CUARTA SEÑAL
Si Eduardo pensaba que las noches de juerga de Marta con sus amigos del CrossFit eran flor de un día, no tardó demasiado tiempo en darse cuenta de que estaba equivocado. Tampoco es que se convirtieran en una rutina constante pero uno de cada quince días, aproximadamente, se daba a sí misma de salir a bailar hasta altas horas de la noche. Habitualmente había una excusa justificada: un cumpleaños, un compañero que llevaba ya un año formando parte del Box, un nuevo RM por parte de alguno de los más avanzados... Otras veces, simplemente, les apetecía.
Edu fue invitado y partícipe en algunas ocasiones, sin embargo, no era al tipo de ambiente que a él le gustaba. Son demasiado... ¿cómo decirlo? Intensos -solía afirmar-. No sé, parece que todo es una fiesta constante, con risas exageradas. Además, yo no bailo, no sé y estos tíos, madre, parece que tienen la cadera de goma. Al final, Marta tiene que estar pendiente de mí todo el rato y, para eso, para que ninguno nos lo pasemos bien, prefiero quedarme yo en casa y listo. Yo entendía perfectamente a Edu, muchos de los habituales del CrossFit suelen ser unos flipados de cuidado -y así se lo hice saber-, bastante inaguantables y ególatras que creen haber descubierto un nuevo elemento químico por hacer modalidad deportiva cara y esponsorizada. Además de unos buitres cosa que, por el bien de la moral de mi amigo, preferí reservarme.
Paco estaba todo el rato poniéndole pegas a todo lo que hacía Marta. Era la voz de la conciencia de los demás. Una voz cruda, dura y que no tenía el más mínimo miramiento en vomitar cualquier pensamiento que le rondara por la cabeza. Yo tenía bien claro que su comportamiento respondía a dos motivaciones: por un lado, parecía sentir un extraño placer en ver a los demás pegarse una hostia allí donde él intuía que ésta se podía producir; por otro lado, no dejaba de ser nuestro amigo y quería lo mejor para cada uno de nosotros, pero toda su vida había sido un burro y no encontraba mejor manera de expresarse que siendo excesivamente explícito. En definitiva, no tenía mal fondo; bueno, al menos, no demasiado.
A Edu, por su parte, empezaban a vérsele las costuras. No nos decía abiertamente lo que pensaba pero se le notaba incómodo con una situación que parecía habérsele ido de las manos. Yo intuía que a él no le importaba en exceso que ella saliera sola por ahí, pues confiaba en su Marta, pero había algo que no le gustaba, quizá el ambiente o puede que los compañeros de farra. Sin embargo, lo que yo sospechaba es que él se sentía muy inferior a Tucu-Tucu y los demás y no tardé en darme cuenta de que mis tiros no iban muy desviados del objetivo. Un día, tras terminar un partido y estar bebiendo unas cañas se tiró de cabeza y lanzó una pregunta. ¿Vosotros cómo me veis? Físicamente, quiero decir -preguntó-. Nuestros rostros eran una mezcla de desconcierto y estupor. Obviamente era una pregunta trampa de la que no había respuesta correcta. Nos sentimos como cuando un profesor, en el instituto, gritaba al viento ¡examen sorpresa! Por suerte, la sinceridad de Paco salió a relucir. ¿Lo pregunta Edu o la obsesiva de su pareja? Para saber cómo debo dirigirme a ti, si como a un amigo o a una neoliberada. Yo escupí parte de la cerveza en el vaso de nuevo. El tío era burro pero no esperaba algo tan honesto. Mientras me intentaba recomponer y limpiarme los restos de espuma que aún salían de mi nariz, Edu contestó que él, coño, que era algo que se estaba planteando. Que ya empezaba a tener una edad y que, quizá, debería cuidarse más. Esa respuesta pareció convencer a la mayoría, pero no a Paco que murmuró algo por lo bajini que Edu prefirió ignorar.
Al día siguiente, por sorpresa para mí, Edu me llamó. Ya he dicho que él era un dejado para los teléfonos y las redes sociales así que me extrañó. Me venía a decir que la pregunta del día anterior iba en serio, la relativa a su condición física, pero que, como el ambiente, con Paco y sus chistes, no era el adecuado, pasó de seguir preguntando. Sin embargo, ahora quería mi consejo y de ahí no se podía salir. Yo le dije que tenía el cuerpo de un hombre que no hace deporte, que no pasaba nada mientras eso no fuera un problema médico para él. Que el deporte cumplía tres funciones, al menos, la social -que ya tenía cubierta con nosotros y las pachangas de fútbol-, la médica -que, por lo que yo sabía no le planteaba problemas- y la meramente estética -que ya era algo que él debería valorar-. Además, yo hago deporte y tengo barriga, Edu, entrenar no siempre significa tener un cuerpo según los cánones -le afirmé.
