ESTOY mascando el mismo chicle con el que entré en la sala del cine. En ningún momento de la película son consciente de tener un chicle en la boca; en ningún momento de la película son consciente de cuantos humanos estamos en la sala; en ningún momento de la película soy consciente de la época del año en que vivimos; en ningún momento son consciente de que es una película, porque no es una película, es cine. Vengo de ver a Clint Eastwood.
Cuándo salgan de ver Gran Torino, andarán más despacio, no lo duden. Fijense bien y comprobarán que dan pasos más lentos y más cortos. Comprobarán también que llevan la cabeza un poco más alta y, cuándo se acostumbren a esa nueva forma de deslizarse por las aceras, se darán de cuenta de que son un poco más sabios, porque si ves a Eastwood eres más sabio, sives Gran Torino eres más sabio.
El viejo maestro encarna a un personaje que nos debería caer mal durante la primera media hora de la cinta. Pero él incluso se encarga de que nos pongamos de su parte desde el primer plano. Su cara, su expresión en ese plano clave para ganarse nuestro cariño. Seguro, Clint siempre tiene esa cara de "yo sí que sé y ti no sabes nada", pero "si yo no sé", me gustaría que "el que sepa sea él". Si algún americano me tiene que decir: "Que imbécil eres!", que sea él.
Clint Eastwood una vez más mira en el más profundo sentir de la sociedad americana, ausculta en las mismísimas entrañas de sus compatriotas, les saca los defectos por todos los poros de su blanca piel, y, de paso, los llaman la todos "racistas de mierda". A mí concretamente me lo llama en dos ocasiones en que hace arrastrar las lágrimas por mi cara de blanquito.
Por favor, vayan al cine y se dejen insultar por el gran Clint Eastwood; dejense empapar por la maravillosa última canción de los créditos y tiren a la papelera el chicle que no recordaban tener en la boca.