Mi primer bocado de realidac, en la que nunca he aterrizado completamente, fue en Bilbado, en mil novecientos ochenta y pico.
Coff, coff.
Voy a coger un caramelo de los que me daba mi abuelo y continúo.
Tendría cuatro o cinco años, y veía como algo normal que lo que veía en la tele, podría encontrarlo en esa cueva del tesoro en la que tenían golosinas, petardos y manos locas. En aquel tiempo, de existir algo, por fuerza tendría que ser en los dominios del hombre más rico del mundo: el dueño de la tienda. Por tener, tenía a la venta hasta el puto coche fantástico,
todo un prodigio para la fantasiosa cabeza de una criatura que aún no había pisado esa fábrica de estandarización de micos llamada colegio.
Pues bien, a pocos metros de casa, estrenaban en el cine El supersheriff.
Y allá que me llevó mi madre. La peli creo que iba de un puto crío que tenía un cacharro mágico que podía comunicarle con los extraterrestres o que emitía luces y sonido o algo así. Saliendo de la sala, le dije a mi madre que íbamos a la tienda de golosinas a comprarlo.
La tienda, como era de noche, estaba cerrada. Busqué en el escaparate, al igual que hiciera antes con el coche fantástico, el cacharro de los cojones. Pero no estaba.
Al día siguiente, volví a la tienda a preguntar por el cacharro. Lo busqué con la mirada entre bolsas de Torciditos, cebolletas y álbumes de Panini, pero ni rastro del cacharro mágico.
Salí a la calle abofeteado por la hostil y prosaica realidac. ¡No existía! ¡Todo era un camelo!
La puta realidac, años después, me escupiría mil veces de nuevo en la cara al salir a la calle tras una velada de tunantes y pócimas que se alargaban hasta bien entrada la mañana.
Cada vez que salgo del cine, vuelve a activarse ese resorte que me recuerda que yo no le gusto, y ella a mí tampoco.
Cimmerio, subnormal, vuelve a la realidac, que un perro te está meando las Niubalans.