Beatona de convento, no te atrevas a darme moralinas ni lecciones. Mientras tú pasabas los últimos años sablando a los pobres viejos que trasladabas en tu bólido para jugar a la petanca yo cuidaba de mi padre en el Hospital o le cambiaba los vendajes como una entregada hija.
¿Qué hacía cábalas momentáneamente, con el futuro e incluso con la posible herencia? Es posible...no lo sé...A veces en el silencio de aquella casa podía vérseme acariciar el cerco de la puerta del salón mientras soltaba una sonora e inquietante carcajada.
Lo que no quita para que venga una cubana y me arrebate lo que es MÍO. Sí, mío, mío porque no hay vínculo más sagrado que el de la sangre, y porque cuando mi padre enferme o esté ingresado gravemente, dado sus años, ¿a quién crees que van a llamar? ¿Quién va a ir a cuidarle? Sus hijos. Y allí estaré yo para darle un abrazo tan fuerte que apague poco a poco su llama, como en Gladiator.
Las últimas veces que fui a su casa encontré en algunas esquinas misteriosos amuletos envueltos en cabello, pero después supe que eran marañas de pelo que arrancaba del cepillo y dejaba por ahí la muy puerca.
Y lo de que mi padre tenga otro hijo, ni me lo planteo. Tiene 75 años, no es un gremlin que se reproduce con agua.