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Una de las cosas de las que no me siento orgulloso es de robarle la comida a mi mejor amigo del internado de su taquilla. El hambre es muy mala, chavales, no os la deseo. Le metía su madre unos salchichones cojonudos, que dejaban la típica hebra en los dientes, y después del robo tenía que estar delante de él fingiendo buscar venganza por la profanación de su taquilla mientras intentaba quitarme las hebras con disimulo.
Él sabía perfectamente quién le robaba la comida.
Quién va a abrir una taquilla para llevarse salchichones? Un muerto de hambre, obviamente.
Buen amigo era ese, compartía su comida sin que pareciera una limosna, y además te acompañaba en ese teatrillo que tú montabas para que creyeras que él no lo sabía.
Deja a los chavalotes Pablo
Déjalos que caminen como ellos cameles
Si los chavales camelan pegarle un poquito a la lejia
O camelan pegarle un poquito a la mandanga
PUES DEJALOS!
Escuchar al Fary da cáncer de sida.El único al que le gustaba en mi infancia era un pitufo más chico que yo que me invitaba a sus cumpleños (iban todos los pibes del bloque) ponía el torito guapo de los cojones y todos nos mirábamos extrañados hasta que el hermano mayor intervenía y ponía otro casete tipo bolero mix,maquina total o cualquier mierda noventera al estilo,ahora que lo pienso no sé qué era peor.
Blandengue no creas que soy.Solo me gobierna mis viejitos.Lo que no soy es hortera.Aunque claro en Canarias el estilo rumbero-barrial del Fary nunca caló en casi nadie pero sí otras muchas putas mierdas como la salsa de mala muerte,el regueton ,pepe benavente y un interminable etcétera.
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Un verano muy caluroso, de esos que hasta los Depredadores se abanican pasando de cazar, mi pandilla y yo nos aburríamos tanto que solo se no ocurrían trastadas a cual más cafre.
En nuestro barrio había un vendedor de perritos sudoroso, calvo patilludo, que siempre que nos atendía lo hacía de mala gana. Para nosotros era simplemente un gilipollas, no nos parábamos a pensar que ese era su único medio de vida y que ese era un trabajo duro y miserable. Pero decidimos jugársela de una vez por todas. Uno de nosotros, el más veloz, iría y le pidiera un perrito para luego hacerle un simpa y que el calvo fuera tras él; mientras, el resto aprovecharíamos para birlarle el puesto y darnos un festín.
Dicho y hecho, el hijoputa salió detrás de nuestro colega dejando el puesto desatendido y nos lo llevamos a otra calle. Lo de que 'robado sabe mejor' no es coña, nos comimos con ansia viva los perritos más sabrosos de nuestra vida.
Ya saciados, empezamos a hacer el gilipollas con el carro y lo llevamos a las escaleras del metro. Como un bebé que tira un juguete al suelo a ver qué pasa, no podíamos frenar el puro instinto de despeñar el puesto por las escaleras. Pero justo cuando lo soltamos vimos que un hombre doblaba la esquina del pasillo inferior y se disponía a subir sin darse cuenta de lo que se le venía encima, literalmente. Cuando oyó nuestros gritos ya era tarde para reaccionar y el carro le arrasó de lleno.
Homicidio. Salvo el colega que hizo de señuelo, todos fuimos a parar al reformatorio. Y como el bebé que, después de tirar el juguete al suelo a ver qué pasa, llora porque comprende que el juguete se ha roto y no se puede arreglar, nosotros lloramos porque sentimos en nuestras almas cómo habíamos hecho añicos por completo nuestra libertad.
Y ni siquiera sabíamos aún el infierno que teníamos por delante. Cuando entré a la reclusión y aún estaba asimilando lo duro que iba a ser mi estancia en el centro, ocurrió lo peor. La primera noche que oí abrirse el cerrojo de mi cuarto no comprendí que pasaba. Era un celador. Sonreía.
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