príncipe Andréi –es una mujer excelente: una de esas raras mujeres con las que no peligra el honor de uno; pero, Dios mío, ¿qué no daría yo ahora por estar soltero? Eres la primera persona y el único a quien digo esto, y lo hago porque te quiero.
Al hablar así, el príncipe Andréi se parecía aún menos al Bolkonski de antes, arrellanado en los sillones de Anna Pávlovna, diciendo, entre dientes y con los ojos entornados, frases en francés. Ahora cada músculo de su enjuto rostro vibraba de nerviosa agitación y los ojos, antes apáticos e indiferentes, irradiaban vivísima luz. Era evidente que cuanto más displaciente parecía su vida cotidiana, mayor energía mostraba en los momentos de irritación.
–Tú no alcanzas a comprender por qué hablo así– prosiguió –, y sin embargo es la historia entera de la vida. Hablabas de Bonaparte y de su carrera– añadió, aunque Pierre no se había referido a Bonaparte. –Hablabas de Bonaparte, pero cuando Bonaparte trabajaba, cuando avanzaba paso a paso hacia su meta, era libre y no tenía delante otra cosa que su objetivo, y lo alcanzó. Pero en cuanto te atas a una mujer, entonces pierdes toda libertad, como un preso atado a sus cadenas. Cuando hay en ti de esperanza y de energía te oprime, y el arrepentimiento te atormenta. Recepciones, chismes, bailes, vanidades, nulidad; he aquí el círculo vicioso del que yo no puedo salir. Ahora parto para la guerra, para la mayor guerra que nunca haya existido, y no sé nada, no sirvo para nada. Je suis très aimable et très caustique– prosiguió el príncipe Andréi –y en casa de Anna Pávlovna me escuchan. Y esta necia sociedad, sin la cual no puede vivir mi esposa, esas mujeres… ¡Si tú pudieras saber cómo son toutes les femmes distingues y, en general, todas las mujeres! Tiene razón mi padre: el egoísmo, la vanidad, la estupidez, la nulidad en todo, aquí tienes a las mujeres cuando se muestran como son en realidad. Cuando se las ve en sociedad parece que valen algo, pero, en verdad, no valen nada, nada, nada. No te cases, amigo mío, no te cases– concluyó el príncipe.

Liev Tolstói; Guerra y paz I, I, VI


GLORIOSO, SÍ SEÑOR.....en todo caso, recomiendo la lectura del cuento de Leskov "A propósito de la sonata a Kreuzer de Tolstoi", en que se da una vuelta de tuerca prodigiosa a toda esta temática
 
MIL MONEDAS DE ORO

Un hombre rico quiso repartir mil monedas de oro a los pobres, pero como no sabía a cuáles pobres debía darlas, fue en busca de un sacerdote, y le dijo:
-Deseo dar mil monedas de oro a los pobres, mas no sé a quiénes. Tomad el dinero y distribuidlo como queráis.
El sacerdote le respondió:
-Es mucho dinero, y yo tampoco sé a quiénes darlo, porque acaso a unos daría demasiado y a otros muy poco. Decidme a cuáles pobres es preciso dar vuestro dinero y qué cantidad a cada uno.
El rico concluyó:
-Si no sabéis a quién dar este dinero, Dios lo sabrá: dadlo al primero que llege.
En la misma parroquia vivía un hombre muy pobre, que tenía muchos hijos y que estaba enfermo y no podía trabajar. Este pobre leyó un día en los Salmos: "Yo fui joven y he llegado a viejo, y no he visto nunca a un justo desamparado y a sus hijos reducidos a mendigar."
Pensó el pobre:
"¡Ay, de mí!, estoy abandonado de Dios, y, sin embargo, no he hecho nunca mal a nadie... Iré en busca del sacerdote y le preguntaré cómo es posible se encuentre una mentira tal en las Escrituras."
Y salió en busca del sacerdote; y al presentarse, el sacerdote se dijo:
"Este pobre es el primero que llega: le daré las mil monedas de oro del rico".


Liev Tolstói
 
Ramon Llull rebuznó:
MIL MONEDAS DE ORO

Un hombre rico quiso repartir mil monedas de oro a los pobres, pero como no sabía a cuáles pobres debía darlas, fue en busca de un sacerdote, y le dijo:
-Deseo dar mil monedas de oro a los pobres, mas no sé a quiénes. Tomad el dinero y distribuidlo como queráis.
El sacerdote le respondió:
-Es mucho dinero, y yo tampoco sé a quiénes darlo, porque acaso a unos daría demasiado y a otros muy poco. Decidme a cuáles pobres es preciso dar vuestro dinero y qué cantidad a cada uno.
El rico concluyó:
-Si no sabéis a quién dar este dinero, Dios lo sabrá: dadlo al primero que llege.
En la misma parroquia vivía un hombre muy pobre, que tenía muchos hijos y que estaba enfermo y no podía trabajar. Este pobre leyó un día en los Salmos: "Yo fui joven y he llegado a viejo, y no he visto nunca a un justo desamparado y a sus hijos reducidos a mendigar."
Pensó el pobre:
"¡Ay, de mí!, estoy abandonado de Dios, y, sin embargo, no he hecho nunca mal a nadie... Iré en busca del sacerdote y le preguntaré cómo es posible se encuentre una mentira tal en las Escrituras."
Y salió en busca del sacerdote; y al presentarse, el sacerdote se dijo:
"Este pobre es el primero que llega: le daré las mil monedas de oro del rico".


Liev Tolstói

Sólo por cosas como éstas Dios no extermina a la humanidad.
Si algo así no te conmueve es que no eres hombre.
 
Dos pasajes de Plateforme de Michel Houellebecq

“Valérie... dis-je avec hésitation, qu’est-ce que tu me trouves? Je ne suis ni très beau, ni très amusant; j’ai du mal à comprendre ce qu’il y a d’attirant en moi.” Elle me regarda sans rien dire; elle était presque nue, elle n’avait gardé que sa culotte. “Je te pose la question serieusement, insistai-je. Je suis là, un type usé, pas très liant, plutôt resigné à une vie ennuyeuse. Et puis tu viens vers moi, tu es amicale et affectueuse, et tu me donnes beaucoup de plaisir. Je ne comprends pas. Il me semble que tu cherches quelque chose en moi, qui ne s’y trouve pas. Tu vas être déçue, forcément.” Elle sourit, j’eus l’impression qu’elle hésitait à parler; puis elle posa une main sur mes couilles, approcha son visage. Je me remis à bander aussitôt. Elle enroula la base de mon sexe avec une mèche de ses cheveux, puis commença à me branler du bout des doigts. “Je ne sais pas... murmura-t-elle sans s’interrompre. C’est agréable que tu ne sois pas sûr de toi. Je t’ai beaucoup desiré pendant ce voyage. C’était horrible, j’y pensais tous les jours.”

La vie passe facilement à l’interiéur d’une institution, les besoins humains y sont pour l’essentiel satisfaits. J’avais retrouvé “Questions pour un champion”, c’etait la seule émission que je regardais, les actualités ne m’intéressaient plus du tout. Beaucoup d’autres pensionnaires passaient leur journée devant la télévision. Je n’aimais pas tellement, en fait: ça bougeait trop vite. Mon idée était que si je restais calme, si j’évitais le plus possible de penser, tout finirait par s’arranger.

Un matin d’avril, j’appris que les choses s’étaient, effectivement, arrangées, et que je pourrais bientôt sortir. Ça me paraissait plutôt une source de complications: il allait falloir que je trouve une chambre d’hôtel, que je reconstitue un environnement neutre. Au moins, j’avais de l’argent; c’était toujours ça. “Il faut prendre les choses du bon côté”, dis-je à une infirmière. Elle parut surprise, peut-être parce que c’était la première fois que je lui adressais la parole.

