ruben_clv
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- 5 Sep 2005
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Soy un malnacido.
Durante mucho tiempo he visto en el foro cómo tratabais de demostrar lo hijos de la gran puta que sois, lo mucho que despreciais al resto de seres humanos y lo muy por encima de los demás que os sentís. Pero en realidad, más allá de fotos de cadáveres y chistes macabros, sois unos simplones; niños que han crecido con el plato siempre puesto en la mesa que no tienen otro medio de demostrar su "rebeldía" más allá de este foro.
Hablemos en serio. Aquí la única forma de demostrar que uno es un verdadero enviado del mal es tratar de recordar en cuantas ocasiones ha hecho llorar a su santa madre. Y no de felicidad precisamente.
Estudiaba COU entonces y, al final de curso, a una profesora le dio por orquestar un engendro tipo graduación yanki. Yo tenía 17 años y no me había comprado un traje en mi puta vida. Mi pobre madre me acompañó durante dos semanas hasta que encontré uno que me gustaba -era horrible, por cierto, no sé por qué coño me dejaron escoger a mí- y mis padres se gastaron un dinero que no tenían para que yo pudiese ir mono a la cena de los cojones, era un premio por ser "buen estudiante". Viernes tarde, un calor sofocante, vuelvo a casa tras comprar una rosa para mi "pareja", me ducho y empiezo a cambiarme. Mientras me visto veo cómo mi madre empieza a arreglarse, la veo pintarse, observo que ha ido a la peluquería y me pongo de mala leche. Me visto sin más, miro el reloj, se acerca la hora de irme y cojo las llaves y la cartera. Mi madre sale a mi encuentro y dice ¿Nos vamos ya? A lo que yo respondo ¿Dónde pretendes ir? Quiero acompañarte, claro, me hace ilusión verte con tus compañeros, nunca te he visto con traje, sabes que estamos orgullosos de ti. Le tiembla la voz. Ni por asomo pienses que vas a venir, le digo. Rubén, por favor, no hace falta ni que lleguemos juntos, sólo quiero veros a todos allí, me quedaré por el final, estará lleno de padres. Ni de coña, digo, aparte, no sé para qué hostias has ido a la peluquería si dices que no tenemos un puto duro. Me voy a ir ya y no quiero que vengas, así de fácil. Acabo la frase y me doy media vuelta, cojo la flor que he olvidado sobre la mesa del comedor. Mi madre se ha sentado en una silla, sé que está llorando aunque trata de evitarlo. Sin decirle lo guapa que está cierro la puerta sin mirar atrás. La fiesta está llena de padres y madres, todos se saludan y se dan la mano. Es sencillo hacer daño a quien te quiere.
Menos de dos años después mis padres se han separado ya. Mi madre va al psicólogo porque atraviesa una depresión terrible. Ella no trabaja, no tenemos un puto duro, empiezo a currar los findes mientras estudio. Un día mi madre me dice que el psicólogo le ha recomendado que salgamos juntos a comer un día por ahí, a hacer algo fuera de casa. Mi madre elige un restaurante cercano y más pobres que tres ratas vamos para allá. Veo el menú del día y no está mal, podemos comer por no mucha pasta y lo recomiendo. Mi hermano me da la razón, todo en favor de la economía doméstica. Mi madre dice que no, que quiere comer de carta, que no le importa gastarse algo de dinero ese día. Empiezo a mosquearme, no me gusta su forma de discurrir, no soy capaz de entender que está enferma, que se medica; me mosqueo más aún cuando pide los platos. No entiendo esto, podríamos haber comido en otro sitio más barato, digo. Lo necesito, Rubén, compréndelo. Quizá lo que necesitas es ponerte a trabajar, suelto. La conversación sigue, puya tras puya, imagino que le recordé su condición de enferma, de débil, de mártir... Al final, dice, es increíble que no pueda ser capaz de salir un día a comer con mis hijos sin que pase nada, es increíble que todas las situaciones acaben igual. Estoy hasta las narices de tus lamentos, le digo, llevas toda la vida igual. Ella empieza a llorar y repite de nuevo su última frase, las lágrimas le brotan de los ojos por saturación, le es imposible retenerlas, trata de secarse con una servilleta sucia, está confundida, se levanta de la silla, deja algo de dinero en la mesa y se dirige a la puerta. Me quedo sentado, mi hermano también. Le miro y le digo, joder, ves con ella. La gente nos mira y espero cinco minutos en la mesa, solo, mirando una de las copas que tengo delante. Pido la cuenta y me voy. Es fácil joderlo todo cuando alguien te quiere.
Hay más. Creo que este par fueron las últimas. Las anteriores no vale la pena contarlas, tampoco quiero hacerlo. También es cierto que hace seis meses, un domingo por la tarde, tras varios amagos, escarceos en pisos compartidos, con parejas simuladas, me marché de casa para no volver, esta vez, solo. Y cuando salí al rellano, esperando el ascensor, mi madre se asomó a la puerta, no había dicho nada hasta ese momento. Sacó una bolsa que había dejado olvidada y casi sin poder contenerse me dijo "Suerte" y me dio un abrazo que me encendió el alma. Le sonreí y miré su cara, joder, está envejeciendo, pensé, porque estaba haciendo fuera por no romperse y la cara se le surcaba de arrugas. Me metí en el ascensor y tras apretar el botón comencé a llorar como un niño.
