Manuel tiene 72 años. Hoy, en la vega, lo ha pasado realmente mal. Por un momento se ha sentido perdido, se ha olvidado de qué hacía allí, de quién era él mismo. Ha mirado sus callosas manos de arriero hasta que su respiración ha ido calmándose. Sea lo que sea lo que le pase, está empeorando.
Hace tiempo que su memoria no es lo que era. Tonterías como no recordar dónde guarda la madajuana, perder la noción del tiempo o no reconocer a algunos vecinos lejanos lo pone de muy mala leche cuando se da cuenta. Su mujer le dijo que fuera al médico, pero se negó. Eso es para los viejos que no tienen otra cosa que hacer, y él está ocupado en su era.
En el centro de salud se da cuenta de que la discreción no es posible. La mitad de los mayores de 60 años de todo el pueblo está allí, con su dosis diaria de dolores de espalda, de piernas viejas y cansadas, de recetas. Nadie le pregunta que le pasa, para ellos no tiene que pasarte nada para estar allí. Manuel tiene que saludar mil veces, y se sienta azorado a esperar su turno, avergonzado no sabe muy bien de qué.
Media docena de visitas y varias pruebas después, Manuel sale de la consulta con un papel doblado en su mano. Le ha pedido al médico que le escriba esa extraña palabra, porque teme no recordarla. Es un hombre de pocas palabras, siempre lo ha sido, y una hoja de papel donde todo queda explicado sin necesidad de abrir la boca es un alivio. Cuando llega a casa, su hijo está allí. "El médico dice que tengo esto", dice fríamente, como de paso, y le tiende el papel. Su hijo no dice nada, primero mira al papel, y luego as u viejo padre, mientras va hacia la mecedora para sentarse, como siempre. Su mujer se está poniendo nerviosa, no para de preguntar, cada vez más y más alto. Le gustaría mandarla callar, pero sabe que no es el mejor momento. Además, bastante tiene con aguantar la mirada de su hijo. Se esfuerza por no bajar la cabeza, por no aparentar su nerviosismo mientras intenta recordar cuando fue la última vez que su hijo y él se miraron a los ojos. Nunca, resuelve. Es el precio que paga un padre autoritario, y él lo ha sido siempre.
Manuel deja de ir a labrar, aunque aún sale a pasear por la vega cada tarde. Muchas más visitas al médico, acompañado de su familia, le han dibujado un panorama bien claro de lo que le espera. Ser un vegetal imbécil, depender de su familia el resto de sus días, ser una carga para ellos. Su nuera tendrá que lavarlo todos los días, limpiarle el culo, darle de comer. Y nunca se ha llevado muy bien con ella. En realidad, ni siquiera la conoce. La noche en que su hijo propone arreglar el desván y poner una cama plegable para ella, Manuel toma su decisión. Sus paseos no son ya tales. Son búsquedas. Busca el olivo adecuado.
Llega la tarde, y Manuel sale, como cada día. Anochece, y es lo suficientemente tarde para que no quede ningún labrador trabajando. Mientras camina por el borde de la carretera se cruza con gente que va corriendo. Él no ha corrido en su vida, piensa. Ni en la mili. Ninguno de esos le va a joder sus planes, van demasiado absortos en sus cacharros de música, mirando al suelo. Sale de la carretera y salta la linde igual que ha hecho durante toda la semana. En cinco minutos llega a su olivo. Escondida entre las raíces, una cuerda de esparto espera con un extraño nudo ya preparado. Manuel enciendo su último ducados. La luz se va. Mira hacia arriba y murmura. "Al final me la has hecho pero bien". Es lo más parecido a rezar que está dispuesto a hacer.
pulgapedorra rebuznó:
Yo hablo del suicidio como forma de arte, no del suicidio en sí.
Os vais por los cerros De Úbeda, y ni me contradecís ni me insultáis.
¿Qué coño es esto?
¿Qué pasa aquí?
Por cierto, es curioso que abra un hilo y no me baneen.
Hijo de puta.