Contre le déni du réel, m’expliqua le psychiatre lors de notre dernier entretien, il n’y a pas de traitement précis; ce n’est pas vraiment un trouble de l’humeur, mais de la représentation. ¨S’il m’avait gardé à l’hôpital pendand tout ce temps, c’etait surtout parce qu’il craignait une tentative de suicide — elles son assez fréquentes, dans les cas de reprise de conscience brutale; mais maintenant j’étais hors de danger. Ah bon, dis-je, ah bon.
 
Su amor no era sencillo

Los detuvieron por atentado al pudor. Y nadie les creyó cuando el hombre y la mujer trataron de explicarse. En realidad, su amor no era sencillo. Él padecía claustrofobia, y ella, agorafobia. Era sólo por eso que fornicaban en los umbrales.

Mario Benedetti
 
Ramon Llull rebuznó:
Violeta Pagés, hija de un librepensador catalán, opulento industrial, se educó, si aquello fue educarse, hasta los quince años como el diablo quiso, y de los quince años en adelante como quiso ella. Anduvo por muchos colegios extranjeros, aprendió muchas lenguas vivas, en todas las cuales sabía expresar correctamente las herejías de su señor padre, dogmas en casa. Sabía más que un bachiller y menos que una joven recatada. Era hermosísima; su cabeza parecía destacarse en una medalla antigua, como aquellas sicilianas de que nos habla el poeta de los Trofeos; su indumentaria, su figura, sus posturas, hablaban de Grecia al menos versado en las delicadezas del arte helénico; en su tocador, de gusto arqueológico, sencillo, noble, poético, Violeta parecía una pintura mural clásica, recogida en alguna excavación de las que nos descubrieron la elegancia antigua. En el Manual de arqueología de Guhl y Koner, por ejemplo, podréis ver grabados que parecen retratos de Violeta componiendo su tocado.
Era pagana, no con el corazón, que no lo tenía, sino con el instinto imitativo, que le hacía remedar en sus ensueños las locuras de sus poetas favoritos, los modernos, los franceses, que andaban a vueltas con sus recuerdos de cátedra, para convertirlos en creencia poética y en inspiración de su musa plástica y afectadamente sensualista.
A fuerza de creerse pagana y leer libros de esta clase de caballerías, llegó Violeta a sentir y, sobre todo, a imaginar con cierta sinceridad y fuerza su manía seudoclásica.
Como, al fin, era catalana, no le faltaba el necesario buen sentido para ocultar sus caprichosas ideas, algunas demasiado extravagantes, ante la mayor parte de sus relaciones sociales, que no podían servirle de público adecuado, por lo poco bachilleras que son las señoritas en España y lo poco eruditos que son la mayor parte de los bachilleres.
A mí, no sé por qué, a los pocos días de tratarme creyóme digno de oír las intimidades de su locura pagana. No fue porque yo hiciera ante ella alarde de conocimientos que no poseo; más bien debió de haber sido por haber notado la sincera y callada admiración con que yo contemplaba a hurtadillas, siempre que podía, su hermosura soberana, los divinos pliegues de su túnica, las graciosas líneas de su cuerpo, el resplandor tranquilo e ideal de sus ojos garzos. ¡Oh, en aquella cabecita peinada por Praxíteles había fósforo necesario para hacer un poeta parnasiano de tercer orden; pero ¡qué templo el que albergaba aquellos pobres dioses falsos, recalentados y enfermizos! ¡Qué divino molde, qué elocuente estatuaria!
Violeta, como todas las mujeres de su clase, creería que por gustarme tanto su cuerpo yo admiraba su talento, su imaginación, sus caprichos, traducidos en imprudentes lecturas…
Ello fue que una noche, en un baile, después de cenar, a la hora de la fatiga voluptuosa en que las vírgenes escotadas y excitadas parece que olfatean en el ambiente perfumado los misterios nupciales con que sueña la insinuante vigilia, Violeta, a solas conmigo en un rincón de un jardín, transformado en estancia palatina, me contó su secreto, que empezaba como el de cualquier romántica despreciable, diciendo:
“Yo estoy enamorada de un imposible.”
Pero seguía de esta suerte:
“Yo estoy enamorada de un Centauro. Este sueño de la mitología clásica es el mío; para mí todo hombre es poco fuerte, poco rápido y tiene pocos pies. Antes de saber yo la fábula del hombrecaballo, desde muy niña sentí vagas inclinaciones absurdas y una afición loca por las cuadras, las dehesas, las ferias de ganado caballar, las carreras y todo lo que tuviera relación con el caballo. Mi padre tenía muchos, de silla y de tiro, y de cuadras como palacios, y a su servicio media docena de robustos mozos, buenos jinetes y excelentes cocheros. Muy de madrugada, yo bajaba, y no levantaría un metro del suelo, a perderme entre las patas de mis bestias queridas, bosque de columnas movibles de un templo vivo de mi adoración idolátrica. No sin miedo, pero con deleite, pasaba horas enteras entre los cascos de los nobles brutos, cuyos botes, relinchos, temblores de la piel, me imponían una especie de pavor religioso y cierta precoz humildad femenil voluptuosa, que conocen todas las mujeres que aman al que temen. Me embriagaba el extraño perfume picante de la cuadra, que me sacaba lágrimas de los ojos y me hacía soñar, como el mijo a los espectadores del teatro persa.
Soñaba con carreras locas por breñales y precipicios, saltando colinas y rompiendo vallas, tendida, como las amazonas de circo, sobre la reluciente espalda de mis héroes fogosos, fuertes y sin conciencia, como yo los quería. Fui creciendo y no menguó mi afición, ni yo traté de ocultarla; los primeros hombres que empezaron a ser para mí rivales de mis caballos fueron mis lacayos y mis cocheros, los hombres de mis cuadras. Bien lo conoció alguno de ellos; pero me libraron de su malicia mis desdenes, que al ver de cerca el amor humano lo encontraron ridículo por pobre, débil, por hablador y sutil. El caballo no bastaba a mis ansias, pero el hombre tampoco. ¡Oh qué dicha la mía cuando mis estudios me hicieron conocer al Centauro! Como una mística se entrega al esposo ideal y desprecia por mezquinos y deleznables los amores terrenales, yo me entregué a mis ensueños, desprecié a mis adoradores, y día y noche vi, y aún veo, ante mis ojos la imagen del hombre bruto, que tiene cabeza humana y brazos que me abrazan con amor, pero tiene también la crin fuerte y negra, a que se agarran mis manos crispadas por la pasión salvaje y tiene los robustos humeantes lomos, mezcla de luz y de sombra, de graciosa curva, de músculo amplio y férreo, lecho de mi amor en la carrera de nuestro frenesí, que nos lleva a través de montes y valles, bosques, desiertos y playas, por el ancho mundo. En el corazón me resuenan los golpes de los terribles cascos del animal al azotar y dominar la tierra, de que su rapidez me da el imperio; y es dulce con voluptuosidad infinita el contraste de su vigor de bruto, de su energía de macho feroz, fiel en su instinto, con la suavidad apasionada de las caricias de sus manos y de los halagos de sus ojos…”
Calló un momento Violeta, entusiasmada de veras y hermosísima en su exaltación; miróme en silencio, miró con sonrisa de lástima burlona a un grupo de muchachos elegantes que pasaban, y siguió diciendo:
“¡Qué ridículos me parecen esos buenos mozos con su frac y sus pantalones!... Son para mí espectáculo cómico, y hasta repugnante si insisto en mirarlos; les falta la mitad de lo que yo necesito en el hombre…; en el macho a quien yo he de querer y he de entregarme… Si me quieren robar, ¿cómo me roban? ¿Cómo me llevan a la soledad, lejos de todo peligro?... En ferrocarril o en brazos… ¡Absurdo! Mi Centauro, sin dejar de estrecharme contra su pecho, vuelto el tronco humano hacia mí, galoparía al arrebatarme, y el furor de su carrera encendería más y más la pasión la pasión de nuestro amor con el ritmo de los cascos al batir el suelo… ¡Cuántos viajes de novios hizo así mi fantasía! ¡La de tierras desconocidas que yo crucé tendida sobre la espalda de mi Centauro volador!... ¡Qué delicia respirar el aire que corta la piel en el vertiginoso escape!... ¡Qué delicia amar entre el torbellino de las cosas que pasan y se desvanecen mientras la caricia dura!... El mundo escapa, desaparece, y el beso queda, persiste…”
Como aquello del beso me pareció un poco fuerte, aunque fuese dicho por una señorita pagana, Violeta, que conoció en mi gesto mi extrañeza, suspendió el relato de sus locuras, y cerrando los ojos se quedó sola con su Centauro, entregándome a mí al abrazo secular de su desprecio.
Un poco avergonzado, dejé mi asiento y salí del rincón de nuestra confidencia, contento con que ella, por tener cerrados los ojos, como he dicho, no contemplara mi ridícula manera de andar como el bípedo mebos mitológico, como un gallo, por ejemplo.

