Spawner
Muerto por dentro
- Registro
- 10 Dic 2005
- Mensajes
- 34.971
- Reacciones
- 3.940
PRIMERA SEÑAL
Marta y Eduardo llevaban toda la vida juntos. Se conocieron a través de unos amigos comunes cuando ambos estaban encarando los últimos días de un verano previo a 2º de Bachiller y, desde entonces, se encoñaron el uno del otro. Compartieron cada tarde de ese mes de agosto y, al terminar éste, se hicieron oficialmente novios. Ambos perdieron la virginidad juntos. Habían tenido algún que otro escarceo sexual previo, pero nada que no pasase de una triste paja o una mamada mal hecha. Además, Marta era, como solía pasar por aquella época, una de esas chicas que jamás se masturbaría a sí misma; Eduardo, por su parte, sin embargo, sí que era un ferviente seguidor del onanismo más extremo desde que a los 9 años un compañero de colonias de verano le descubriese las virtudes de la paja seca.
Al terminar el estío empezaron las clases, el último curso antes de la Universidad, así que, embriagados del primer amor, ése que parece el único e irrompible, lo planificaron todo juntos. Qué estudiar y dónde y cómo encauzarían su vida en común. Los amigos, entre los que me incluyo, veíamos en ellos demasiados castillos en el aire. Sueños que no se sustentaban en nada y que sólo eran fruto de las primeras eyaculaciones y comidas de coño. Parece mentira, cómo de gilipollas se vuelve uno cuando te la comen cada día, recuerdo que decía Paco, uno de los habituales de la pandilla a modo de lamento porque nuestro Edu se estaba volviendo un viejo prematuro.
Sin embargo, a pesar de nuestros malos augurios, la pareja prosperó. Y tanto prosperó que han estado juntos hasta hace bien poco.
A mitad de carrera ambos se fueron a vivir juntos, entre sus becas y el dinero que sacaban -y que no declaraban- como camarero y azafata, tenían para ir tirando. Además, los padres les aportaban algo cuando les hacía falta. Ambas familias estaban muy contentas de que sus hijos mantuvieran una relación y pareciesen prosperar ante la adversidad del tiempo. Algunos, por nuestra parte, nos planteábamos si no estaba echando un órdago con una mano demasiado arriesgada. Quiero decir, sólo había estado con una chica en su vida, sólo una, ni siquiera había durado más de un mes con ninguna otra novia. Quizá, como decía Paco en ocasiones, para saber cuál es el mejor plato de un buffet libre hay, al menos, que probar 10 diferentes de la carta.
La cosa es que se consolidaron y cada uno metió la cabeza en su trabajo. Más o menos. Él, gracias a su talento pero también a los enchufes de su madre, llegó a ser profesor asociado de la Universidad; ella, opositó eternamente hasta tener plaza de profesora de secundaria en la provincia tras años de interinidad. Se alquilaron un ático, uno no muy grande, con dos habitaciones y una terraza enorme en la que poder poner una piscina hinchable en verano, una Toy. Decidieron no tener ataduras con nadie más que con ellos mismos, así que renegaron de matrimonios, hijos e hipotecas y, a cambio, se compraron dos conejos.
Todo iba bien, los veíamos poco, porque parecían tener todo con sólo verse el uno al otro y, bueno, los amigos no nos sentíamos con la potestad suficiente como para hacerles ver que los echábamos de menos. No a ellos, sino a lo que ellos eran antes de ser ellos. Extrañábamos a Edu y extrañábamos a Marta, Edu y Marta, como conjunto, nos daban un poco igual.
