Y aunque a veces empozoño mis calzas con los tristes orines de la decadencia; y aunque a veces, ¿como esquivar su mirada?, un hombre entristecido, extinguido ya su reluciente y magnético esplendor, me mira a través del espejo, robado el magnífico semblante que años atrás me alentaba a danzar con pies ligeros sobre el mármol de aúlicas galerías; y aunque a veces el mundo exterior se emborrona y se distancia ante mis ojos y los textos se han convertido en tortuosos jeroglíficos de desvaídos contornos, sigo vivo, persevero, lucho, insisto, y, tal vez, con vergonzosa y desesperada ingenuidad, espero algo mejor de los años que veloces, me precipitan contra la senectud.
Aún puedo presumir de proteicas y recurrentes erecciones, altas atalayas que reivindican y dan testimonio de mi inmarcesible virilidad. Aún mi verbo se encabrita y requiebra como una vorágine impetuosa de esdrújulas y brillantes, metálicos fonemas como hechizos irresistibles. Aún puedo retarte a ti en combate, si, y a ti también, y por supuesto a ti, que pareces dudar de la reciedumbre de mis músculos y mi dinamismo frente a los contrarios. Te ríes porque tal vez imaginas que esta década es propia de la mansedumbre y la retirada.
Me asiste la certeza incontestable de una madurez llena de encanto, de reposado atractivo aún capaz de recibir los afectos y embelesos de hembras núbiles. Lo que antes destellaba apabullante, dolorosamente hermoso en su efímero reinado, hoy alcanza la belleza aposentada y eterna de lo clásico. La metamorfosis ensalza y mejora el primigenio resplandor fugaz en concepto inveterado, en referencia permanente, en la secular solidez de mis atributos y virtudes. Mi mejor momento, el triunfo merecido y soñado, el definitivo logro y reconocimiento tantas veces esquivo, espera sin duda en los próximos años. La victoria es mi destino. Ha de llegar el día futuro en el que mi yo sea absolutamente auténtico, un yo, por fin, desenvuelto y realizado, que maduró años y años en esta crisálida de desencantos.