Pasaron algunos años y he vuelto a ver a Violeta. Está hermosa, a la griega, como siempre, aunque más gruesa que antes. Hace días me presentó a su marido, el conde de La Pita, capitán de Caballería, hombrachón como un roble, hirsuto, de inteligencia de cerrojo, brutal, grosero, jinete insigne, enamorado exclusivamente del arma, como él dice, pero equivocándose, porque al decir el arma alude a su caballo. También se equivoca cuando jura (¡y jura bien!) que para él no hay más creencia que el espíritu de cuerpo; porque también entonces alude al cuerpo de su tordo, que sería su Plíades, si hubiera Plíades de cuatro patas y si hombres como el conde de La Pita pudieran ser Orestes. El tiempo que no pasa a caballo lo da La Pita por perdido; y, en su misantropía de animal perdido en una forma cuasi humana, declama, suspirando o relinchando, que no tiene más amigo verdadero que su tordo.
Violeta, al preguntarle si era feliz con su marido, me contestaba ayer, disimulando un suspiro: “Sí, soy feliz… en lo que cabe… Me quiere…, le quiero… Pero… el ideal no se realiza jamás en este mundo. Basta con soñarlo y acercarse a él en lo posible. Entre el conde y su tordo… ¡Ah! Pero el ideal jamás se cumple en la tierra.”
¡Pobre Violeta: le parece poco Centauro su marido!

Leopoldo Alas "Clarín"

Mi paisano sí que sabía escribir......lo grave es que con el paso del tiempo he ido conociendo a unas cuantas Violetas Pagés....
 
¡Sumergirse en la noche! Así como a veces se hunde la cabeza en el pecho para reflexionar, hundirse así por completo en la noche. En derredor duermen los hombres. Un pequeño espectáculo, un autoengaño inocente, es el de dormir en casas, en camas sólidas, bajo techo seguro, estirados o encogidos, sobre colchones, entre sábanas, bajo mantas; en realidad se han encontrado reunidos como antaño una vez y como después en una comarca desierta: un campamento a la intemperie, una inabarcable cantidad de gentes, un ejército, un pueblo, bajo un cielo frío, sobre una tierra fría, arrojados al suelo allí donde antes se estuvo de pie, con la frente apretada contra el brazo, y la cara contra el suelo, respirando tranquilamente. Y tú velas, eres uno de los vigías, hallas al prójimo agitando el leño encendido que tomaste del montón de astillas, junto a ti. ¿Por qué velas? Alguien tiene que velar, se ha dicho. Alguien tiene que estar ahí.


FRanz Kafka
 
tolstoi7.jpg


En la historia es inevitable el fatalismo para explicar sucesos irracionales (es decir, aquellos cuya sensatez no comprendemos). Y cuanto más intentamos explicar racionalmente esos fenómenos históricos, tanto más faltos de razón e incomprensibles nos parecen.
Cada ser humano vive para sí mismo, goza de libertad para lograr sus objetivos personales y siente, en su fuero íntimo, que puede o no realizar una determinada acción. Pero en cuanto la realiza, esa acción, ejecutada en un momento dado, se convierte en irreparable, pasa a ser patrimonio de la historia y no significa un acto libre sino predeterminado.
El hombre vive conscientemente para sí, disfruta de libertad para conseguir sus objetivos personales y realizar uno u otro acto, pero tan pronto la realiza, la acción cumplida, en un momento determinado, se hace irrecuperable y adquiere importancia histórica. Y cuanto más arriba está el hombre en la escala social, cuanto mayor es el número de hombres con los cuales se relaciona, tanto mayor es su poder sobre sus semejantes y más evidentes resultan la predestinación e inevitabilidad de cada uno de sus actos.
Hay dos aspectos en la vida de cada individuo: el personal, tanto más independiente cuanto más abstractos son sus intereses, y la existencia espontánea, gregaria, en la cual el hombre obedece inevitablemente las leyes que le vienen impuestas.
"El corazón del Zar está en las manos de Dios."
El Zar es esclavo de la historia.
La historia, es decir, la vida inconsciente, gregaria de la humanidad, aprovecha cada momento de la vida de los reyes como un arma para cumplir sus fines.


Liev Tolstói, Guerra y paz III, I, I
 
Ramon Llull rebuznó:
tolstoi7.jpg


En la historia es inevitable el fatalismo para explicar sucesos irracionales (es decir, aquellos cuya sensatez no comprendemos). Y cuanto más intentamos explicar racionalmente esos fenómenos históricos, tanto más faltos de razón e incomprensibles nos parecen.
Cada ser humano vive para sí mismo, goza de libertad para lograr sus objetivos personales y siente, en su fuero íntimo, que puede o no realizar una determinada acción. Pero en cuanto la realiza, esa acción, ejecutada en un momento dado, se convierte en irreparable, pasa a ser patrimonio de la historia y no significa un acto libre sino predeterminado.
El hombre vive conscientemente para sí, disfruta de libertad para conseguir sus objetivos personales y realizar uno u otro acto, pero tan pronto la realiza, la acción cumplida, en un momento determinado, se hace irrecuperable y adquiere importancia histórica. Y cuanto más arriba está el hombre en la escala social, cuanto mayor es el número de hombres con los cuales se relaciona, tanto mayor es su poder sobre sus semejantes y más evidentes resultan la predestinación e inevitabilidad de cada uno de sus actos.
Hay dos aspectos en la vida de cada individuo: el personal, tanto más independiente cuanto más abstractos son sus intereses, y la existencia espontánea, gregaria, en la cual el hombre obedece inevitablemente las leyes que le vienen impuestas.
"El corazón del Zar está en las manos de Dios."
El Zar es esclavo de la historia.
La historia, es decir, la vida inconsciente, gregaria de la humanidad, aprovecha cada momento de la vida de los reyes como un arma para cumplir sus fines.


Liev Tolstói, Guerra y paz III, I, I

bueno, una muestra más del hegelianismo que se extendió por Rusia en la segunda mitad del siglo XIX
 
Genial el preámbulo de Rayuela. La novela es difícil, lo sé, se siga el orden que sea, pero tiene pasajes alucinantes.

Preámbulo de "Rayuela"

Siempre que viene el tiempo fresco, o sea al medio del otonio, a mí me da la loca de pensar ideas de tipo eséntrico y esótico, como ser por egenplo que me gustaría venirme golondrina para agarrar y volar a los paíx adonde haiga calor, o ser hormiga para meterme bien adentro de una curva y comer los productos guardados en el verano o de ser una víbora como las del solojicO, que las tienen bien guardadas en una jaula de vidrio con calefación para que no se queden duras de frío, que es lo que les pasa a los pobres seres humanos que no pueden comprarse ropa con lo cara questá, ni pueden calentarse por la falta del querosén, la falta del carbón, la falta de plata, porque cuando uno anda con biyuya ensima puede entrar a cualquier boliche y mandarse una buena grapa que hay que ver lo que calienta, aunque no conbiene abusar, porque del abuso entra el visio y del visio la dejeneradés tanto del cuerpo como de las taras moral de cada cual, y cuando se viene abajo por la pendiente fatal de la falta de buena condupta en todo sentido, ya nadie ni nadies lo salva de acabar en el más espantoso tacho de basura del desprestijio humano, y nunca le van a dar una mano para sacarlo de adentro del fango enmundo entre el cual se rebuelca, ni mas ni meno que si fuera un cóndor que cuando joven supo correr y volar por la punta de las altas montanias, pero que al ser viejo cayó parabajo como bombardero en picada que le falia el motor moral. ¡Y ojalá que lo que estoy escribiendo le sirbalguno para que mire bien su comportamiento y que no searrepienta cuando es tarde y ya todo se haiga ido al corno por culpa suya!