A él, gracias a una peña de fútbol en la que jugábamos asiduamente cada semana, lo seguíamos viendo algo e, incluso, a veces conseguíamos que se quedase a tomar unas cañas después. Edu siempre había tenido un cierto talento para los deportes de equipo. En ninguno sobresalía especialmente, pero en todos era relativamente solvente. Era como un pato: vuela, anda y nada, pero no es el mejor ni volando, ni andando ni nadando. Marta siempre había tenido constitución atlética, no le hacía falta hacer deporte para tener buena figura. Era extraña, pues ya con veintilargos años seguía pareciendo una niña: no superaba el metro sesenta, sus caderas eran muy finas pero tenía un trasero duro y contundente, con piernas de velocista y sin rastro de celulitis, y unos pechos menudos, infantiles casi, que hacían juego con una sonrisa de eterna teen pizpireta. Edu era el típico amigo larguilucho y desgarbado que en los últimos años de horas sentado en despacho había echado barriga, una de éstas que salen de la nada, ya que el resto del cuerpo sigue siendo pura delgadez, y había anteriorizado los hombros adquiriendo una postura de jorobado un poco extraña.
Marta, aunque seguía pareciendo una colegiala en sus últimos años de instituto, también acusaba el paso del tiempo. Si su culo antes era un melocotón, ahora parecía un caqui pasado y una pequeña tripita escondía su antaño terso vientre. Las arrugas, además, habían hecho algo de mella en su rostro y la piel de todo el cuerpo se había ajado, seguramente fruto de fumar en exceso y ser bebedora habitual, de poca cuantía, pero continuada.
Y precisamente ese fue uno de los motivos que llevó a la relación a su amargo final. Porque siete fueron, siete, las señales que le hicieron pensar a Edu que Marta estaba siendo infiel. Siete, como los Pecados Capitales.
Al entrar en su plaza fija en un pueblo del área metropolitana de Granada, Marta había terminado por hacer nuevos amigos entre sus compañeros de trabajo, varios de ellos jóvenes, como ella misma, de unos treinta años que, al fin, alcanzaban la gloriosa meta después de tantos años de estudio. Como Edu jugaba los martes al fútbol con nosotros, Marta quedaba con algunos de estos amigos, en concreto con una de las profesoras de Educación Física, Miriam, creo recordar. Durante sus veladas de vino y tapas, una tocada por el alcohol Marta se sinceraba y le contaba a su compañera de trabajo y salidas que se veía fea, que ya no se notaba tan atractiva como antes y que tantas horas de estudio le habían pasado factura. Miriam la tranquilizaba, mostraba su lado más comprensivo y le hacía ver que era algo más o menos normal, que todos los opositores del mundo pasaban por un tiempo de dejadez pero que, ahora que ya gozaba de inmunidad funcionarial, podía dedicar su tiempo a recuperar parte de su buena condición física.
En esas ocasiones, Marta presumía de ser mujer de rápida respuesta ante el ejercicio. Decía que, de joven, casi no necesitaba entrenarse para estar atlética. Toca, toca, afirmaba, no hago deporte pero las piernas las sigo teniendo duras. Miriam, de la que todos intuíamos que era un poco bollera, tocaba y le decía que sí -o eso confesaba a veces Marta al día siguiente y Edu nos lo hacía llegar por WhatsApp porque, el pobre, fantaseaba con la posibilidad de un trío-. Sin embargo, la pereza podía con la pobre Marta que, sin saber cómo plantearse un entrenamiento que la hiciera prosperar, relegaba todos sus empeños a vídeos de Youtube o infructuosos paseos por la Vega.
Algo quejicosa, recurrió, de nuevo, a Miriam, que todas las tardes se marcaba sus 2 horas de entreno y parecía ser superfeliz. Ésta le habló del CrossFit, de los beneficios de levantar ruedas de camión, del buen ambiente que se creaba en las clases, de lo rápido que se progresaba, de lo intenso que era todo, de la ropa tan chula que se podría comprar y, at last but not at least, de lo bien que se lo pasaban algunos viernes cuando salían todos juntos.
Y es que, siete fueron, siete, las señales que le hicieron pensar a Edu que Marta estaba siendo infiel. Siete, como los Pecados Capitales, como la Soberbia, como la Lujuria.
