Los adolescentes se guían por la dirección que lleve su grupo de amigos, que suele ser la que dicte el líder de la pandilla o el que lleve la voz cantante. La educación de sus padres desde el momento en que nacieron hasta esa nueva etapa de la vida no vale absolutamente nada. Si un buen chaval bien educado cae en una pandilla de malandros es muy probable que se adapte a esas circunstancias ciegamente. Si en un grupo de colegas dos de ellos empiezan a realizar pequeños hurtos, y a seducir a los demás con los beneficios de conseguir el capricho que quieran, gratis, es posible que acaben por convencerlos, simplemente porque nadie quiere decepcionar a quienes son en ese momento las personas más importantes en su vida, o ponerse a malas con ellas, o convertirse en el perro verde del grupo al que no tardarán en dar la espalda.
Además cuando un comportamiento negativo se normaliza en un grupo, a esas edades no parecen ver lo erróneo de sus actos. Pueden verlo como una gamberrada, como algo que no debe salir del grupo, como algo de lo que no deben de enterarse sus padres, pero no tienen en su cabeza esa vocecilla que te dice que eso esta mal y que dejes de hacerlo inmediatamente. Por eso existe el bullying, porque es una burbuja de abuso al débil en la que un malote mete a sus colegas, y dentro de esa burbuja estos no ven en sus actos un comportamiento perverso. Solo cuando agarras a uno por el pescuezo, lo sientas a solas en una silla y le das una charla, parece recibir de repente un golpe de realidad seguido de arrepentimiento genuino que puede desaparecer al día siguiente si sus amigos vuelven con alguna otra maldad entre manos.
Yo mismo me vi en varias de estas en mi adolescencia. Ni era mal chaval, ni era consciente de estar haciendo maldades. Durante una época en la que todo giraba en torno a mis amigos y compañeros de clase, lo que hacían ellos lo hacía yo. Claro, ahora me veo a mí mismo con 15 años y si me pillo me reviento a hostias.
Durante un brevísimo periodo de tiempo nos dio a varios por rayar coches. Un día uno lo hizo y los demás fuimos detrás. Igual que si se hubiese puesto a regalar flores a las señoras por la calle.
Yo rayaría tres o cuatro, tampoco es que me apeteciese que me partiesen la cara ni era aquello especialmente excitante ni satisfactorio. Pero, igual que no ofrecía grandes recompensas, tampoco había nada de malo en ello. ¿De quien era el coche? no se sabía. ¿Cuánto costaba arreglar el rayajo? ni idea. ¿Le importaría al dueño? seguramente no mucho. Peor es una luna rota. ¿Me cuesta esfuerzo o tiempo? no. ¿Voy contracorriente a mis colegas si no lo hago? sí.