César Bruto. Lo que me gustaría ser a mi si no fuera lo que soy (capítulo: Perro de San Bernardo).

Si quereis conocer algo más de su obra: https://www.juliocortazar.com.ar/obras.htm

 
A mí los relatos que más me gustan son los de Borges. Sobre todo la biblioteca de Babel, El inmortal y este que aquí os dejo menos conocido:


Deutsches Requiem
Por Jorge Luis Borges

--------------------------------------------------------------------------------

Aunque él me quitare la vida, en él confiaré.

Job 13:15

Mi nombre es Otto Dietrich zur Linde. Uno de mis antepasados, Christoph zur Linde, murió en la carga de caballería que decidió la victoria de Zorndorf. Mi bisabuelo materno, Ulrich Forkel, fue asesinado en la foresta de Marchenoir por francotiradores franceses, en los últimos días de 1870; el capitán Dietrich zur Linde, mi padre, se distinguió en el sitio de Namur, en 1914, y, dos años después, en la travesía del Danubio [1] . En cuanto a mí, seré fusilado por torturador y asesino. El tribunal ha procedido con rectitud; desde el principio, yo me he declarado culpable. Mañana, cuando el reloj de la prisión dé las nueve, yo habré entrado en la muerte; es natural que piense en mis mayores, ya que tan cerca estoy de su sombra, ya que de algún modo soy ellos.

Durante el juicio (que afortunadamente duró poco) no hablé; justificarme, entonces, hubiera entorpecido el dictamen y hubiera parecido una cobardía. Ahora las cosas han cambiado; en esta noche que precede a mi ejecución, puedo hablar sin temor. No pretendo ser perdonado, porque no hay culpa en mí, pero quiero ser comprendido. Quienes sepan oírme, comprenderán la historia de Alemania y la futura historia del mundo. Yo sé que casos como el mío, excepcionales y asombrosos ahora, serán muy en breve triviales. Mañana moriré, pero soy un símbolo de las generaciones del porvenir.

Nací en Marienburg, en 1908. Dos pasiones, ahora casi olvidadas, me permitieron afrontar con valor y aun con felicidad muchos años infaustos: la música y la metafísica. No puedo mencionar a todos mis bienhechores, pero hay dos nombres que no me resigno a omitir: el de Brahms y el de Schopenhauer. También frecuenté la poesía; a esos nombres quiero juntar otro vasto nombre germánico, William Shakespeare. Antes, la teología me interesó, pero de esa fantástica disciplina (y de la fe cristiana) me desvió para siempre Schopenhauer, con razones directas; Shakespeare y Brahms, con la infinita variedad de su mundo. Sepa quien se detiene maravillado, trémulo de ternura y de gratitud, ante cualquier lugar de la obra de esos felices, que yo también me detuve ahí, yo el abominable.

Hacia 1927 entraron en mi vida Nietzsche y Spengler. Observa un escritor del siglo XVIII que nadie quiere deber nada a sus contemporáneos; yo, para libertarme de una influencia que presentí opresora, escribí un artículo titulado Abrechnung mit Spengler, en el que hacía notar que el monumento más inequívoco de los rasgos que el autor llama fáusticos no es el misceláneo drama de Goethe [2] sino un poema redactado hace veinte siglos, el De rerum natura. Rendí justicia, empero, a la sinceridad del filósofo de la historia, a su espíritu radicalmente alemán (kerndeutsch), militar. En 1929 entré en el Partido.

Poco diré de mis años de aprendizaje. Fueron más duros para mí que para muchos otros, ya que a pesar de no carecer de valor, me falta toda vocación de violencia. Comprendí, sin embargo, que estábamos al borde de un tiempo nuevo y que ese tiempo, comparable a las épocas iniciales del Islam o del Cristianismo, exigía hombres nuevos. Individualmente, mis camaradas me eran odiosos; en vano procuré razonar que para el alto fin que nos congregaba, no éramos individuos.

Aseveran los teólogos que si la atención del Señor se desviara un solo segundo de mi derecha mano que escribe, ésta recaería en la nada, como si la fulminara un fuego sin luz. Nadie puede ser, digo yo, nadie puede probar una copa de agua o partir un trozo de pan, sin justificación. Para cada hombre, esa justificación es distinta; yo esperaba la guerra inexorable que probaría nuestra fe. Me bastaba saber que yo sería un soldado de sus batallas. Alguna vez temí que nos defraudaran la cobardía de Inglaterra y de Rusia. El azar, o el destino, tejió de otra manera mi porvenir: el primero de marzo de 1939, al oscurecer, hubo disturbios en Tilsit que los diarios no registraron; en la calle detrás de la sinagoga, dos balas me atravesaron la pierna, que fue necesario amputar [3] . Días después, entraban en Bohemia nuestros ejércitos; cuando las sirenas lo proclamaron, yo estaba en el sedentario hospital, tratando de perderme y de olvidarme en los libros de Schopenhauer. Símbolo de mi vano destino, dormía en el reborde de la ventana un gato enorme y fofo.

En el primer volumen de Parerga und Paralipomena releí que todos los hechos que pueden ocurrirle a un hombre, desde el instante de su nacimiento hasta el de su muerte, han sido prefijados por él. Así, toda negligencia es deliberada, todo casual encuentro una cita, toda humillación una penitencia, todo fracaso una misteriosa victoria, toda muerte un suicidio. No hay consuelo más hábil que el pensamiento de que hemos elegido nuestras desdichas; esa teleología individual nos revela un orden secreto y prodigiosamente nos confunde con la divinidad. ¿Qué ignorado propósito (cavilé) me hizo buscar ese atardecer, esas balas y esa mutilación? No el temor de la guerra, yo lo sabía; algo más profundo. Al fin creí entender. Morir por una religión es más simple que vivirla con plenitud; batallar en Éfeso contra las fieras es menos duro (miles de mártires oscuros lo hicieron) que ser Pablo, siervo de Jesucristo; un acto es menos que todas las horas de un hombre. La batalla y la gloria son facilidades; más ardua que la empresa de Napoleón fue la de Raskolnikov. El siete de febrero de 1941 fui nombrado subdirector del campo de concentración de Tarnowitz.

El ejercicio de ese cargo no me fue grato; pero no pequé nunca de negligencia. El cobarde se prueba entre las espadas; el misericordioso, el piadoso, busca el examen de las cárceles y del dolor ajeno. El nazismo, intrínsecamente, es un hecho moral, un despojarse del viejo hombre, que está viciado, para vestir el nuevo. En la batalla esa mutación es común, entre el clamor de los capitanes y el vocerío; no así en un torpe calabozo, donde nos tienta con antiguas ternuras la insidiosa piedad. No en vano escribo esa palabra; la piedad por el hombre superior es el último pecado de Zarathustra. Casi lo cometí (lo confieso) cuando nos remitieron de Breslau al insigne poeta David Jerusalem.