El tiempo pasó y no volvió a sacar el tema, aunque era evidente que se sentía inferior y amenazado por los torsos morenos de los compañeros de entrenamiento de Marta. Él nunca lo diría abiertamente y, por deferencia, nosotros no lo forzaríamos. Yo, por mi parte, empecé a pensar que tenía que posicionarme. No es que sea yo un hombre con una intuición especial, pero tampoco es que hiciera falta para darse cuenta de que, poco a poco, el universo en que se basaba la existencia de mi colega se estaba desmoronando poco a poco y no parecía razonable permanecer impasible si tenía la opción de ayudar. Descartada la opción de decirle que todo estaba bien de manera eterna y teniendo en cuenta que en el grupo ya había un Paco, opté por tomar la vía de en medio, la de la mano izquierda y las sutilezas, a que te hace reflexionar pero no te dice qué tienes que hacer. Así como Lengua de Serpiente influía en los actos de Théoden sin decirle qué decisión tomar, yo haría lo propio con Edu pero, obviamente, con buenas intenciones. Siempre que hubiera algo que me hiciera torcer el gesto o que me provocase un picor en el bajo vientre similar al que sientes cuando bajas una cuesta en coche a más velocidad de la cuenta -cosa que me ha pasado desde pequeñito- tendría que sacar mis armas de diplomático y hacerle ver a Edu que existía la duda razonable. En el fondo, no podía hacer mucho más. A falta de pruebas reales, sólo se puede invocar un poco de duda.
Por suerte, el destino no tardó en poner ante mí oportunidades en que hacer que mi amigo se tomase un par de minutos para pensar y reflexionar.
Estábamos un día en su casa. Marta había salido de fiesta con los amigo del CrossFit y mi pareja había hecho lo propio con los del trabajo. A Edu eso lo reconfortaba, si yo mostraba indiferencia cuando mi novia se iba por ahí y volvía tarde, ¿por qué no iba a él a mostrarse del mismo modo? No era el bicho raro, si hay dos que se comportan igual ante una misma situación, según su lógica no verbalizada, su actitud podía ser considerada normal. De repente y sin venir a qué, me preguntó: Oye, ¿a ti te pasa lo mismo que a mí cuando tu pareja sale por ahí? Yo lo miré sin saber a qué se refería y pude ver como toda la mesa se silenciaba y sólo nos miraba a nosotros. Él debió intuir el desconcierto en mi mirada y añadió: Sí, que cuando vuelve está como una gata en celo. Que te despierta lamiéndote la polla o que, directamente, se la mete dentro y empieza a ponértela dura. Paco puso los ojos en blanco y refunfuñó algo. Yo sopesé bien mis palabras y, tras dos segundos, contesté. Bueno, a veces, no siempre. Algunas noches se queda dormida en el sofá porque llega muerta de hambre, otras, se viene a la cama y se acuesta y, otras, follamos. No es que haya un patrón o una rutina. Edu sonrió. Pues la mía no, la mía cada vez que viene, me folla como si fuera la primera vez. Y se pone súper mojada. A veces me pregunto si siquiera se ha quitado el tanga al llegar o si ya se lo había arrancado en el ascensor. Yo notaba una tensión rara en el ambiente, como si Edu estuviera soltando aquél discurso a posta, como si fuera parte de un monólogo aprendido. Eso es porque se calienta demasiado en la calle, ¿no crees? -preguntó Paco con expresión de desagrado- Lo mismo zorrea más de lo conveniente. En ese momento temí porque el asunto se nos fuera de las manos. Edu no es que sea un valiente pero bien podía hacerse el ofendido y Paco es el clásico mediahostia que no duda en dar una guantá aunque luego se lleve diez. Sin embargo, Edu no se irritó, al contrario, se recostó en su silla apoyando un brazo en el respaldo y, sonriendo, sonriendo con una expresión de autosatisfacción mil veces ensayada en ante un espejo se limitó a decir: No importa que la comida venga caliente de la calle si es en casa donde se come. Paco soltó una carcajada estridente y se limitó a decir que si Edu era feliz así, por su parte no había nada que objetar.
La conversación continuó por otros derroteros. En algún momento Edu nos comentó que la pasada noche algunos compañeros del CrossFit habían ido a comer a su casa, a lo que Paco no tardó nada en mandarme un WhatsApp que rezaba algo así como: además de cornudo, les da de comer. Poco a poco los demás se fueron yendo y terminamos por quedarnos Edu y yo. Total, mi chica tampoco estaba en casa y no tenía prisa por irme.
