La puerta se cerró tras Natalia. Un instante antes, miró detenidamente el hielo, porque sabía que nunca más lo volvería a ver.
Cuando era pequeña, odiaba la nieve. Recordaba las largas ausencias de su padre y el frío que le acompañaba cuando, creyéndola dormida, se acercaba a su cama a besarla. Siempre se quedaban a esperar que viniera del laboratorio, su madre viéndola jugar con los huskys que holgazaneaban en los días tranquilos, ella durmiéndose en el regazo de lana con botones de mamá. En los días en los que arreciaba la ventisca y las paredes crujían, Natalia entraba en el refugio, se acurrucaba en el sofá a mirar el lejano mundo exterior en la televisión y a sentirse segura en su pequeño universo blanco. Tenía miedo de mirar por la ventana y ver amontonarse aquella maldita nieve que, una vez más, lo cubría todo. ¿Por qué tenía ella que haber nacido allí?
Hasta que cumplió los 13 años, Natalia vivió en tierra de nadie. Siempre le dijeron que era argentina, pero ese país que salía en televisión no se parecía en nada a su mundo. En su mundo las casas eran pequeñas y naranjas, no crecía la hierba donde pastaban las inmensas vacas, no había árboles. Aprendió a leer y escribir con otros 9 niños más en la pequeña escuela Presidente Roca, niños que como ella, eran hijos de las famosas familias del plan antártico de Reorganización Nacional. Por orden del general Jorge Rafael Videla, Argentina debía reclamar posesión de la Antártida por su inmenso valor estratégico y táctico, y por supuesto, para su explotación minera en caso de encontrarse fuentes de energía suficientes; así pues, como acto de afirmación de las pretensiones soberanistas del país sobre la región, fueron enviadas ocho familias civiles para vivir de forma estable en la base antártica Esperanza. Un conjunto de módulos anaranjados de tejados negros fue su hogar durante la infancia. Pingüinos y focas merodeaban por el Fortín Sargento Cabral, indiferentes a los ladridos de los perros que, reemplazados por las modernas motos de nieve, mataban el tiempo persiguiéndolos.
Porque si algo sobraba para un niño en el Fortín, era tiempo. Las eternas ventiscas, con fuerzas cercanas a los 200 km/h, paralizaban toda actividad y obligaban a permanecer en los refugios y esperar a que amainase la tempestad, quizá cinco minutos, quizás horas, hasta que se decidía enviar a los snowcats a modo de taxi privado, una mole naranja y negra de tres por 6 metros, con enormes ruedas oruga triangulares. A pesar de la tormenta, estaban tranquilos y resignados, porque sabían que siempre iban a volver a casa. Leían cuentos, jugaban libremente en el suelo de goma y madera o se sentaban a escuchar cómo el señor Lobato tocaba canciones de Gardel o María Elena Walsh. Siempre que la meteorología era favorable, salían al patio a jugar con la nieve, o hacía excursiones a la pingüinera cercana. Ataviados con los reglamentarios polares con parches e insignias de la base, gruesas botas claveteadas, gafas polarizadas y gorros o capuchas protectoras, jugaban a ser sus padres y excavaban agujeros cilíndricos en la nieve, o en temporada, se acercaban hasta Caleta Choza o Faro Esperanza en barco a ver a las ballenas. Aquellos animales le fascinaban y siempre que podía escapaba con sus padres a contemplar sus evoluciones en el agua, con una mezcla de admiración y respeto: ¿cómo un animal tan enorme podía vivir en el agua? ¿Cómo dormían? ¿Qué cantaban? En las seminoches de ventisca, cuando el vendaval hacía temblar las paredes de su habitación, escuchaba entre los silbidos glaciares el canto de las ballenas, y se sentía segura y resguardada por ellas, que asustaban al viento con sus columnas de agua.
Todos los niños que habían nacido en el Fortín de Base Esperanza eran hijos de científicos o militares. En la base se estudiaban fenómenos sísmicos, geológicos y glaciológicos, biológicos y mareográficos que intentaban explicar tormentas, ayudar a la predicción de terremotos o averiguar el sistema de comunicación de las ballenas para aplicarlo a fines militares. Así, entre un manto de nieve y montañas heladas, Natalia vivió su infancia. Cuando dejó la base antártica Esperanza para ir a la verdadera Argentina, juró nunca volver a ver el hielo. Y cumplió su promesa durante 12 años, hasta que Manuel la llevó a ver las estrellas.