Ahora sí encontré el subforo de libros, ¡al fin!
Quisiera recomendaros Justine, del Marqués de Sade.
Justine o los infortunios de la virtud
Comentario por angelcaido
Ficha técnica
Autor: Marqués de Sade
Año: 1791
ISBN: 84-7223-738-9
Edición: 1 ª ed.
Publicación: Barcelona : Tusquets Editores , 01/1994
Traducción: Joaquín Jordá
Donatien Alphonse François, el Marqués de Sade, parisino, autor de teatro, novelas y tratados de filosofía, siempre coqueteó con el presidio debido a la costumbre que había desarrollado de practicar “sexo indecente”. Por razones como ésa, hoy en día no pasaría de ser un invitado más de cualquier programa de televisión donde los sofás tienen más dignidad que quienes se sientan en ellos. Pero es que además el Marqués sabía escribir con la contundencia propia de quien lo hace en rollos de papel destinados a otros menesteres menos relacionados con las musas. Hablemos hoy de Justine o los infortunios de la virtud , su obra más conocida.
El que se acerque a Justine pensando que en ella va a encontrar una narración plagada de situaciones morbosas que alteran la imaginación del lector y lo transportan al mundo de la voluptuosidad… está en lo cierto, claro que sí. La señorita va pasando de ambiente en ambiente, siempre en contra de su voluntad, y en cada episodio aumentan las vejaciones, la dominación, la depravación (si tenemos a bien llamarla así, que de algún modo habrá que hacerlo).
Especialmente notable en ese sentido es la experiencia vivida entre los muros de un monasterio aislado en la campiña, donde Justine va a conocer ciertos límites corporales que jamás habría sospechado en la primera página de la novela, cuando se nos presenta como una muchacha virginal e inocente, convencida, eso sí, de que el de la virtud es el mejor sendero por el que transitar en esta vida, valle de lágrimas al fin y al cabo.
Pues bien, y de ahí el subtítulo de “los infortunios de la virtud”: mientras que la hermana de Justine, Juliette, opta por aprovecharse de los efectos que sus encantos provocan en los varones, nuestra protagonista elegirá el camino angosto de lo que ella considera virtuoso. Y, pese a ello, paradójicamente, Justine es la desgraciada, la que es obligada a vivir situaciones que no desea vivir. Su caída en el abismo de la vergüenza es inversamente proporcional a la ascensión de Juliette en la escala social y del prestigio. Mientras la primera es violada inmisericordemente por monjes, señores y artesanos, la segunda triunfa y se abre paso con alegría merced a su altivez y al cinismo con el que se maneja.
¿Novela moral, por tanto? ¿Qué otra cosa si no, una obra en la que el autor, pese a estar encarcelado precisamente por sátiro, reflexiona acerca de la virtud, la moral, la antiquísima dicotomía entre el bien y el mal? Novela moral, sin duda, pero no un mamotreto vago repleto de definiciones huecas, sino un tratado acerca de la virtud donde el autor se gusta a sí mismo insertando todo aquello que salía de su burbujeante fantasía. Lo imaginamos, entre muros, ardiendo por dentro y escribiendo compulsivamente para huir de las imágenes que él mismo creaba. Quién sabe si describía los mismos hechos que lo llevaron a ser encarcelado…
Y sí, volvemos al principio, nos mandaron a la cama pensando que así nos alejaban de la antediluviana presencia de los dos rombos, pero no sospechaban que entre las mantas invernales nos esperaba el gozoso cuerpo de Justine, la señorita virtuosa que vivió en sus carnes el inventario completo de retorcidas ocurrencias sensuales de todo un Marqués de Sade. Damos desde aquí las gracias, unas décadas más tarde, a quienes se inventaron lo de los rombos. De todo corazón.
Del final de Justine no decimos nada, sólo que semeja ser un rayo de clarividencia. Por lo demás, os dejamos directamente en manos de Sade, ahí es nada:
(...) Este, llamado padre Severino, era un hombre alto y de una belleza áspera, cuyos rasgos juveniles y físico robusto desmentía su edad verdadera, cincuenta y cinco años. El acento musical que adornaba sus palabras sugería su origen italiano, y la gracia de sus movimientos tenía ese estilo que se suele achacar a esa raza de libertinos. (...) El pasillo carecía de luz, y el padre Severino, apoyándose en una pared para orientarse, empujó a Justine por delante. Pasándole un brazo por la cintura, deslizó la otra mano por entre sus piernas y exploró las partes púdicas hasta que localizó el altar de Venus. Allí aferró su mano hasta que llegaron a la escalera que conducía a una habitación que estaba dos pisos más abajo de la iglesia. El cuarto estaba espléndidamente iluminado, y amueblado con gran lujo. Pero Justine apenas observó lo que la rodeaba pues sentados alrededor de una mesa en el centro de la sala se encontraban otros tres frailes y cuatro muchachas... ¡los siete totalmente desnudos!