Yo estuve en internados, y de puta madre. Mejor que en casa. Eso es como todo, depende de donde salgas y a donde llegues, como todo en la vida. Yo salí de un sitio y llegué a otro mejor, para mí el internado moló. Tres comidas calientes al día, dos meriendas, una a media mañana y otra a media tarde. No me despertaban de la cama a voces e insultando, no me hacían sentir un estorbo, no tenía que estar haciendo de botones o criado: que si vete a por leña, que si echa de comer a las gallinas, que vete a hacer este recado, que si vete a ayudar a tu padre a la parcela, que si coloca esto, barre el corral, limpia las corralejas, vete a por la leche, etc, etc; como los hijos de perrino, vamos. Tenía mi propio espacio que era un rincón de la habitación donde estaba mi cama. Recuerdo que eran habitaciones de 5 jamelgos y he dormido cursos enteros en habitaciones con 10 cabestros. Y algunos de ellos me sacaban varios años de edad, que poco más que era su putita.
Hubo años que incluso había calefacción, el puto paraíso, acostumbrado a una vieja casa de adobe con una humedad que se te metía en los huesos y te calaba el alma, por no hablar de los gruesos muros del internado y sus amplios pasillos que en verano eran fresquísimos, en comparación con el chabolo del pueblo, que en verano era un puto horno de barro donde te recocías a fuego lento y por las noches dormías agotado después de dar cien vueltas en el camastro sudado.
No, no, para un mierdecilla un internado es lo más parecido a vivir como un señorito. No para vosotros, claro, que estabais siendo malcriados en casa y todo lo que no fuese trataros como príncipes os resultaba hostil.