Era éste un hombre de cincuenta años. Pobre de bienes de este mundo, perseguido, negado, vituperado, había consagrado su genio a cantar la felicidad. Creo recordar que Albert Soergel, en la obra Dichtung der Zeit, lo equipara con Whitman. La comparación no es feliz; Whitman celebra el universo de un modo previo, general, casi indiferente; Jerusalem se alegra de cada cosa, con minucioso amor. No comete jamás enumeraciones, catálogos. Aún puedo repetir muchos hexámetros de aquel hondo poema que se titula Tse Yang, pintor de tigres, que está como rayado de tigres, que está como cargado y atravesado de tigres transversales y silenciosos. Tampoco olvidaré el soliloquio Rosencrantz habla con el Ángel, en el que un prestamista londinense del siglo XVI vanamente trata, al morir, de vindicar sus culpas, sin sospechar que la secreta justificación de su vida es haber inspirado a uno de sus clientes (que lo ha visto una sola vez y a quien no recuerda) el carácter de Shylock. Hombre de memorables ojos, de piel cetrina, de barba casi negra, David Jerusalem era el prototipo del judío sefardí, si bien pertenecía a los depravados y aborrecidos Ashkenazim. Fui severo con él; no permití que me ablandaran ni la compasión ni su gloria. Yo había comprendido hace muchos años que no hay cosa en el mundo que no sea germen de un Infierno posible; un rostro, una palabra, una brújula, un aviso de cigarrillos, podrían enloquecer a una persona, si ésta no lograra olvidarlos. ¿No estaría loco un hombre que continuamente se figurara el mapa de Hungría? Determiné aplicar ese principio al régimen disciplinario de nuestra casa y [4] ... A fines de 1942, Jerusalem perdió la razón; el primero de marzo de 1943, logró darse muerte [5] .

Ignoro si Jerusalem comprendió que si yo lo destruí, fue para destruir mi piedad. Ante mis ojos, no era un hombre, ni siquiera un judío; se había transformado en el símbolo de una detestada zona de mi alma. Yo agonicé con él, yo morí con él, yo de algún modo me he perdido con él; por eso, fui implacable.

Mientras tanto, giraban sobre nosotros los grandes días y las grandes noches de una guerra feliz. Había en el aire que respirábamos un sentimiento parecido al amor. Como si bruscamente el mar estuviera cerca, había un asombro y una exaltación en la sangre. Todo, en aquellos años, era distinto; hasta el sabor del sueño. (Yo, quizá, nunca fui plenamente feliz, pero es sabido que la desventura requiere paraísos perdidos.) No hay hombre que no aspire a la plenitud, es decir a la suma de experiencias de que un hombre es capaz; no hay hombre que no tema ser defraudado de alguna parte de ese patrimonio infinito. Pero todo lo ha tenido mi generación, porque primero le fue deparada la gloria y después la derrota.

En octubre o noviembre de 1942, mi hermano Friedrich pereció en la segunda batalla de El Alamein, en los arenales egipcios; un bombardeo aéreo, meses después, destrozó nuestra casa natal; otro, a fines de 1943, mi laboratorio. Acosado por vastos continentes, moría el Tercer Reich; su mano estaba contra todos y las manos de todos contra él. Entonces, algo singular ocurrió, que ahora creo entender. Yo me creía capaz de apurar la copa de la cólera, pero en las heces me detuvo un sabor no esperado, el misterioso y casi terrible sabor de la felicidad. Ensayé diversas explicaciones; no me bastó ninguna. Pensé: Me satisface la derrota, porque secretamente me sé culpable y sólo puede redimirme el castigo. Pensé: Me satisface la derrota, porque es un fin y yo estoy muy cansado. Pensé: Me satisface la derrota, porque ha ocurrido, porque está innumerablemente unida a todos los hechos que son, que fueron, que serán, porque censurar o deplorar un solo hecho real es blasfemar del universo. Esas razones ensayé, hasta dar con la verdadera.

Se ha dicho que todos los hombres nacen aristotélicos o platónicos. Ello equivale a declarar que no hay debate de carácter abstracto que no sea un momento de la polémica de Aristóteles y Platón; a través de los siglos y latitudes, cambian los nombres, los dialectos, las caras, pero no los eternos antagonistas. También la historia de los pueblos registra una continuidad secreta. Arminio, cuando degolló en una ciénaga las legiones de Varo, no se sabía precursor de un Imperio Alemán; Lutero, traductor de la Biblia, no sospechaba que su fin era forjar un pueblo que destruyera para siempre la Biblia; Christoph zur Linde, a quien mató una bala moscovita en 1758, preparó de algún modo las victorias de 1914; Hitler creyó luchar por un país, pero luchó por todos, aun por aquellos que agredió y detestó. No importa que su yo lo ignorara; lo sabían su sangre, su voluntad. El mundo se moría de judaísmo y de esa enfermedad del judaísmo, que es la fe de Jesús; nosotros le enseñamos la violencia y la fe de la espada. Esa espada nos mata y somos comparables al hechicero que teje un laberinto y que se ve forzado a errar en él hasta el fin de sus días o a David que juzga a un desconocido y lo condena a muerte y oye después la revelación: Tú eres aquel hombre. Muchas cosas hay que destruir para edificar el nuevo orden; ahora sabemos que Alemania era una de esas cosas. Hemos dado algo más que nuestra vida, hemos dado la suerte de nuestro querido país. Que otros maldigan y otros lloren; a mí me regocija que nuestro don sea orbicular y perfecto.

Se cierne ahora sobre el mundo una época implacable. Nosotros la forjamos, nosotros que ya somos su víctima. ¿Qué importa que Inglaterra sea el martillo y nosotros el yunque? Lo importante es que rija la violencia, no las serviles timideces cristianas. Si la victoria y la injusticia y la felicidad no son para Alemania, que sean para otras naciones. Que el cielo exista, aunque nuestro lugar sea el infierno.

Miro mi cara en el espejo para saber quién soy, para saber cómo me portaré dentro de unas horas, cuando me enfrente con el fin. Mi carne puede tener miedo; yo, no.



--------------------------------------------------------------------------------

[1] Es significativa la omisión del antepasado más ilustre del narrador, el teólogo y hebraísta Johannes Forkel (1799-1846), que aplicó la dialéctica de Hegel a la cristología y cuya versión literal de algunos de los Libros Apócrifos mereció la censura de Hengstenberg y la aprobación de Thilo y Geseminus. (Nota del editor.)

[2] Otras naciones viven con inocencia, en sí y para sí como los minerales o los meteoros; Alemania es el espejo universal que a todas recibe, la conciencia del mundo (das Weltbewusstsein). Goethe es el prototipo de esa comprensión ecuménica. No lo censuro, pero no veo en él al hombre fáustico de la tesis de Spengler.

[3] Se murmura que las consecuencias de esa herida fueron muy graves. (Nota del editor.)

[4] Ha sido inevitable, aquí, omitir unas líneas. (Nota del editor.)

[5] Ni en los archivos ni en la obra de Soergel figura el nombre de Jerusalem. Tampoco lo registran las historias de la literatura alemana. No creo, sin embargo, que se trate de un personaje falso. Por orden de Otto Dietrich zur Linde fueron torturados en Tarnowitz muchos intelectuales judíos, entre ellos la pianista Emma Rosenzweig. "David Jerusalem" es tal vez un símbolo de varios individuos. Nos dicen que murió el primero de marzo de 1943; el primero de marzo de 1939, el narrador fue herido en Tilsit. (Nota del editor.)
 
Ramon Llull rebuznó:
Su amor no era sencillo

Los detuvieron por atentado al pudor. Y nadie les creyó cuando el hombre y la mujer trataron de explicarse. En realidad, su amor no era sencillo. Él padecía claustrofobia, y ella, agorafobia. Era sólo por eso que fornicaban en los umbrales.

