SEXTA SEÑAL
A Edu le sentó bien desahogarse. Desahogarse y estar algunos días separado de Marta. Es cierto que al principio mantuvo esa postura obsesiva y sumisa que le llevaba a comprobar todo el rato WhatsApp y redes sociales -Facebook o los dos Instagrams que Marta tenía, uno, el oficial y de toda la vida y otro, el nuevo, aquél que sólo usaba para cosas de CrossFit y al que subía diariamente, al menos una foto sola o con algún compañero, con el fin de promocionar el Box- pero, tras el berrinche que se pilló en mitad de la nada donde confesaba sospechar tener más cuernos que las cabras que nos miraban desde una loma cercana, parecía que todo se había calmado en su interior. Yo imaginé que sólo le hacía falta eso: dejarse de fachadas y de intentar fingir que todo era genial y confesar al mundo -o a quien estuviera delante- que las cosas no eran tan idílicas como él intentaba hacer ver.
Lo curioso es que este cambio de actitud también se manifestó con Marta. Hablan a diario, claro está, y, si los primero días las llamadas eran breves -aún parecía haber tensión entre ellos, especialmente por parte de él- poco a poco se fueron haciendo más extensas y, en alguna ocasión, me tocó comer sólo porque se tiraba una hora parloteando y el comedor del hotelito cerraba.
Una de las últimas noches, no recuerdo si el viernes o el sábado, tras hablar con ella, vino más contento de la cuenta. Yo me figuraba que era posible que hubiesen, al fin, sinceros, que una le hubiera dicho en qué andaba metida y que el otro le hubiese planteado sus miedos. Nada más lejos de la realidad. Edu me confesaba que Marta le comentaba que había tenido un par de desavenencias con alguno de los miembros del Box, Tucu incluido. Que llevaba tiempo pensándolo y que, últimamente se había dado cuenta de que era un poco gilipollas y que, por ello, había decidido, de manera súbita pero como consecuencia de, al parecer, darle bastante vueltas al tema, cambiarse de Box. Total, lo que a ella le gustaba era el deporte en sí, no con quién hacerlo. En Tenerife había podido conocer a otros fanáticos y se había dado cuenta de que eran todos iguales. Sin con algunos de sus compañeros había tenido algún roce desagradable, se cambiaba y listo.
A mí todo eso me sonó muy raro. ¿Qué roce ha tenido? -le pregunté. No me lo supo o no me lo quiso contar. Qué más da, lo importante es que no los va a ver más, ¿sabes? Va a cambiar de centro, va a seguir haciendo deporte y ya está. Yo le hice ver lo mollar de tema; si se había estado, como él sospechaba, follando a otro, el hecho de cambiar de Box, aunque supusiera el fin de esa relación, no implicaba que no pudiese engancharse a la polla de cualquier otro en el nuevo. Él hizo un gesto de desdén con la mano. Mira, mejor ir poco a poco. Esto se ha terminado, cuando empiece en el nuevo sitio, ya veremos. Yo me encogí de hombros, me parecía el patrón de conducta más estúpido del mundo. Tú sabrás, chico -dije-, pero, al menos, una conversación larga sobre el asunto deberíais tener. Las cosas que no se hablan, explotan en cualquier momento y lo manchan todo. Pero, allá tú, es tu vida.
Los pocos días que nos quedaron por delante fueron un poco aburridos. Edu volvía a estar intenso. Entendedme, no es que prefiriese ver a mi amigo sufriendo, pero verlo ilusionarse de esa manera, me retorcía el estómago. Además, no parecía haber mucho donde rascar, por más que intentase meter uña en el asunto, él contestaba que ya iría viendo qué es lo que pasaba pero siempre mostrando esa actitud bobalicona que indicaba que, por él, ya estaba todo solucionado y que, lo que hubiera pasado, si al final terminaban juntos, habría sido sólo un bache en una relación de 15 años. Total, ¿qué pareja no tenía altibajos?
Creo que fue la última mañana cuando di por hecho que todo estaba perdido. Nosotros volvíamos el Domingo Santo pero, como había que recorrer España entera, llegaríamos para las 7 ó las 8 de la tarde. Marta, por su lado, había tomado un vuelo a primera hora de la mañana y tras viajar en autobús desde Málaga, para la hora del almuerzo ya andaba por casa. Estábamos nosotros, de hecho, comiendo en un bar de carretera cuando Edu recibió una llamada. Era Marta. Estuvieron hablando de tonterías, de nimiedades. El tono era bastante empalagoso, la verdad. En un momento dado, mientras aplastaba la yema de un huevo, pude ver a Edu sudar la gota gorda. De súbito, se levantó. Y con paso acelerado, como si se estuviera cagando, fue echando hostias al baño. Pasaron 15 minutos y, como no venía, le metí mano a su carne. Se iba a quedar tiesa como un zapato y era un desperdicio que un tragón como yo no podía permitir.
