En el hospital militar pidieron la extremaunción dos hombres: un viejo comandante y un gerente de banco, oficial de reserva. Ambos habían recibido un balazo en el vientre en los Cárpatos y yacían uno al lado del otro. El oficial de reserva consideraba que debían administrarle la extremaunción porque su superior la pedia y que en este caso no solicitarla era un dellito de insubordinación. El piadoso comandante lo hizo por astucia pues creía que la oración puede sanar a un enfermo. Pero los dos murieron la noche antes de la extremaunción y cuando a la mañana siguiente el cura se presentó con Schwejk yacían ya con la cara negra y bajo una mortaja, como todos los que mueren por asfixia.
-¡Con el trabajo que nos hemos dado, pater, y ahora nos lo han estropeado! -dijo Schwejk enfadado cuando en la oficina les comunicaron que ya no los necesitaba ninguno de los dos.
Y era verdad, se habían dado mucho trabajo. Habían ido en coche, Schwejk había tocado la campanilla y el cura había en vuelto en una servilleta la botellita de aceite, la había llevado en la mano Y bendecido con sería expresión a los transeúntes que se quitaban el sombrero, que por cierto no fueron muchos aunque Schwejk se esforzaba por hacer mucho ruido con la campanilla.
Tras el coche corrieron un par de niños inocentes. Uno de ellos se sentó en la parte de atrás del coche y sus compañeros empezaron a gritar al unísono:
-¡Seguir el coche! ¡A. seguir el coche!
Y Schwejk iba tocando la campanilla. El cochero dió un latigazo hacia atrás. En la Wassergasse les salió al encuentro corriendo un ama de llaves, miembro de la Congregación de María, para que la bendijeran, se santiguó y dijo:
-¡Van con Nuestro Señor como si los llevara el diablo! ¡Ya puede uno ponerse tísico!
Y regresó sin aliento a su antiguo puesto.
La campanilla asustaba al caballo del coche. Al parecer le recordaba algo de tiempos pasados pues no dejaba de mirar hacia atrás y de vez en cuando intentaba bailar sobre el empedrado. Estos fueron los trabajos de los que Schwejk había hablado. Luego el cura se fue a la oficina para liquidar la parte económica de la extremaunción: calculó que el erario militar le debía 100 coronas por el óleo bendecido y por el viaje.
Entonces tuvo lugar una lucha entre el comandante del hospital y el capellán. Este dio varios puñetazos en la mesa.
-No vaya a creer que la extremaunción es gratuita, capitán -explicó-. Cuando a un oficial de dragones lo mandan a la cuadra con los caballos también le pagan dietas. Desde luego lamento que no hayan podido recibir la extremaunción: hu biera costado 10 coronas más.
Mientras tanto Schwejk esperaba abajo, en el puesto de guardia, con la botellita del santo óleo, la cual despertó sincero interés en los soldados. Alguien dijo que con este aceite se podrían limpiar muy bien los fusiles y las bayonetas. Un soldado joven de las tierras altas de Bohemia y Moravia que aún creía en Dios pidió que no hablaran de estas cosas Y que no discutieran los secretos sagrados pues había que esperar cristianamente.
Un viejo reservista miró al moz.albete y dijo:
-¡Bonita esperanza que un proyectil te arranque la cabeza! Nos han hecho creer muchas cosas. Un día vino a vemos un diputado clerical y nos habló de la paz de Dios que cubre toda la tierra y de que Dios no desea la guerra y quiere que todos vivamos en paz y nos perdonemos como hermanos. Y ahora vedle al imbécil, desde que ha empezado la guerra en todas las iglesias se reza por la victoria de las armas y del buen Dios se habla como si fuera un jefe del Estado Mayor que guía y dirije esta guerra. De aquí, del hospital militar ya he visto salir una buena cantidad de entierros y las piernas y brazos cortados se los llevan a carretadas.
-Y a los soldados los entierran desnudos -dijo uno- y su uniforme se lo ponen a uno vivo, así siempre.
-Hasta que la ganemos -observó Schwejk.