Os toca. Quiero ver si de verdad sois tan hombres como pensáis.
Durante mucho tiempo he visto en el foro cómo tratabais de demostrar lo hijos de la gran puta que sois, lo mucho que despreciais al resto de seres humanos y lo muy por encima de los demás que os sentís. Pero en realidad, más allá de fotos de cadáveres y chistes macabros, sois unos simplones; niños que han crecido con el plato siempre puesto en la mesa que no tienen otro medio de demostrar su "rebeldía" más allá de este foro.
Hablemos en serio. Aquí la única forma de demostrar que uno es un verdadero enviado del mal es tratar de recordar en cuantas ocasiones ha hecho llorar a su santa madre. Y no de felicidad precisamente.
Estudiaba COU entonces y, al final de curso, a una profesora le dio por orquestar un engendro tipo graduación yanki. Yo tenía 17 años y no me había comprado un traje en mi puta vida. Mi pobre madre me acompañó durante dos semanas hasta que encontré uno que me gustaba -era horrible, por cierto, no sé por qué coño me dejaron escoger a mí- y mis padres se gastaron un dinero que no tenían para que yo pudiese ir mono a la cena de los cojones, era un premio por ser "buen estudiante". Viernes tarde, un calor sofocante, vuelvo a casa tras comprar una rosa para mi "pareja", me ducho y empiezo a cambiarme. Mientras me visto veo cómo mi madre empieza a arreglarse, la veo pintarse, observo que ha ido a la peluquería y me pongo de mala leche. Me visto sin más, miro el reloj, se acerca la hora de irme y cojo las llaves y la cartera. Mi madre sale a mi encuentro y dice ¿Nos vamos ya? A lo que yo respondo ¿Dónde pretendes ir? Quiero acompañarte, claro, me hace ilusión verte con tus compañeros, nunca te he visto con traje, sabes que estamos orgullosos de ti. Le tiembla la voz. Ni por asomo pienses que vas a venir, le digo. Rubén, por favor, no hace falta ni que lleguemos juntos, sólo quiero veros a todos allí, me quedaré por el final, estará lleno de padres. Ni de coña, digo, aparte, no sé para qué hostias has ido a la peluquería si dices que no tenemos un puto duro. Me voy a ir ya y no quiero que vengas, así de fácil. Acabo la frase y me doy media vuelta, cojo la flor que he olvidado sobre la mesa del comedor. Mi madre se ha sentado en una silla, sé que está llorando aunque trata de evitarlo. Sin decirle lo guapa que está cierro la puerta sin mirar atrás. La fiesta está llena de padres y madres, todos se saludan y se dan la mano. Es sencillo hacer daño a quien te quiere.
Menos de dos años después mis padres se han separado ya. Mi madre va al psicólogo porque atraviesa una depresión terrible. Ella no trabaja, no tenemos un puto duro, empiezo a currar los findes mientras estudio. Un día mi madre me dice que el psicólogo le ha recomendado que salgamos juntos a comer un día por ahí, a hacer algo fuera de casa. Mi madre elige un restaurante cercano y más pobres que tres ratas vamos para allá. Veo el menú del día y no está mal, podemos comer por no mucha pasta y lo recomiendo. Mi hermano me da la razón, todo en favor de la economía doméstica. Mi madre dice que no, que quiere comer de carta, que no le importa gastarse algo de dinero ese día. Empiezo a mosquearme, no me gusta su forma de discurrir, no soy capaz de entender que está enferma, que se medica; me mosqueo más aún cuando pide los platos. No entiendo esto, podríamos haber comido en otro sitio más barato, digo. Lo necesito, Rubén, compréndelo. Quizá lo que necesitas es ponerte a trabajar, suelto. La conversación sigue, puya tras puya, imagino que le recordé su condición de enferma, de débil, de mártir... Al final, dice, es increíble que no pueda ser capaz de salir un día a comer con mis hijos sin que pase nada, es increíble que todas las situaciones acaben igual. Estoy hasta las narices de tus lamentos, le digo, llevas toda la vida igual. Ella empieza a llorar y repite de nuevo su última frase, las lágrimas le brotan de los ojos por saturación, le es imposible retenerlas, trata de secarse con una servilleta sucia, está confundida, se levanta de la silla, deja algo de dinero en la mesa y se dirige a la puerta. Me quedo sentado, mi hermano también. Le miro y le digo, joder, ves con ella. La gente nos mira y espero cinco minutos en la mesa, solo, mirando una de las copas que tengo delante. Pido la cuenta y me voy. Es fácil joderlo todo cuando alguien te quiere.
Hay más. Creo que este par fueron las últimas. Las anteriores no vale la pena contarlas, tampoco quiero hacerlo. También es cierto que hace seis meses, un domingo por la tarde, tras varios amagos, escarceos en pisos compartidos, con parejas simuladas, me marché de casa para no volver, esta vez, solo. Y cuando salí al rellano, esperando el ascensor, mi madre se asomó a la puerta, no había dicho nada hasta ese momento. Sacó una bolsa que había dejado olvidada y casi sin poder contenerse me dijo "Suerte" y me dio un abrazo que me encendió el alma. Le sonreí y miré su cara, joder, está envejeciendo, pensé, porque estaba haciendo fuera por no romperse y la cara se le surcaba de arrugas. Me metí en el ascensor y tras apretar el botón comencé a llorar como un niño.
Os toca. Quiero ver si de verdad sois tan hombres como pensáis.