Cuando estaba dando cuenta del último trozo, mi amigo emergió del baño con la mayor cara de retrasado que uno pueda concebir. Llevaba el pantalón mal abrochado, la camiseta húmeda por el cuello y el pelo mojado. Antes de que se sentase y él pudiera articular palabra e imaginando, como me imaginaba, lo que venía de hacer, le dije. Ni se te ocurra contarme... Pero su verborrea fue más contundente que mi indiferencia y me relató con detalle cómo su novia le había hecho una videollamada de WhatsApp y se había masturbado para él, cómo había usado un vibrador sobre el que montarse de rodillas mientras hacía movimientos con la boca como si le estuviera comiendo a él, a Edu, la polla. ¡Que me he corrido en la pantalla! -me dijo. Yo dejé de comer agradeciendo irónicamente tanto exceso de información.
En el coche hablamos de banalidades y del trabajo. Él comentó la posibilidad, ahora que todo se había solucionado con Marta, de retomar el viaje a Grecia que no habían podido hacer. Ésa sería su sorpresa, eso sí que no se lo esperaría. Yo empecé a abrir la boca para hacerle ver que no habían solucionado nada pero no me sentía con ganas de intentar talar un árbol tan grueso, tan plagado de auto-convencimiento y mentiras. Tenía ya bien claro que de nada iba a servir intentarlo y que lo único que podía sacar de ahí sería un amigo menos, así que decidí no meterme en berenjenales y hablar de fútbol y pocas cosas más. Él ya tenía la mirada perdida y un estúpido brillo en los ojos que ponía de manifiesto que sólo pensaba en cómo iba a follarse esa noche a Marta.
Al hacer la última parada, ésa en la que uno reposta por última vez y hace números para repartir gastos, Edu me agarró del hombro. Tienes que prometerme una cosa -dijo-. Tienes que decirme que no le contarás a ninguno de estos, ni a Marta, lo del otro día. Aunque yo sabía perfectamente a lo que se refería, me hice el loco, quería forzarlo a que verbalizase exactamente lo que me estaba pidiendo. Quería que, en caso de que algo saliera mal, tuviera bien claro que yo actuaba como él me solicitaba. Cuando lloré y te dije que pensaba que Marta se follaba a otro. Quiero que lo olvides -dijo. Sin problema, es tu relación, tú sabrás cómo la gestionas. Yo sólo te ayudo cuando me lo pides.
La verdad es que las cosas cambiaron. Si antes era Marta quien dejaba a Edu en la pista de fútbol y luego lo recogía al terminar ella de entrenar, ahora actuaban de manera contraria. ¿Ves? No tiene nada que ocultar -me dijo en una ocasión sin avisar y me pilló tan desprevenido que tuve que pensar durante un minuto a qué se refería -sobre todo porque a sus antiguos compañeros los conocía e incluso había intentado ser él también un adepto del CrossFit eso no había impedido que sospechase más de la cuenta-. Paco, de cuando en cuando, preguntaba por Míriam. ¿Dónde está la puerca ésa que solía ir con Marta? ¿Ya no son tan amiguitas? -decía. El otro aducía que, desde lo del cambio de Box, se veían en el instituto y poco más, alguna cerveza de cuando en cuando al salir de clase y algún vino esporádico alguna noche y santas pascuas. Era una chica demasiado libre, le había afirmado Marta, y eso termina cansando.
Un día que, tras jugar al fútbol, todos se fueron y Edu y yo nos quedamos solos; antes de que tuviera que ir a recoger a Marta, no pude reprimirme y le pregunte. Oye, parece que todo va genial de nuevo, ¿no? ¿Hablasteis al final? Él sopesó la pregunta un momento. Un momento que duró una eternidad. ¿Puedo confiar en ti? -dijo-. Tú qué coño crees -contesté.
Y ahí que empezó a contarme.
Un día, tras un rato de sexo, ambos se habían quedado abrazados y Edu le soltó una cursilería de ésas que en su cabeza sonaban de puta madre pero que verbalizadas sólo provocaban vergüenza ajena. Es bueno tenerte de vuelta o algo así. La otra le pidió perdón por haber estado algo dispersa últimamente. Edu sintió curiosidad porque, a fin de cuentas, Marta, con ese gesto, ponía de manifiesto que algo raro había pasado. Así que le preguntó abiertamente, ¿por qué?
Y es que siete fueron, siete, las señales que le hicieron pensar a Edu que Marta estaba siendo infiel.