-j Ese asistente quiere que le den algo! -dijo un sargento que estaba en un rincón-. Que os lleven al frente a vosotros, a las trincheras, y os hagan avanzar por las alambradas con los lanzaminas y lanzallamas. Revolcarse en el interior, esto puede hacerla cualquiera. Nadie tiene ganas de morir.
-Pues yo creo que ha de ser muy hermoso dejarse atravesar por una bayoneta -dijo Schwejk; y tampoco está mal recibir un balazo en el vientre y mejor aún cuando lo despedaza a uno una granada y ve que sus propias piernas y la barriga están un poco más lejos del resto de su cuerpo. Debe ser cómico morir antes de que alguien pueda explicársclo.
El soldado joven suspiró. Le daba pena su juventUd y haber nacido en un siglo tan tonto para ser sacrificado como una vaca en el campo de batalla. ¿Por qué todo eso?
Un soldado, maestro de profesión, como si adivinara sus pensamientos observó:
-Algunos sabios explican la guerra como consecuencia de las manchas solares. En cuanto surge una de estas manchas ocurre siempre algo espantoso. La conquista de Cartago...
-¡Déjese de sabidurías! -interrumpió el sargento-. Mejor es que vaya a barrer la habitación: hoy le toca a usted. ¡Que nos importan a nosotros sus dichosas manchas solares! Por mí ni que hubiera 20. j Me importa un bledo!
- Estas manchas sobre el sol tienen realmente gran importancia -intervino Schwejk-. Una va se vio una y aquel mismo día me dieron una paliza en "Banzct", en Nusle. Desde entonces siempre que salgo miro en el peri6dico si no ha vuelto a verse otra mancha y si se ha visto, i adi6s María!, no voy a ninguna parte. Solo así he sobrevivido. Cuando el volcán del Mont Pelé destruy6 toda la isla de la Martinica un profesor es. cribi6 en el "Narodní Politilca" que ya hacía tiempo él había llamado la atenci6n a los lectores sobre una gran mancha solar. y el "Narodní Politilca" no lleg6 a tiempo a esa isla y por eso pilló a sus habitantes.
Mientras tanto arriba el capellán encontró en la oficina a una dama de la "Asociación de damas nobles para el cuidado de la formación religiosa de los soldados", una sirena vieja y repugnante que rondaba por el hospital desde las primeras horas de la mañana repartiendo por todas partes estampas que los soldados heridos y enfermos echaban a las escupideras. A su paso excitaba a todo el mundo con sus tonterías de que se arrepintieran sinceramente de sus pecados y se corrigieran de verdad para que el buen Dios les diera la paz eterna después de la muerte.
Al hablar con el cura y. decir que la guerra en vez de ennoblecer transformaba a los soldados en bestias estaba muy pálida. Abajo los enfennos le habían sacado la lengua y le ha. bían dicho que era un espantapájaros y una tonta de capirote.
-Es espantoso, señor cura; el pueblo está corrompido.
Y con todo ardor explicó como imaginaba ella que debía ser la formación religiosa de los soldados. Sólo si el soldado creía en Dios y tenía un sentimieto religioso lucharía con valentía por su emperador. Entonces no temería la muerte porque sabría que le esperaba el paraíso.
La parlanchina dijo otras tonterías semejantes. Al parecer estaba decidida a no soltar al cura. Al final este se despidió con la mayor descortesía.
-j Vamos a casa, Schwejk! -gritó en el puesto de guardia. Al regreso no le dieron ninguna importancia.
- La próxima vez que venga a extremaunciar otro -dijo el cura-. Luego tiene uno que pelearse con ellos por el dinero a causa del alma que se quiere salvar. Los oficiales de oficina son unos canallas.
Al ver en las manos de Schwejk la botellita con el óleo "bendecido" su rostro se ensombreci6.
-Schwejk. lo mejor será que con este aceite unte mis botas y las suyas.
-Intentaré Untar también la cerradura -dijo Schwejk-. Cuando vuelve usted a casa por la noche cruje de una manera horrible.
Y así acabó la extremaunción que no se llegó a administrar.