Mario Benedetti


Es mi favorito de Mario Benedetti.
Cuando, en mi juventud, ejercía el hermoso arte de "cuentacuentos", siempre comenzaba con ese (para los adultos, claro) :oops:
 
A mí hay un texto breve que me encanta, pero no sé quién es el autor:

Cuando la muerte es sólo un círculo rojo en un mapa

Perdí la virginidad a los 15 años con mi prima Maite. No me gustó. Se exhibía como en las peores películas de los 90 y gritaba demasiado. Creo que por eso se acostó conmigo, porque necesitaba un público que la masturbación no podía proporcionarle. La vez siguiente fue con Lucía. Era casi una niña. Se dejó hacer y apenas parpadeó. Sé que se le escapó una lágrima. Mi primer viaje fue a Madrid, con mis padres. Sólo estuve una semana, pero eché de menos el mar. Mi siguiente destino, ya adolescente, fue la playa de la Concha de San Sebastián. Demasiado calor. Allí conocí a Trini. Estaba divorciada y me duplicaba la edad. Nadie le había explicado lo que era la depilación. Mi primer trabajo: camarero en un bar cerca de casa. Descubrí que odio estar de cara al público. Marché en un barco pesquero. Los fiordos de Noruega están llenos de arenques. Ella se llamaba Inga y era casi albina. Me aburrió. Europa y esa piel tan blanca. Marché lejos. Guía turístico en Kenya. África es salvaje y exhuberante. Tan exhuberante como Munbala desnuda. Busqué tranquilidad en Japón, en los campos de arroz y en los pasitos cortos de Misuka. En Nueva York fui vendedor clandestino. Susan era irlandesa. Su sexo olía a pelirroja. No me despedí. El desierto me hizo olvidar la gran ciudad. Fui voluntario de la Cruz Roja en Guatemala. En Helsinki, Jussi me enseñó cómo se besa a un hombre. Malabo. Rajira. Varabasi. Nahomi. Traficante de armas al oeste de Turquía. Conductor de tuk-tuk en Bangkok. Pequeña Luna. Tor. Myanmar. Wall Street. Cabo Verde. Varsovia. Yan Chen. Priscille...
Ahora sólo se me ocurre morir.
 
Prathe rebuznó:
Bueno, Juvenal, cuanto menos, invita a pensar. Imagino que ahí está el secreto del relato, lo abierto del mismo, aún en apariencia hermético, ya que la visión de cada lector será completamente distinta a cada una de las lecturas que se haya hecho de él.
Desde mi obtusa imaginación, me recreo en el pensamiento de la desesperación, de la pesadilla del profundo sueño patentada con la visión del despertar... o quizá sea un círculo en el que jamás se despierta y las pesadillas nos persiguen, como si fueran pecados que debemos purgar en uno y otro sueño del que jamás despertaremos... o tal vez una vida plagada de miedos en la que no se distingue la realidad del sopor... o simplemente eso, que tenemos un dinosaurio que nos hace compañía :D

Fíjate que yo lo había interpretado como uno que se despierta y ve un dinosaurio que ya estaba ahí antes de quedarse cuajado.
 
EVANGELIUM SECUNDUM IOANNEM



I
1 In principio erat Verbum, et Verbum erat apud Deum, et Deus erat Verbum.
2 Hoc erat in principio apud Deum.
3 Omnia per ipsum facta sunt, et sine ipso factum est nihil, quod factum est;
4 in ipso vita erat, et vita erat lux hominum,
5 et lux in tenebris lucet, et tenebrae eam non comprehenderunt.
6 Fuit homo missus a Deo, cui nomen erat Ioannes;
7 hic venit in testimonium, ut testimonium perhiberet de lumine, ut omnes crederent per illum.
8 Non erat ille lux, sed ut testimonium perhiberet de lumine.
9 Erat lux vera, quae illuminat omnem hominem, veniens in mundum.
10 In mundo erat, et mundus per ipsum factus est, et mundus eum non cognovit.
11 In propria venit, et sui eum non receperunt.
12 Quotquot autem acceperunt eum, dedit eis potestatem filios Dei fieri, his, qui credunt in nomine eius,
13 qui non ex sanguinibus neque ex voluntate carnis neque ex voluntate viri, sed ex Deo nati sunt.
14 Et Verbum caro factum est et habitavit in nobis; et vidimus gloriam eius, gloriam quasi Unigeniti a Patre, plenum gratiae et veritatis.
15 Ioannes testimonium perhibet de ipso et clamat dicens: “ Hic erat, quem dixi: Qui post me venturus est, ante me factus est, quia prior me erat ”.
16 Et de plenitudine eius nos omnes accepimus, et gratiam pro gratia;
17 quia lex per Moysen data est, gratia et veritas per Iesum Christum facta est.
18 Deum nemo vidit umquam; unigenitus Deus, qui est in sinum Patris, ipse enarravit.
19 Et hoc est testimonium Ioannis, quando miserunt ad eum Iudaei ab Hierosolymis sacerdotes et Levitas, ut interrogarent eum: “ Tu quis es? ”.
20 Et confessus est et non negavit; et confessus est: “ Non sum ego Christus ”.
21 Et interrogaverunt eum: “ Quid ergo? Elias es tu? ”. Et dicit: “ Non sum ”. “ Propheta es tu? ”. Et respondit: “ Non ”.
22 Dixerunt ergo ei: “ Quis es? Ut responsum demus his, qui miserunt nos. Quid dicis de teipso? ”.
23 Ait:
“ Ego vox clamantis in deserto:
“Dirigite viam Domini”,
sicut dixit Isaias propheta ”.

Juan I


1 En el principio existía la Palabra y la Palabra estaba con Dios, y la Palabra era Dios.
2 Ella estaba en el principio con Dios.
3 Todo se hizo por ella y sin ella no se hizo nada de cuanto existe.
4 En ella estaba la vida y la vida era la luz de los hombres,
5 y la luz brilla en las tinieblas, y las tinieblas no la vencieron.
6 Hubo un hombre, enviado por Dios: se llamaba Juan.
7 Este vino para un testimonio, para dar testimonio de la luz, para que todos creyeran por él.
8 No era él la luz, sino quien debía dar testimonio de la luz.
9 La Palabra era la luz verdadera que ilumina a todo hombre que viene a este mundo.
10 En el mundo estaba, y el mundo fue hecho por ella, y el mundo no la conoció.
11 Vino a su casa, y los suyos no la recibieron.
12 Pero a todos los que la recibieron les dio poder de hacerse hijos de Dios, a los que creen en su nombre;
13 la cual no nació de sangre, ni de deseo de hombre, sino que nació de Dios.
14 Y la Palabra se hizo carne, y puso su Morada entre nosotros, y hemos contemplado su gloria, gloria que recibe del Padre como Hijo único, lleno de gracia y de verdad.
15 Juan da testimonio de él y clama: "Este era del que yo dije:El que viene detrás de mí se ha puesto delante de mí, porque existía antes que yo."
16 Pues de su plenitud hemos recibido todos, y gracia por gracia.
17 Porque la Ley fue dada por medio de Moisés; la gracia y la verdad nos han llegado por Jesucristo.
18 A Dios nadie le ha visto jamás: el Hijo único, que está en el seno del Padre, él lo ha contado.
19 Y este fue el testimonio de Juan, cuando los judíos enviaron donde él desde Jerusalén sacerdotes y levitas a preguntarle: "¿Quién eres tú?"
20 El confesó, y no negó; confesó: "Yo no soy el Cristo."
21 Y le preguntaron: "¿Qué, pues? ¿Eres tú Elías?" El dijo: "No lo soy." - "¿Eres tú el profeta?" Respondió: "No."
22 Entonces le dijeron: "¿Quién eres, pues, para que demos respuesta a los que nos han enviado? ¿Qué dices de ti mismo?"
23 Dijo él: "Yo soy voz del que clama en el desierto: Rectificad el camino del Señor, como dijo el profeta Isaías."
 
Siempre que leo el principio del Evangelio de San Juan se me ponen los cojones por corbata y CREO, sí, CREO.

Lamentablemente no soy constante en mi FE.
Pero deseo serlo.
 
Después de mi larga ausencia foril causada por una travesía por la Europa del Este, procedo a postear un nuevo fragmento de Tolstói y, así, ir terminando con los pasajes de su obra magna.


Aquel claro atardecer del 25 de agosto el príncipe Andréi yacía, apoyado en un codo, en un cobertizo derruido de la aldea de Kniazkovo, en un extremo de la posición ocupada por su regimiento. Por un hueco de la pared destrozada contemplaba la hilera de añosos abedules, con las ramas inferiores taladas, los campos con haces de avena esparcidos, los arbustos y, por encima de ellos, el humo de las hogueras de las cocinas de campaña.
Aunque su vida le pareciera ahora mezquina, inútil y penosa, se sentía tan conmovido y nervioso como siete años antes, en vísperas de la batalla de Austerlitz.
Había ya recibido y transmitido las órdenes para el combate del día siguiente. No le quedaba más por hacer. Pero los pensamientos más simples, los más claros y, por tanto, los más angustiosos, no lo dejaban en paz. Sabía que la batalla del día siguiente iba a ser la más terrible de todas en las que participara; y por primera vez en su vida, sin relación alguna con su nada terrenal, sin importarle nada cómo repercutiría sobre otros, pensando tan sólo en sí mismo, en su vida, la idea de morir se le presentó con una certidumbre sencilla y aterradora. Y desde la altura de esa idea, todo cuanto antes le preocupaba o torturaba se iluminó de pronto con una luz fría y blanca, sin sombras, sin perspectivas ni contornos definidos. Toda su vida le parecía ahora como proyectada en una linterna mágica, que contempló siempre como a través de un sencillo cristal, con luz artificial. Ahora, de pronto, veía sin cristal, a la luz clara del día, todas esas imágenes burdamente pintarrajeadas. “Sí, sí, ésas son las imágenes falsas que me han conmovido, me han entusiasmado y me han hecho sufrir”, se decía reviviendo en su imaginación las principales escenas de la linterna mágica de su vida y observándolas ahora a esa fría y blanca luz del día, a la luz de la idea clara de la muerte. “Ésas son las imágenes burdamente pintadas que yo creí algo bello y misterioso; la gloria, el bien público, el amor de la mujer, la patria misma. ¡Cuán grandes me parecían! ¡Qué llenas de sentido! Y ahora, qué sencillas, pálidas y vulgares son a la luz blanca de esta mañana que siento que empieza para mí.” Tres penas principales de su vida atraían especialmente su atención: el amor por una mujer, la muerte de su padre y la invasión francesa, que se había adueñado de media Rusia. “¡El amor!... Aquella chiquilla me parecía llena de fuerzas misteriosas. ¡Cómo la amaba! Hacía poéticos proyectos basados en el amor, en la felicidad con ella… ¡Oh, qué chiquillo era!– dijo de pronto en voz alta, colérica. – ¡Cómo no! Creía en un amor ideal, creía que iba a serme fiel durante un año entero de ausencia. Como la tierna paloma de la fábula, debía mustiarse al verse separada de mí. ¡Pero todo fue mucho más sencillo!... ¡Todo fue horriblemente sencillo y repugnante!
“También mi padre edificaba en Lisie-Gori; pensaba que todo aquello era suyo, su tierra, su vida, que eran sus mujiks, pero llegó Napoleón, y sin conocer su existencia, lo apartó del camino de un empujón como una astilla y hundió su obra y su vida entera. Y la princesa María dice que es una prueba enviada por el cielo… ¿Para qué esa prueba, cuando él ya no existe ni existirá jamás? ¡Él ya no está!..., ¿para quién es la prueba entonces? La patria… la pérdida de Moscú. Y mañana me matarán: tal vez ni siquiera sea un francés, sino uno de los nuestros, como el que ayer descargó su fusil junto a mi oreja. Y vendrán los franceses, me cogerán por los pies y la cabeza y me arrojarán a cualquier fosa para que no les apeste. Después surgirán nuevas formas de vida, que otros conocerán; pero yo no, pues habré dejado de existir.”
Contempló la hilera de abedules inmóviles, que con sus hojas amarillas y verdes y su corteza blanca brillaban al sol. “¡Morir! ¡Si me matan mañana!... ¡Si dejo de existir! Y que todas estas cosas sigan existiendo y que yo no esté ya…” Se imaginaba vivamente su propia ausencia de esta vida. Y los abedules con sus colores y sombras, las nubes rizosas en el cielo, el humo de las hogueras, todo parecía transformarse en algo terrible y amenazador. Sintió un escalofrío en la espalda; se levantó rápidamente, salió del cobertizo y comenzó a caminar.

Liev Tolstói, Guerra y paz III, II, XXIV
 
Carta de San Pablo a los Corintios I 13, 4-13

"Ya podría yo hablar las lenguas de los hombres y de los ángeles; si no tengo amor, no soy más que un metal que resuena o unos platillos que aturden.

Ya podría tener el don de profecía y conocer todos los secretos y todo el saber, podría tener fe como para mover montañas; si no tengo amor, no soy nada.

Podría repartir en limosnas todo lo que tengo y aun dejarme quemar vivo; si no tengo amor, de nada me sirve.

El amor es paciente, afable; no tiene envidia; no presume ni se engríe; no es mal educado ni egoísta; no se irrita; no lleva cuentas del mal; no se alegra de la injusticia, sino que goza con la verdad.

Disculpa sin límites, cree sin límites, espera sin límites, aguanta sin límites.
El amor no pasa nunca.

¿El don de profecía?, se acabará. ¿El don de lenguas?, enmudecerá. ¿El saber?, se acabará.

Porque limitado es nuestro saber y limitada es nuestra profecía; pero cuando venga lo perfecto, lo limitado se acabará.

Cuando yo era niño, hablaba como un niño, sentía como un niño, razonaba como un niño. Cuando me hice un hombre acabé con las cosas de niño.

Ahora vemos confusamente en un espejo; entonces veremos cara a cara. Mi conocer es por ahora limitado; entonces podré conocer como Dios me conoce.

En una palabra: quedan la fe, la esperanza, el amor: estas tres. La más grande es el amor. "
 
Rescato este gran hilo, con la intervención de un habitual entre nosotros.


POSEIDÓN

Poseidón estaba sentado en su mesa de trabajo y hacía cálculos.
La administración de todas las aguas le daba un trabajo interminable.
Tenía ayudantes, tantos cuantos quería; y la verdad es que tenía muchos, pero, como se tomaba muy en serio su cargo, verificaba él mismo todas las cuentas, de modo que sus ayudantes de poco le servían.
En realidad no se puede decir que le gustase mucho su trabajo; lo realizaba solamente porque le había sido impuesto; si hasta había solicitado trabajos más alegres, según su propia expresión, pero cada vez que se le hacía alguna propuesta en ese sentido se notaba claramente que, a pesar de todo, ninguno le encajaba tanto como el que hasta entonces había desempeñado. Además era difícil encontrar alguna otra cosa para él. Resultaba imposible querer asignarle algo así como un mar determinado. Prescindiendo de que aun en este caso el trabajo no sería menor, sino solamente más minucioso, estaba la circunstancia de que el gran Poseidón sólo podía ocupar una posición dominante. Y no bien se le ofrecía un puesto fuera del agua, la sola idea lo ponía malo, su aliento divino se alteraba, su férreo tórax se estremecía. Por lo demás, en realidad nadie tomaba muy en serio sus quejas; cuando un poderoso se pone fastidioso, uno tiene que tratar de mostrarse condescendiente -por lo menos aparentarlo- hasta en los detalles más absurdos.
Nadie pensaba en relevar de veras a Poseidón de su cargo. Desde el más remoto principio Poseidón había sido destinado a ser dios de los mares, y tal debía permanecer. Lo que más le irritaba -y ésta era la causa principal de su descontento con el cargo- era oír lo que se imaginaban de él; que siempre andaba, tridente en ristre, conduciendo su carro sobre las olas; mientras que la verdad era que se pasaba el tiempo sentado allí, en las profundidades de los mares del mundo, haciendo cálculos continuamente; de tanto en tanto un viaje para entrevistarse con Júpiter era la única interrupción de esa monotonía; un viaje, por lo demás, del cual casi siempre regresaba furioso.
Así era que apenas si había visto los mares; sólo de pasada en la rápida ascensión al Olimpo, y en realidad nunca los había recorrido.
Solía decir que por eso esperaba que llegase el fin del mundo; entonces habría un momento de tranquilidad, en el que, poco antes del fin y después de revisar los últimos cálculos, podría aún hacer una rápida gira.