Marta y Eduardo llevaban toda la vida juntos. Se conocieron a través de unos amigos comunes cuando ambos estaban encarando los últimos días de un verano previo a 2º de Bachiller y, desde entonces, se encoñaron el uno del otro. Compartieron cada tarde de ese mes de agosto y, al terminar éste, se hicieron oficialmente novios. Ambos perdieron la virginidad juntos. Habían tenido algún que otro escarceo sexual previo, pero nada que no pasase de una triste paja o una mamada mal hecha. Además, Marta era, como solía pasar por aquella época, una de esas chicas que jamás se masturbaría a sí misma; Eduardo, por su parte, sin embargo, sí que era un ferviente seguidor del onanismo más extremo desde que a los 9 años un compañero de colonias de verano le descubriese las virtudes de la paja seca.
Al terminar el estío empezaron las clases, el último curso antes de la Universidad, así que, embriagados del primer amor, ése que parece el único e irrompible, lo planificaron todo juntos. Qué estudiar y dónde y cómo encauzarían su vida en común. Los amigos, entre los que me incluyo, veíamos en ellos demasiados castillos en el aire. Sueños que no se sustentaban en nada y que sólo eran fruto de las primeras eyaculaciones y comidas de coño. Parece mentira, cómo de gilipollas se vuelve uno cuando te la comen cada día, recuerdo que decía Paco, uno de los habituales de la pandilla a modo de lamento porque nuestro Edu se estaba volviendo un viejo prematuro.
Sin embargo, a pesar de nuestros malos augurios, la pareja prosperó. Y tanto prosperó que han estado juntos hasta hace bien poco.
A mitad de carrera ambos se fueron a vivir juntos, entre sus becas y el dinero que sacaban -y que no declaraban- como camarero y azafata, tenían para ir tirando. Además, los padres les aportaban algo cuando les hacía falta. Ambas familias estaban muy contentas de que sus hijos mantuvieran una relación y pareciesen prosperar ante la adversidad del tiempo. Algunos, por nuestra parte, nos planteábamos si no estaba echando un órdago con una mano demasiado arriesgada. Quiero decir, sólo había estado con una chica en su vida, sólo una, ni siquiera había durado más de un mes con ninguna otra novia. Quizá, como decía Paco en ocasiones, para saber cuál es el mejor plato de un buffet libre hay, al menos, que probar 10 diferentes de la carta.
La cosa es que se consolidaron y cada uno metió la cabeza en su trabajo. Más o menos. Él, gracias a su talento pero también a los enchufes de su madre, llegó a ser profesor asociado de la Universidad; ella, opositó eternamente hasta tener plaza de profesora de secundaria en la provincia tras años de interinidad. Se alquilaron un ático, uno no muy grande, con dos habitaciones y una terraza enorme en la que poder poner una piscina hinchable en verano, una Toy. Decidieron no tener ataduras con nadie más que con ellos mismos, así que renegaron de matrimonios, hijos e hipotecas y, a cambio, se compraron dos conejos.
Todo iba bien, los veíamos poco, porque parecían tener todo con sólo verse el uno al otro y, bueno, los amigos no nos sentíamos con la potestad suficiente como para hacerles ver que los echábamos de menos. No a ellos, sino a lo que ellos eran antes de ser ellos. Extrañábamos a Edu y extrañábamos a Marta, Edu y Marta, como conjunto, nos daban un poco igual.
