Pongamos que quedas con una chica. Haz un esfuerzo e imagínatelo.
Es una cita planeada, por lo tanto es una chica que ya conocías previamente. Nada de aventurarse a lo desconocido. Seguramente hayáis quedado con varias horas e incluso días de antelación, en vistas al fin de semana. Pero conforme pasa lentamente el tiempo notas que te invade la apatía y cada vez te apetece menos. Más tarde, llega la hora de ir a su encuentro...
...y no te levantas. No es un gesto premeditado, no es un gesto siquiera, sino una ausencia de gesto, un gesto que no realizas, que evitas realizar. Entrenaste debidamente, te acostaste temprano, has dormido plácidamente. Habías puesto el despertador con tiempo suficiente como para no salir apurado. Lo has oído sonar, has esperado a que sonara, durante varios minutos por lo menos. En realidad ya estabas despierto por el calor, o por la luz, o por el ruido de la gente veraneando en la calle. Tu despertador suena pero tú no te mueves en absoluto, te quedas en la cama y vueles a cerrar los ojos. Otros despertadores comienzan a sonar en las habitaciones contiguas. Oyes ruidos de agua, de puertas que se cierran, de pasos que se precipitan por las escaleras. La calle comienza a llenarse de ruidos de coches, chirridos de neumáticos, cambios de marchas, breves sonidos de bocina. Los comerciantes levantan sus persianas metálicas, los niños corren y saltan en dirección a la piscina mientras aprovechan al máximo los días muertos entre el fin del colegio y el inicio de las vacaciones familiares. Pero tú no te mueves. No te moverás. Otro, una réplica tuya, un doble fantasmagórico y meticuloso hace, quizá en tu lugar, uno a uno, los gestos que tú ya no haces: se levanta, se lava, se afeita, se viste, se va.
Esto es tu vida. Esto te pertenece. Puedes hacer el inventario exacto de tu escasa fortuna, el balance preciso de tu primer cuarto de siglo. Tienes unos 25 años y un empaste, 3 camisas blancas y 8 calcetines de deporte, algunos libros que ya no lees, algunos CD's que ya no escuchas. No tienes ganas de acordarte de otra cosa, ni de tu familia, ni de tus estudios, ni de tus ligues, ni de tus amigos, ni de tus vacaciones, ni de tus proyectos, ni de la chica con la que has quedado. Has viajado y no has traído nada de tus viajes. Estás sentado desayunando y no quieres más que esperar, sólo esperar hasta que no haya nada que esperar: que llegue la noche, que suenen las horas, que los días pasen, que los recuerdos se borren. Que los días comiencen y que los días acaben, que el tiempo transcurra, que tu boca se cierre, que los músculos de tu nuca, de tu mandíbula, de tu mentón se relajen del todo, que sólo el subir y bajar de tu caja torácica, los latidos de tu corazón sigan dando testimonio de tu paciente supervivencia. No vuelves a ver a tus amigos. No abres la puerta. No bajas a buscar el correo. No devuelves los libros que sacaste de la biblioteca. No te conectas al feisbuc. Sólo sales a la caída de la noche, como las ratas y los monstruos. Deambulas por la calle, te deslizas dentro de los badulaques mugrientos a conseguir víveres. A veces caminas toda la noche, a veces duermes todo el día.
No es que odies a las mujeres. Tan sólo desearías que pertenecer a la especie humana no fuera acompañado de este insoportable estrépito, que esos pocos pasos irrisorios que hemos dado a tientas dentro del reino animal no se pagasen con esa perpetua indigestión de palabras, de proyectos y de grandes comienzos.
Ya no deseas nada. Esperas, hasta que no haya nada que esperar. Deambulas, duermes. Te dejas llevar por las multitudes, por las calles. Sigues las cunetas, las rejas, el agua a lo largo de los riachuelos. Caminas por los muelles, rozando las paredes. Pierdes el tiempo. Te desentiendes de todo proyecto, de toda impaciencia. Estás sin deseo, sin despecho, sin rebeldía.
Te has pasado la vida protegiendo, destruyendo, combinando, urdiendo plan tras plan. Ejercicio vacuo, ordenamiento irrisorio: 48 naipes te encadenan a tu silla y te encuentras casi feliz de que un diez esté en su lugar, de que un rey no pueda levantarse contra ti, o casi infeliz de que todos tus pacientes cálculos conduzcan todos al mismo resultado absurdo. Como si toda esa estrategia solitaria y muda constituyera tu único camino y se hubiera convertido en tu razón de ser. A veces te equivocas y vuelves a empezar. Cuentas las tejas de tu falso techo, los tochos de la fachada de enfrente.
No has aprendido nada, sólo que la soledad no enseña nada, que la indiferencia no enseña nada. Era un engaño, una ilusión fascinante y traicionera. Por aquí hay muchos foreros que defienden que la soledad es la mejor de las compañías, y hasta ahora no comprendes cómo de equivocados estaban. No has elegido estar sólo, en realidad te has limitado a no elegir nada. Estás solo y eso es todo, sólo querías protegerte. Que entre tú y el resto del mundo los puentes se rompieran para siempre.
Tocar fondo no quiere decir nada. Ni el fondo de la desesperación, ni el fondo del odio, ni de la decadencia etílica o de la soledad orgullosa. La imagen demasiado bella del buzo que con una patada vigorosa regresa a la superfície, está allí para recordarte, si acaso fuera necesario, que aquél que ha caído ya no puede ser salvado. Tiene derecho a todos los honores, pero no está hecho para ser absuelto.
Te limitas a tumbarte boca abajo sobre la nada, en la nada, ignorando sus llamadas perdidas. Lo único a lo que aspiras es a desaparecer lentamente, a dejar pasar los minutos, hundirte en ellos como si fueran arenas movedizas. Dejar de hacer todo. Y tratar de respirar.
Apagas el móvil y te limitas a respirar... cada vez más lento.