Franz Kafka
 
Aquí va el fragmento que he elegido. Es de un libro llamado El Señor de los Anillos, que escribió hace bastante tempo un simpático abuelete inglés llamado J.R.R. Tolkien. Aparte de escribir una epopeya acojonante que llevó el lenguaje de la épica a cotas no alcanzadas desde que Homero pariera su Iliada, no hizo mucho mas, el buen hombre. Luego en el 2003 o así vino un señor gordo y con barbas e hizo una peli sobre la obra de Tolkien; hubo algunos que se forraron bien. Otros hicieron figurillas de plomo para echar batallas a raiz de la película, ahora que el señor de la barba les había dicho como debían imaginar a los personajes de la historia. Y así ad infinitum.

Coñas aparte, el que sigue es uno de esos fragmentos que te ponen los pelos de pico de pardo en la nuca. Espero que os guste (y os traiga buenos recuerdos).




LA CABALGATA DE LOS ROHIRRIM


Pero el rey, inmóvil, montado en Crinblanca, contemplaba la agonía de Minas Tirith, como si la angustia o el terror lo hubieran paralizado. Parecía encogido, acobardado de pronto por la edad. Hasta Merry se sentía abrumado por el peso insoportable del horror y la duda. El corazón le latía lentamente. El tiempo parecía haberse detenido en la incertidumbre. ¡Habían llegado demasiado tarde! ¡Demasiado tarde era peor que nunca! Acaso Théoden estuviera apunto de ceder, de dejar caer la vieja cabeza, dar media vuelta, y huir furtivamente a esconderse en las colinas.

Pero en ese mismo instante hubo un resplandor, como si un rayo hubiese salido de las entrañas mismas de la tierra, bajo la ciudad. Durante un segundo vieron la forma incandescente, enceguecedora y lejana en blanco y negro, y la torre mas alta resplandeció como una aguja rutilante; y un momento después, cuando volvió a cerrarse la oscuridad, un trueno ensordecedor y prolongado llegó desde los campos.

Como al conjuro de aquel ruido atronador, la figura encorvada del rey se enderezó súbitamente. Y otra vez se le vio en la montura alto y orgulloso; e irguiéndose sobre los estribos gritó, con una voz mas fuerte y clara que la que oyera jamás ningún mortal:

¡De pie, de pie, Jinetes de Théoden!
Un momento cruel se avecina: ¡fuego y matanza!
Trepidarán las lanzas, volarán en añicos los escudos,
¡un día de la espada, un día rojo, antes de que llegue el alba!
¡Galopad ahora, galopad! ¡A Gondor!


Y al decir esto, tomó un gran cuerno de las manos de Guthlaf, el portaestandarte, y lo sopló con tal fuerza que el cuerno se quebró. Y al instante se elevaron juntas las voces de todos los cuernos del ejército, y el sonido de los cuernos de Rohan en esa hora fue como una tempestad sobre la llanura y como un trueno en las montañas.

-¡Galopad ahora, galopad! ¡A Gondor!


De pronto, a una orden del rey, Crinblanca se lanzó hacia delante. Detrás de él, el estandarte flameaba al viento: un caballo blanco en un campo verde; pero Théoden ya se alejaba. En pos del rey galopaban los jinetes de la escolta, pero ninguno lograba darle alcance. Con ellos galopaba Éomer, y la crin blanca de la cimera del yelmo le flotaba al viento, y la vanguardia del primer éored rugía como un oleaje embravecido al estrellarse contra las rocas de la orilla, pero nadie era tan rápido como el rey Théoden. Galopaba con un furor demente, como si la fervorosa sangre guerrera de sus antepasados le corriera por las venas en un fuego nuevo; y transportado por Crinblanca parecía un dios de la antigüedad, el propio Orome el Grande, se hubiera dicho, en la batalla de Valar, cuando el mundo era joven. El escudo de oro resplandecía y centelleaba como una imagen del sol, y la hierba reverdecía alrededor de las patas del caballo. Pues llegaba la mañana, la mañana y un viento del mar; y ya se disipaban las tinieblas; y los hombres de Mordor gemían, y conocían el pánico, y huían y morían, y los cascos de la ira pasaban sobre ellos. Y de pronto los ejércitos de Rohan rompieron a cantar, y cantaban mientras mataban, pues el júbilo de la batalla estaba en todos ellos, y los sonidos de ese canto que era hermoso y terrible llegaron aun a la ciudad.



PD: Reviviendo hilos.
 
Mio Çid Ruy Díaz por Burgos entrava,
en su conpaña sessaenta pendones,
exiénlo ver mugieres e varones,
burgeses e burgesas por las finiestras son,
plorando de los oios, tanto avién el dolor;
de las sus bocas todos dizían una rrazón:
"¡Dios, qué buen vassallo, si oviesse buen señor!"
Conbidar le ien de grado, más ninguno non osava,
el rrey don Alfonso tanto avié la grand saña;
antes de la noche en Burgos dél entró su carta
con grand rrecabdo e fuertemiente sellada:
que a Mio Çid Ruy Díaz que nadi nol´ diessen posada
e aquel que ge la diesse supiesse vera palabra
que perderié los averes e más los oios de la cara
e aun demas los cuerpos e las almas.
Grande duelo avién las yentes christianas,
ascóndese de Mio Çid, ca nol´ osan dezir nada.

El Campeador adeliñó a su podada,
assi commo llegó a la puerta, fallóla bien çerrada
por miedo del rrey Alfonso, que assi lo avién parado
que si non la quebrantás por fuerça, que non ge la abriesse nadi.
Los de Mio Çid a altas vozes llaman,
los de dentro non le querien tornar palabra.
Aguiió Mio Çid, a la puerta se llegava,
sacó el pie del estribera, una feridal´ dava;
non se abre la puerte, ca bien era çerrada.
Una niña de nuef años a oio se parava:
"¡Ya Campeador, en buena ora cinxiestes espada!
El rrey lo ha vedado, anoch dél entró su carta
con grant rrecabdo e fuertemientre sellada.
Non vos osariemos abrir nin coger por nada;
si non, perderiamos los averes e las casas
e demas los oios de las caras.
Çid, en el nuestro mal vos non ganades gana,
mas el Criador vos vala con todas sus vertudes sanctas".
 
Una razón mas para adorar a los griegos:


HECHOS 17,16 - 18,32:

Mientras Pablo los esperaba en Atenas, sentía gran malestar al ver la ciudad llena de ídolos. Pablo conversaba en la sinagoga con los judíos y con los temerosos de Dios, hablando diariamente con los que diariamente se encontraban en las plazas de la ciudad.
Algunos filósofos epicúreos y estoicos entablaron conversación con él, y algunos decían: "¿Qué querrá decir este charlatán?" Otros contestaban: "Parece ser predicador de dioses extranjeros." Porque anunciaba a Jesús y la resurrección.
Lo tomaron y lo llevaron a la sala del Areópago y le dijeron:"¿Podemos saber cual es esta nueva doctrina que enseñas? Realmente tú dices cosas extrañas y desearíamos algunas explicaciones."
Se sabe que todos los atenienses y los extranjeros que viven allí sólo se preocupan de decir o escuchar la última novedad.
Pablo, entonces, de pie en medio de ellos dijo:
"Atenienses, veo que sois hombres sumamente religiosos. Porque al recorrer la ciudad y contemplar vuestros monumentos sagrados he encontrado también un altar en el que está grabada esta inscripción: "Al Dios desconocido". Ahora yo vengo a anunciaros lo que adoráis sin conocer.

[Aquí les suelta todo el rollo, paso y voy directamente a los resultados]

Cuando oyeron hablar de resurrección de los muertos, unos se burlaron y otros dijeron: "Sobre esto te escucharemos en otra ocasión". Fue así como Pablo salio de entre ellos.
 
Estado
Cerrado para nuevas respuestas.
Atrás
Arriba Pie