Marta empezó a contarle. Todo había empezado una de las noches en que había salido con Míriam. Ésa en la que ella presumía de anatomía pese a no hacer deporte. Ésa en la que había hecho alarde de la dureza de sus piernas. Míriam, además de tocárselas para comprobar este punto, le apretó un poco las carnes de un modo que pasaba la línea de la amistad. Marta, afectada por el alcohol, pero desconcertada, medio en risa medio en serio, le preguntó, ¿qué haces? Y ésta sólo le respondió con un gesto de cabeza apuntando a un grupo de muchachos que había en el otro extremo del bar. Uno de ellos las miraba a las dos. Míriam se figuraba que él pensaba que eran lesbianas y que, al ver a dos chicas atractivas juntas, estaba teniendo mil fantasías en ese momento. ¿Has visto lo que provocas al mundo? -susurró Míriam al oído de Marta. Ésta, no sabía por qué, en lugar de apartarse o dejar de mirar al chico, le sostuvo la mirada y, por lo que confesaba a Edu, se excitó y mucho. Le dijo a su novio, que no podía describir lo que sintió, a fin de cuentas sólo era una mano de una amiga en un muslo y un muchacho mirando a lo lejos. Pero que se sintió poderosa y que eso le gustó mucho. Que en, ese momento, sólo pensaba en llegar a casa y follárselo a él, a Edu. Que no pensó que algo así le molestase, él siempre decía no sé que de calentarse la comida fuera y comerse en casa. Y que, además, esa noche habían tenido uno de los polvos más gratificantes que recordaba.
El hecho es que la cosa funcionó en ella como una suerte de droga y, cuando a veces salía con Míriam, la otra le provocaba y le retaba a que hiciera cosas. Tonterías, en el fondo, quizá pasaban la línea del coqueteo admisible, pero no cruzaban la frontera de la infidelidad. Restregarse más de la cuenta con un chico al ir a pedir a la barra, juguetear con la copa mientras miraba a algún hombre maduro o, quizá, un tonteo con su compañera de salidas.
Sólo una vez, quizá, forzó la línea más de la cuenta. Míriam le confesó que en esa ocasión había salido sin ropa interior. Era algo que le gustaba hacer a veces porque, no sabía por qué, a los hombres les excita mucho. Entre risas, desafió a Marta a hacer lo mismo. Has salido de casa con ropa interior, pero puedes volver a casa sin ella -afirmó. Pero, claro, había que darle una vuelta al juego, sólo un poco más. Debería entrar al servicio, pero no al de chicas, iría al de chicos con la excusa de que el otro estaba lleno y, oh, es que no me podía aguantar más. Marta aceptó, pero el juego del tonteo se le estaba yendo de las manos y, probablemente sería por el alcohol, pero decidió que sería estimulante para ella dejar el tanga en el pomo de la puerta, por dentro, al salir. Y así lo hizo y así lo confesó a Míriam que, por cómo la miró, raro sería que no estuviera lubricando.
A mí me contaba todo esto como si fuera lo más natural del mundo. Yo flipaba, la verdad. No me mires así, me gusta que mi mujer sea objeto de deseo -dijo. Yo le dije que vale, que cada uno establece las normas que quiere en su relación, pero que esos juegos son peligrosos y que uno nunca puede tener la certeza total de que los límites no se están rompiendo. Le pregunté, además, si no le hubiera gustado estar delante viendo a su mujer pavonearse así. Paradójicamente, le sentó mal, me vino a decir que cómo se me ocurría algo así. Yo me encogí de hombros, yo que sé, tío, con lo que me has contado antes ya estoy flipando demasiado.
Ahora, al parecer, Marta se había cansado de esos tonteos. Con los meses que llevaba de salidas y venidas ya había compensado el tiempo en que no podía haber hecho lo propio durante la adolescencia y, aunque de cuando en cuando no descartaba hacerlo -y más ahora que Edu lo sabía y no parecía importarle-, había pasado a un muy lejano segundo plano. Que soy profesora, a ver si me voy a topar con algún padre por ahí.
Le pregunté si se lo creía, si de verdad pensaba que no se había acostado con ningún tío o, al menos, enrollado. La conozco desde hace 15 años, si no la creo a ella, ¿a quién iba a creer? -dijo. Era tan fácil desmontar ese argumento que no merecía la pena hacerlo, así que lo dejé estar. Le pregunté sólo por una cosa más. En mi cabeza rondaba aún aquello de la regla de los tres pasos y dónde podía haberla aprendido. Él me contó que, coño, ya me lo había dicho, de Míriam. Parecía no entender por dónde iban mis dudas, así que fui más explícito. Ya, ¿teórica o prácticamente? Él sonrió. ¿Y qué más da? Con una chica no son cuernos, con una chica es aprendizaje. Toda la vida se ha dicho: "si te lías con una tía no me enfado, te pido una copia del vídeo".
Yo solté un suspiro. No me iba a poner a profundizar en algo así, como si el hecho del género condicionase la intención. Como si la no existencia de polla no fuera infidelidad. Como si el hecho de que una chica le haya podido comer el coño a tu pareja sea mejor que lo haya podido hacer un hombre. Había tanta ridiculez en su discurso que preferí no hacerle dudar. Todo era de una fragilidad tan excesiva que, pensaba yo, el tiempo daría y quitaría razones.
¿Se lo has preguntado abiertamente, lo de que no ha estado con chicos? Él pareció enfadarse. Que sí, coño, que sí. Que nada de pollas. Hostia, parece que te moleste. Alégrate un poco por tu amigo. Que me lo ha prometido.
Y es que siete fueron, siete, las señales que le hicieron pensar a Edu que Marta estaba siendo infiel. Siete, como siete son los mandamientos que preceden al de no mentir.