Ayer, al final, no me tomé los vinos solo. Bueno, al principio sí, pero luego ya no. Cuando estaba recogiendo para irme, una amiga entraba en el bar [amiga de toda la vida, que más es una medio madre, porque es mayor que yo, que otra cosa] y me dijo que estaba fuera con otro amigo común y que me sentara con ellos. A él su pareja también le ha disfrazao de venao. Lo suyo, en cierto modo, es peor; había, y hay, hipotecas de por medio y, ojo, dos niñas. Él es un hombre muy aprensivo, cargado de algunos traumas infantiles provocados por un padre maltratador, y, supongo, esto le ha venido muy mal.
Sin embargo, lo vi sorprendentemente bien.
Mi amiga nos preguntaba sobre nuestra situación sentimental y, fíjate tú, a ambos nos surgen, con cierta frecuencia, posibilidades de jodienda que no nos interesan. Ambos, parece, estamos algo decaídos. Me resultó curioso esto, cómo se da la circunstancia de que las mujeres huelan nuestra flaqueza y vayan ahí a degüello. Y cómo nosotros somos tan inútiles de no saber aprovechar el momento, el sentirse en la cresta de la ola, para hacer lo que habría que hacer: follar hasta que se nos cayese la polla a pedazos.
Luego las mujeres dirán que ellas son el sexo emocional y nosotros los insensibles pero, a la hora de la verdad, quienes nos quedamos para el arrastre tras una ruptura somos nosotros, tanto que nuestro instinto seminal, eso para lo que estamos hechos, se va de paseo.
Y más curioso aún me resulta el hecho de que todas las parejas de larga duración que conozco que han roto, se han ido al carajo porque han sido ellas, y no ellos, quienes lo han decidido; y casi siempre para amorrarse a una nueva polla [o coño, en mi caso] a los dos días o porque, de hecho, ya estuvieran hartas de beber de botijo de carne ajeno y, con la ruptura, lo único que hagan sea informar al más interesado de lo que ya todo el mundo sabía.
Si esto es la liberación y el empoderamiento femeninos, pues vaya puta mierda.
Ah, los vinos no los pagué, ni yo ni el otro cérvido. La amiga en común lo hizo.