Cuando trabajé en una granja de cerdos y había que cambiar a las cerdas preñadas de las jaulas de monta a unas parideras, no siempre iban todo lo rápido que se deseaba y entretenían mucho. Había un rumano que después de doblarles una barra de hierro en el lomo y romperles los hocicos a hierrazo limpio, como se empeñaban en no avanzar, recurría a una práctica que a mí me dejó helado, y eso que soy de campo. Les metía el hierro en los ojos y se los reventaba, decía que ciegas se podían guiar mejor. Incluso me confesó que alguna vez se los había reventado con sus propios dedos.
Recuerdo perfectamente el sonido a hueso hecho añicos cada vez que se llevaba el golpe y el estruendoso gruñido que emitían.
Las cerdas iban chorreando una baba espumosa y sanguinolenta por la boca, del hocico les salía sangre a chorro continuo, ciegas, con chorretones de sangre que manaban de sus cuencas reventadas y con paso resignado iban como buenamente podían acoplándose torpemente en la batería de jaulas parideras. Gruñían con insistencia y a veces apretaban con todas sus fuerzas contra cualquier obstáculo, ya a la desesperada.
Bueno, esto sólo se lo hacía a las cerdas que ya estaban es su última gestación, las que eran viejas y después de que pariesen por última vez y amamantasen a las crías por unos días, irían directas al corral donde esperaban los animales desechados para ir al matadero. Animales tan viejos y con una carne tan mala que sólo servían para hacer salchichas y hamburguesas.
Pude empatizar con aquellas viejas guarras desgarbadas, de andares cansados y torpes, con miradas vacías y vientres y ubres que arrastraban por el suelo lleno de excrementos. Estaban a punto de parir, seguramente esa misma noche, por última vez y como agradecimiento a todo el beneficio que habían dado a la granja se les molía a hierrazos y se les sacaba los ojos.
No estoy seguro si aquellos animales eran consciente de su miserable existencia, pero a mí me provocaban lástima.