Edu empezó a hablarme de las vacaciones de Semana Santa, que si ya tenía algo programado o si me pensaba quedar por aquí. Que si, por fin, había conseguido cuadrar las mías con las de mi mujer. Yo hice un gesto de cierto desdén y le comenté que aún quedaban lejos, que prefería esperar un poco más. Él, por su parte, estaba emocionado. En todas las relaciones sociales, cuando éstas se prolongan en el tiempo, sean del tipo que sean, se establecen una serie de dinámicas, no siempre explícitas, pero que, con el paso de los años se dan por asumidas. En las de amistad suele ser uno el que toma la iniciativa de llamar, en las de trabajo siempre es el mismo compañero el que propone ir a tomar un café. Marta y Edu, a lo largo de los 15 años de relación, habían llegado al acuerdo tácito de que sería uno de la pareja y de forma alterna el que programase las próximas vacaciones. Así, si Marta había organizado el viaje a Alemania de Navidades sin que Edu supiera nada, sería ahora él el encargado de elegir y programar destinos y estancias. A su modo de ver era no sólo una forma de pensar en el otro en cada decisión que se tomaba sino, también, una manera de hacerle descubrir una parte de mundo. Era, sin duda alguna, una ñoñez tremenda, pero era una ñoñez que llevaban 15 años haciendo y no iba a ser yo quien la pusiera en tela de juicio.
Edu había pensado en Grecia. Ahora que su mujer era una adicta al deporte, qué mejor que ir a visitar el país origen de las Olimpiadas. Para él ella era una espartana y no se le ocurría destino que la representase mejor: fuerte como una guerrera, inteligente como una diosa y sensual e inspiradora como una musa. Me enseñó los hoteles, me preguntó qué ver y qué hacer. Tú sabes de esto, que para algo eres arquitecto -decía. Aunque, en realidad, no le hacía falta consejo, ya lo tenía todo planificado y ya se veía a él mismo agarrado de su cariátide personal, envuelta en un vestido blanco de tela vaporosa mientras caminaban por los accesos de Pikionis de la Acrópolis ateniense. La ruina y la noche los envolverían a él y a su adorada Marta. Sería algo idílico, onírico.
Y, sin embargo, un extraño picor me atacó el bajo vientre. Y es que siete fueron, siete, las señales que le hicieron pensar a Edu que Marta estaba siendo infiel.
No es que yo supiera nada pero mi olfato de perro viejo me hizo pensar que a una renovada Marta, que ahora iba y venía sin un antaño inseparable Edu, quizá las dinámicas de antes ya no le importasen tanto y, de hecho, pudieran ser un estorbo para ella. No tenía muy claro cómo, pero tenía que esparcir la sombra de la duda y lo único que se me ocurrió fue preguntarle por cuánto le había salido la gracia. Él inocente, me dijo que, por el momento, por nada, que no quería comprar ni billetes ni hoteles hasta que no me hubiera enseñado lo que había pensado. Y ahí fue donde vi el rayo de luz abrir un cielo de nubes negras. Hombre, yo sé que lleváis años sorprendiéndoos así, preparando las vacaciones sin que el otro lo sepa. Pero, no sé, este es el primero que Marta tiene plaza fija y Semana Santa es una festividad rara para los institutos. Algunos tiene viajes de estudios, otros los acaban de tener. Siempre hay recuperaciones a la vuelta... Antes era interina, ahora es fija, la responsabilidad es mayor. ¿Por qué no le enseñas todo esto mañana, antes de comparar nada, y así te cubres las espaldas por si no pudiera ir tantos días como tú has pensado? -dije-. No sé, también puedes cancelar luego, pero, teniendo en cuenta que su vida laboral ha cambiado, a lo mejor deberías consultarle antes, ¿no crees?
Evidentemente, todo eso no era más que un montón de mierda. A efectos prácticos Marta, con plaza fija o de interina, tenía las mismas responsabilidades y podía irse de vacaciones tranquilamente. Yo lo sabía, Edu lo sabía. Sin embargo, hubo un silencio. Edu miró la pantalla, lo tenía todo reservado en el carrito de la compra y pensaba dejarlo pagado en ese mismo momento. Sólo necesitaba mi refuerzo y yo le había hecho dudar. Me sentí extraño, no le daba estando lo que quería pero intuyo que sí fue la respuesta que era necesario dar. Creo que tienes razón -dijo, al fin-. Total, por pagar hoy o mañana después de enseñárselo no va a cambiar nada. Yo afirmé con la cabeza y abrí otra cerveza. Pasamos un rato jugando a la consola y me fui.
Al día siguiente recibí un mensaje de WhatsApp. Era Edu. Gracias por el consejo de ayer, me has ahorrado una pasta en cancelaciones. Marta no se podía ir de vacaciones en Semana Santa con Edu. Le habían propuesto apuntarse a una competición de CrossFit en las Canarias y, sobre la marcha la noche anterior, había dicho que sí. Grecia tendría que esperar. La Acrópolis tendría que esperar. Me llegó otro mensaje. Me preguntaba si todavía no tenía pensado nada para la Semana Santa, me preguntaba si hacíamos algo juntos. Marta se iba a Tenerife, pero él no.
Y es que siete fueron, siete, las señales que le hicieron pensar a Edu que Marta estaba siendo infiel. Siete, como los días que dejaron de pasar juntos en Grecia.