A él, gracias a una peña de fútbol en la que jugábamos asiduamente cada semana, lo seguíamos viendo algo e, incluso, a veces conseguíamos que se quedase a tomar unas cañas después. Edu siempre había tenido un cierto talento para los deportes de equipo. En ninguno sobresalía especialmente, pero en todos era relativamente solvente. Era como un pato: vuela, anda y nada, pero no es el mejor ni volando, ni andando ni nadando. Marta siempre había tenido constitución atlética, no le hacía falta hacer deporte para tener buena figura. Era extraña, pues ya con veintilargos años seguía pareciendo una niña: no superaba el metro sesenta, sus caderas eran muy finas pero tenía un trasero duro y contundente, con piernas de velocista y sin rastro de celulitis, y unos pechos menudos, infantiles casi, que hacían juego con una sonrisa de eterna teen pizpireta. Edu era el típico amigo larguilucho y desgarbado que en los últimos años de horas sentado en despacho había echado barriga, una de éstas que salen de la nada, ya que el resto del cuerpo sigue siendo pura delgadez, y había anteriorizado los hombros adquiriendo una postura de jorobado un poco extraña.
Marta, aunque seguía pareciendo una colegiala en sus últimos años de instituto, también acusaba el paso del tiempo. Si su culo antes era un melocotón, ahora parecía un caqui pasado y una pequeña tripita escondía su antaño terso vientre. Las arrugas, además, habían hecho algo de mella en su rostro y la piel de todo el cuerpo se había ajado, seguramente fruto de fumar en exceso y ser bebedora habitual, de poca cuantía, pero continuada.
Y precisamente ese fue uno de los motivos que llevó a la relación a su amargo final. Porque siete fueron, siete, las señales que le hicieron pensar a Edu que Marta estaba siendo infiel. Siete, como los Pecados Capitales.
Al entrar en su plaza fija en un pueblo del área metropolitana de Granada, Marta había terminado por hacer nuevos amigos entre sus compañeros de trabajo, varios de ellos jóvenes, como ella misma, de unos treinta años que, al fin, alcanzaban la gloriosa meta después de tantos años de estudio. Como Edu jugaba los martes al fútbol con nosotros, Marta quedaba con algunos de estos amigos, en concreto con una de las profesoras de Educación Física, Miriam, creo recordar. Durante sus veladas de vino y tapas, una tocada por el alcohol Marta se sinceraba y le contaba a su compañera de trabajo y salidas que se veía fea, que ya no se notaba tan atractiva como antes y que tantas horas de estudio le habían pasado factura. Miriam la tranquilizaba, mostraba su lado más comprensivo y le hacía ver que era algo más o menos normal, que todos los opositores del mundo pasaban por un tiempo de dejadez pero que, ahora que ya gozaba de inmunidad funcionarial, podía dedicar su tiempo a recuperar parte de su buena condición física.
En esas ocasiones, Marta presumía de ser mujer de rápida respuesta ante el ejercicio. Decía que, de joven, casi no necesitaba entrenarse para estar atlética. Toca, toca, afirmaba, no hago deporte pero las piernas las sigo teniendo duras. Miriam, de la que todos intuíamos que era un poco bollera, tocaba y le decía que sí -o eso confesaba a veces Marta al día siguiente y Edu nos lo hacía llegar por WhatsApp porque, el pobre, fantaseaba con la posibilidad de un trío-. Sin embargo, la pereza podía con la pobre Marta que, sin saber cómo plantearse un entrenamiento que la hiciera prosperar, relegaba todos sus empeños a vídeos de Youtube o infructuosos paseos por la Vega.
Algo quejicosa, recurrió, de nuevo, a Miriam, que todas las tardes se marcaba sus 2 horas de entreno y parecía ser superfeliz. Ésta le habló del CrossFit, de los beneficios de levantar ruedas de camión, del buen ambiente que se creaba en las clases, de lo rápido que se progresaba, de lo intenso que era todo, de la ropa tan chula que se podría comprar y, at last but not at least, de lo bien que se lo pasaban algunos viernes cuando salían todos juntos.
Y es que, siete fueron, siete, las señales que le hicieron pensar a Edu que Marta estaba siendo infiel. Siete, como los Pecados Capitales, como la Soberbia, como la Lujuria.
Última edición: